Vie 06.12.2013

CONTRATAPA

El secreto del mundo

› Por Juan Forn

El acápite de novela más extraordinario que leí en mi vida dice: “El roble es un árbol. La rosa es una flor. El ciervo es un animal. La golondrina es un pájaro. Rusia es nuestra patria. La muerte es inevitable”. Son palabras de un tal Piotr Smirnovsky y, si le creemos a Nabokov, vienen de un manual de gramática rusa que se usaba para educar a los niños en Berlín durante la primera gran oleada de la emigración, después de la revolución bolchevique. Había muchos rusos que tomaban estas palabras como un dogma de fe en aquellos tiempos. Bajaban a caminar por la calle en Berlín y esperaban encontrarse con el otoño en San Petersburgo. Si se subían a un tranvía y se les caía un guante por la ventanilla, tiraban el otro para que quien lo encontrara tuviera el par, aunque no les quedara en los bolsillos ni una moneda para tabaco, carbón o té. Todos eran escritores, todos creían tener algo que decir porque les dolía Rusia. Leían los periódicos de la emigración como si leyeran a Tolstoi y los escribían como si fueran Pushkin. No sólo no entendían la revolución que los había expulsado de su mundo idílico; tampoco les entraba en la cabeza que la edad de oro de la literatura rusa (ese medio siglo de Pushkin a Tolstoi) hubiera dejado su lugar a la edad de plata (Ajmátova, Maiacovski, Blok). Para ellos no había terminado todavía: continuaba en ellos. Habían tenido delante de sus narices a los acmeístas y a los futuristas y a los imaginistas, antes de abandonar la patria, pero seguían pensando que la literatura rusa la hacían ellos, en salones prestados en Berlín.

Había un muchacho que iba a esos salones, uno de “esos jóvenes rusos en Berlín que vendían pobremente las sobras de su educación aristocrática dando lecciones particulares de inglés, boxeo y tenis”. El también llevaba a Rusia en el corazón. De hecho, se creía con más derecho que todos esos vejestorios de salón a sentir que Pushkin y Tolstoi corrían por su sangre, porque en su caso el parentesco no sólo era metafórico, sino sanguíneo: el joven Nabokov se creía el príncipe heredero de la literatura rusa, y un poco así lo trataban esos vejestorios (a fin de cuentas, su padre había muerto por la patria poco antes, poniéndole el pecho a las balas que pretendían asesinar a Kerensky a la salida de un mitín político en Berlín). El joven Nabokov asistía a aquellas veladas con el cuello de la camisa abierto y zapatillas de tenis sin medias, el rostro y las manos y los tobillos siempre bronceados y una inalterable indiferencia en su expresión helénica, pero por dentro se sentía “como una casa a la que han privado de su piano de cola”. En sus prolongados ratos libres entre clase y clase, leía a Pushkin como si lo inhalara (“El lector de Pushkin siente que su capacidad pulmonar crece”). Lo hacía como entrenamiento, pero no para escribir poemas: sabía ya que sus poemas podían engañar a otros pero a él no; necesitaba encontrar otro envase para la voz que tenía adentro. Y, así como descubrió temprano frente a un tablero de ajedrez que no tenía pasta de gran maestro pero sí tenía un talento tan endiablado como elegante para inventar problemas que vendía después a la revista 8x8, supo en aquellos tiempos en Berlín (cuando una muchacha hermosa que se convertiría en la mujer de su vida le dijo: “Me gustan tus poemas pero las palabras parecen un talle más pequeño de lo que deberían ser”) que la única manera que tenía de ser poeta era disfrazándose de novelista.

Años después, cuando ya había escrito todas sus fabulosas novelas en inglés, dijo que sólo se había limitado a aplicar la idea que se le ocurrió en ruso, en aquellos tiempos en Berlín: la de enmascarar la poesía en la prosa, la idea de que la gran narrativa es “poesía inadvertida”, opera sin hacerse evidente. Todos esos años de indolencia en Berlín, Nabokov estuvo en realidad entrenando el instrumento, escribió primero siete novelitas una tras otra para ir familiarizándose con el formato, y después puso sobre la mesa el libro que quería escribir desde un principio: la biografía de la mente de un escritor. Puso todo ahí: el Berlín opaco, la añoranza permanente de Rusia, las enfermas rivalidades literarias, las mujeres, las estrecheces económicas y también los delirios de grandeza de ese joven escritor, la manera en que va escribiendo su vida en la cabeza mientras tanto. Fue la última novela que escribió en ruso; después se pasó al inglés y, si se fijan un poco, repitió la táctica: un puñado de novelitas para ir tomándole el punto al idioma y entonces los grandes libros, Lolita, Pálido fuego, Habla memoria, Mira los arlequines.

Nina Berberova, que tenía la misma edad que Nabokov, dijo que cuando leyó La dádiva en París en 1939 sintió “que toda mi generación había sido justificada, estábamos salvados, teníamos sentido”. Pero el resto de la emigración detestó el libro y se sintió ultrajada. Nadie quiso pagarle la publicación, Nabokov terminó encontrando un editor alemán de poca monta que dejó morir al libro, y después, cuando logró cruzar a salvo hasta Estados Unidos huyendo de los nazis, no confiaba en nadie para que la tradujera, y él mismo no se decidía a hacerlo porque le resultaba demasiado doloroso tener que enfrentar en inglés los dilemas estilísticos que tan bien había sabido resolver en ruso, de manera que La dádiva (que en su lengua original se llama Dar, un título que habría sido perfecto para su traducción al castellano) durmió el sueño de los justos durante años y años, y todavía hoy es un libro semiolvidado: las editoriales que publican con pingües ganancias a Nabokov lo tienen fuera de catálogo, es una hazaña conseguir un ejemplar, sea en castellano o en inglés, para no hablar del ruso.

Había tanto que ofendía en La dádiva a los emigrados rusos en Berlín (y a los de Praga y a los de París, que participaban a la distancia), fue tal la catarata de cartas quejándose a los diarios sobre distintos momentos del libro, que nadie se sintió escarnecido por una escena en que el joven protagonista compara la vida de los rusos en Berlín con un cuento de los muchos que le hizo su padre (muerto, como el de Nabokov, e idealizado como el de Nabokov): en los confines de Chang, durante un incendio, un viejo chino tira agua sin cansarse al reflejo de las llamas en las ventanas de su casa, convencido de que la está salvando. Otro de los personajes de La dádiva dice en cierto momento: “La vida como viaje es una ilusión estúpida. No hay viaje, no vamos a ninguna parte, estamos sentados en casa y el otro mundo nos rodea, siempre”. Los rusos de Berlín evitaban en lo posible el trato con los “aborígenes” (ajj, krautz), desconfiaban y evitaban a los nuevos rusos que llegaban (espías, todos espías) y seguían tirando agua contra el reflejo de un fuego en el vidrio. No había mundo más pequeño. Y sin embargo, en el centro mismo de La dádiva una voz dice estas fabulosas palabras: “No es fácil de entender pero si lo entiendes lo entenderás todo y saldrás de la prisión de la lógica: el todo es igual a la más pequeña parte del todo, la suma de las partes es igual a una de las partes de la suma. Ese es el secreto del mundo”.

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