› Por Ariel Dorfman *
Una sola vez tuve el desagrado de ver en acción, de cerca y personalmente, a Evelyn Matthei, la candidata derechista que aspira a ser presidente de Chile y que este domingo 15 de diciembre ha de ser derrotada en forma contundente por Michelle Bachelet.
El encuentro –si así se lo puede llamar– sucedió el 8 de octubre de 1999, casualmente en la ciudad de Londres. Un año antes, los ingleses habían detenido al general Augusto Pinochet por crímenes contra la humanidad y ese día se esperaba que el juez británico Ronald Bartle dictaminara si había razones para extraditar al ex dictador chileno a España. Como me encontraba de paso en Londres para asistir con mi mujer Angélica a un festival literario, decidí caminar, temprano por la mañana, hasta la Magistratura de Bow Street.
Me dio la bienvenida un ruido ensordecedor. Separados por un fuerte contingente policial, dos grupos de chilenos se enfrentaban con furia: la banda más numerosa, hombres y mujeres que habían sido torturados por la policía secreta de Pinochet antes de que los expulsaran del país, trataban de callar a gritos a la otra caterva vociferante que acababan de volar a la capital inglesa desde Santiago para ofrecer apoyo a su héroe preso. Se rumoreaba que el pasaje a Londres, amén de su estadía, corría por cuenta de la Fundación Pinochet, organizadora de lo que se llamaba, jocosamente, los “pinotours”.
De pronto, desde las entrañas iracundas de la multitud pinochetista, surgió una figura que yo había visto únicamente en fotos y por televisión. Era Evelyn Matthei, entonces senadora, recién llegada de Santiago, y famosa por la vulgaridad con que trataba a sus adversarios. Pero nada me había preparado para la cloaca de improperios que brotaron de su boca. Insultaba a los exiliados con una serie de exabruptos soeces que prefiero, por discreción, no reproducir acá, pero que no dejaban muy bien a la madre o la orientación sexual de aquellos que, a pocos pasos de ella, clamaban por justicia.
La grosería de la Matthei resultaba aún más chocante al provenir de una mujer elegantemente vestida, cuyas manos alzadas como garras habían tocado delicadamente el piano, una vocación que, para el colmo de las ironías, había perseguido precisamente en este mismo Londres décadas atrás. Más inquietante fue la lenta realización de que aquellos que recibían tal asalto verbal estaban escuchando las exactas, hirientes palabras que habían acompañado la tortura sufrida en los sótanos de la dictadura. La flamante pinochetista replicaba, supongo que inconscientemente, una situación traumática, retornando a las víctimas al momento de su más brutal humillación.
Recordando la vileza de ese momento catorce años más tarde, me doy cuenta hoy de algo que en esa ocasión ni yo ni nadie podría haber anticipado: Michelle Bachelet, la que es ahora su rival en la segunda vuelta presidencial, también había oído una similar jauría de agravios mientras la amenazaban y golpeaban cuando fue arrestada, junto a su madre, Angela Jeria, en enero de 1975.
¿Su culpa? Ser familia del general Alberto Bachelet que había aceptado un puesto de rango ministerial en el gobierno socialista y democrático de Salvador Allende. Y cuando Allende fue derrocado el 11 de septiembre de 1973, como tantos otros, el general Bachelet cayó preso, pagando con su vida aquella lealtad a la Constitución. En marzo de 1974 murió de un infarto cardíaco, directamente inducido por las torturas sufridas.
La paliza simbólica que Michelle Bachelet está a punto de propinarle en las elecciones venideras a la mujer que maltrató en Londres a sus compañeros de infortunio me llena, por lo tanto, de una íntima satisfacción. Esa victoria se vuelve aún más significativa si tanteamos la historia más personal de las dos contendientes.
Ambas se conocen desde pequeñas, cuando jugaban juntas en un barrio de Antofogasta, donde sus padres, oficiales de la fuerza aérea, estaban destinados. Mucho se ha escrito –y me incluyo– sobre la circunstancia extraordinaria de que Fernando Matthei, padre de Evelyn, fuera el mejor amigo de Alberto Bachelet. Y que meses después del golpe de Estado Matthei fuera nombrado director de la Academia de Aviación, teniendo una oficina en la proximidad del subterráneo donde maltrataban a su camarada de armas, sin que Matthei lo visitara ni levantara la voz para ayudarlo. Si lo hubiera hecho, no podría haber llegado a ser ministro de Salud de Pinochet ni, poco después, miembro de la Junta Militar durante trece años.
Los hijos no son responsables de la cobardía de sus padres, ni tampoco de sus crímenes. Pero vale la pena notar que Evelyn, mientras los sicarios de Pinochet interrogaban a patadas a su compañera de infancia, estaba estudiando economía en la Universidad Católica de Chile, donde imperaban los “Chicago boys”, seguidores fanáticos de Milton Friedman, gurú de la libertad extrema de los mercados. Sus políticas neoliberales de capitalismo salvaje y represión de los derechos de los trabajadores se convirtieron en la ideología dominante de la dictadura, medidas inmisericordes que Evelyn Matthei seguiría defendiendo como diputada y senadora, una vez que se restauró la democracia en 1990, y que quisiera ahora proseguir como presidenta.
Políticas que, no cabe duda, no habrá de llevar a cabo desde La Moneda. No hay, después de todo, mayor suspenso respecto del desenlace de las elecciones del 15 de diciembre, dado que Michelle Bachelet ya obtuvo en la primera vuelta casi el 47 por ciento de los votos, aventajando a su contrincante conservadora por 22 puntos.
Es difícil evaluar hasta qué punto influye en los electores la genealogía que une y divide a las dos candidatas, en vista de que durante la campaña actual no se ha hecho alusión alguna a ese extraño, contrastante, coincidente pasado. Se ha enfatizado más bien, y con razón, el futuro, debatiendo cuál de las dos mujeres puede resolver los urgentes problemas que aquejan al país, su desigualdad vergonzosa, su sistema educacional degradado por la avaricia, y cómo cambiar la autoritaria Constitución, fraudulentamente instaurada por Pinochet en 1980 y cargada todavía hoy de residuos indignos.
Pero es inevitable que la decisión de la ciudadanía sea vista también, debido a los apellidos y trayectorias de las antagonistas, como un referendo sobre el sucio legado de la dictadura. ¿Desean los chilenos que los gobierne la mujer que voló a Londres para defender al tirano que mató a tantos compatriotas suyos? ¿O prefieren a la mujer que fue ella misma víctima de aquel terror y que ha logrado sobreponerse al asesinato de su padre y a sus propios ayeres y tristezas para convertirse en el símbolo de un Chile donde nadie será sometido a tales ultrajes?
Tal vez este domingo 15 de diciembre Chile podrá por fin, de una vez por todas, vencer la sombra insultante que nos devora hace más de cuarenta años.
* Ariel Dorfman es escritor chileno. Página/12 está publicando una serie de sus obras en la Biblioteca Dorfman.
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