CONTRATAPA
La tercera religión
› Por Rafael A. Bielsa
Salimos desde el hotel hacia Orly con una lluvia de julio que sumergía los tejados de París. Yo viajaba en el asiento del acompañante de la camioneta de la embajada, Federico en la segunda fila y Aníbal en la última. La madrugada se despedía de la sombra entre vapores y rachas de rancio viento francés. Comenté que no había pegado un ojo en toda la noche.
–Yo tampoco –escuché que decía una voz emprendedora junto a mi oído–. Era Tito, un funcionario diplomático que tenía la responsabilidad de solucionar todo inconveniente hasta que subiéramos al avión que nos dejaría en Italia.
–Y usted, ¿por qué no durmió? –me escuché preguntarle, atento a la velocidad ligeramente subsónica del vehículo.
–Porque ayer me trajeron el tape de Atlanta-Argentino de Merlo, señor, y vi el partido tres veces. Ya no jugamos más contra equipos, sino contra estaciones de tren, señor, y para colmo sacamos un empate en cero.
Con un optimismo crédulo me explicó:
–Yo tengo tres religiones, señor. La primera es Atlanta. Y los cuatro sacerdotes de esa religión son Néstor Martín Errea, Norberto “Beto” Conde, Jorge “La Chancha” Fernández y Juan Carlos Puntorero. ¡Qué jugadores, señor, qué jugadores!
Un bandazo de la camioneta me dejó casi cara a cara con él. Era de esa clase de tipos que se ríe con los ojos y que disfruta de la buena comida en familia.
–Mi segunda religión, señor, es el fútbol –continuó, cuando el automóvil recuperó la vertical–. Fíjese. Hace unos años yo trabajaba en el consulado argentino en Madrid, y tuve que viajar al País Vasco acompañando a unos empresarios compatriotas que querían hacer negocios allá. Nos recibieron cuatro españoles. Vi que una de las tarjetas decía “Arconada”. Lo miré al tipo y le pregunté si era algo del famoso arquero español que siempre usaba medias blancas. “Soy yo el golero”, me contestó. Me quedé con la boca abierta, y le dije que lo había visto atajar durante el Mundial ‘78, en la cancha de Vélez, contra Austria. “¿Usted recuerda el resultado de ese partido?” El tipo no lo recordaba con exactitud. “Perdieron dos a uno. Walter Schachner les hizo el primero a los diez minutos, empató Dani y Johann Krankl les clavó el segundo. Y le voy a decir más: apenas empezó el segundo tiempo, Prohaska le metió un misil de cuarenta metros que usted sacó al corner con la mano cambiada.” Arconada no lo podía creer. “Pero hombre, ¿cómo es que usted se acuerda de tantos detalles?” Yo lo miré con severidad. “¿Pero no le dije que para mí el fútbol es una religión? Usted, dígame, ¿se olvida del Padrenuestro? No, ¿verdad? Bueno, yo no me olvido de nada que tenga que ver con la pelota.”
En ese preciso instante, Aníbal, que no había dejado de ronronear desde que salimos, se despertó de golpe para preguntar: “Y el equipaje, ¿dónde está?”. El equipaje era la primera de las obligaciones de Tito, que se apresuró a contestar con suficiencia que estaba en el compartimiento al que se accedía por la quinta puerta de la camioneta. Aníbal se retrepó sobre su asiento, y aseguró definitivamente que no había nada. Y agregó: “Allí están los pasaportes y los pasajes”.
Tito se puso blanco. Tomó el celular y se comunicó con la conserjería del hotel. Pero Atlanta, el fútbol y Arconada lo habían reblandecido: su francés era ininteligible y, para peor, sonaba como alguien que pide disculpas, cosa inaceptable en Francia cuando uno no tiene razón.
Federico, un full ambassador de quien yo conocía sus insuperables imitaciones de Mussolini, de Brando en El Padrino y del farmacéutico y de Vadinho en Doña Flor y sus dos maridos, le arrebató el teléfono, y desempolvó de su inagotable repertorio el papel de “El francésencolerizado”, pieza en un acto que comenzó por decirle al empleado del hotel que eran todos unos imbéciles, que cómo un establecimiento de tal categoría podía permitir que tres huéspedes oficiales partieran sin sus equipajes, que la situación era muy grave, y que de inmediato pusieran las piezas en un taxi y las dirigieran a la sección “2 F” del aeropuerto de Orly.
Tito se había sumido en una especie de estupor agónico. Después de estacionar me agarró del antebrazo, como dos viejos facultativos amigos de un hospital de agudos. Eligió la cuerda sentimental.
–Mire si Atlanta no va a ser mi primera religión –experimentó–. ¿A que no sabe con quién está de novia mi hija? Con un italiano, señor. ¿De dónde? De Bergamo. ¿Y cuál es el equipo de Bergamo? Atalanta, señor, ¡Atalanta! ¿Qué me dice?
Yo no le contesté. “No le voy a decir que una religión, pero la genealogía es mi hobby. He rastreado los orígenes de mi familia, que es de Szczecin, Polonia, al sur de la Bahía de Pomerania, hasta 1689, con un pequeño bache de diez años entre 1758 y 1771 que espero despejar. El año pasado nos juntamos 200 parientes, de todas partes del mundo, a festejar el Año Nuevo judío en Ottawa...”
Tampoco le dije nada, pero esta vez lo miré a los ojos. Tito disparó: “Y usted, ¿de qué club es?”. Le dije que de Ñúbel. Frunció el ceño, habiendo creído divisar un taxi que se detenía en el lugar indicado. Pero sólo eran sus deseos imperiosos.
–Ñúbel, ¡Ñúbel! –exageró–, cuna de grandes jugadores, señor, a la que Atlanta brindó su mejor savia. Puntorero jugó con la rojinegra, el tucumano Juan de la Cruz Kairuz, y también un puntero, Osvaldo Cerqueiro, que hacía una que ya no se ve: la apretaba contra su taco izquierdo con la capellada derecha, y la hacía volar en sombrero por sobre el marcador, para tirar enseguida el centro al segundo palo.
Pero de inmediato volvió a su primera religión. “Puntorero, Puntorero... Una tarde del ‘63, el 29 de septiembre, en el Monumental, lo enfrentó a Amadeo Carrizo con los ojos bien abiertos, y luego de un rebote en el arquero, se la tocó a un costado, y me hizo morir de gol.” Estuve a punto de preguntarle cuál era su tercera religión, pero justo en ese momento salió disparado como un senegalés en una maratón, porque el taxi había llegado. Se lo pregunté recién un instante antes de despedirnos. Me miró como miran los contadores compulsivos de chistes, luego de haber relatado uno malo. “¿No está a la vista, señor?”, me dijo, y antes de responder sorbió como un colegial en penitencia. “El trabajo”, señor, “mi tercera religión es el trabajo”.