Mié 11.12.2013

CONTRATAPA

Aburrimiento

› Por Noé Jitrik

A no más de cien metros de mi casa, tomando por la calle Juan XXIII (vaya nombre), me topo con una casa, cruzando la calle transversal, que ostenta una inscripción: “Carnicería”, dice, palabra que me parece amenazante u ominosa, como las que veía Borges en sus vagares juveniles. Por debajo no hay tal carnicería –la debe haber habido en otras épocas, ya lejanas a juzgar por el tipo de letra y lo desteñido de su color–, sino una casa sencilla, como de campo, y su puerta, junto a la cual no hay ventanas, está casi siempre cerrada. De vez en cuando, en momentos en que el sol se muestra más amable, esa puerta se abre, pero no se ve casi nada en el interior; tampoco podría uno detenerse y tratar de distinguir algo en ese agujero porque junto a ella, sentado pacíficamente, está, como custodiando la entrada, un señor ya mayor, un anciano se diría: sin duda está tomando aire. Lo saludo apenas al pasar y él responde, casi musitando, y yo sigo viaje, sin pensar en él hasta una nueva ocasión.

Lo he visto, además, sacando una silla al exterior y llevándola a la acera de enfrente; lo observo sin llamar la atención y veo que mira hacia adelante, quizás a los pájaros, quizás a los perros, uno de los cuales lo acompaña, echado junto a él, sea junto a la puerta de su casa, sea frente a ella. Pensé, alguna vez, en detenerme y hablar con él, pero algo en su manera de estar solo me lo ha impedido; me parece, cada vez que lo veo, que está aburrido, que nada podría cambiar ese estado del espíritu.

Viejo tema el del aburrimiento, concepto en realidad poco definido aunque reconocible y, en muchas ocasiones, confesable. No intentaré hacerlo ahora y aquí, porque ni siquiera estoy aburrido, pero nomás invocar ese estado detenido –porque el aburrido siente, ante todo, que no pasa nada, ni siquiera el tiempo–, nada fluctuante, me trae al presente las diversas formas y manifestaciones de ese tan difundido sentimiento, aplicable no sólo a las personas sino, incluso, a las edades y aun a las épocas: los seres humanos se aburren de cuando en cuando o de una vez para siempre, aunque de manera diferente según las clases sociales; los niños se suelen aburrir cuando desaparecen ciertos estímulos que, previamente, los han entretenido o divertido; ciertas épocas, no la nuestra precisamente, son tachadas por los historiadores de aburridas porque todo parece estancado, las estructuras inconmovibles y las aventuras abolidas, imaginariamente desde luego o porque no se avizoran cambios.

Hablar de aburrimiento hace recordar La romana, una novela en la que todos se aburren, es la “noia”, de Alberto Moravia (de quien creo que pocos se acuerdan), que se anticipó un poco al filme de Michelangelo Antonioni (a quien se recuerda más), La no-tte; en ambos casos, los personajes no saben qué hacer con sus vidas, a nada le encuentran sentido; en suma, se aburren soberanamente y nada tiene gracia para ellos. Quizá, porque no son las únicas expresiones artísticas de tal sentimiento, se pueda leer, en esas y otras obras del momento, el incómodo inmovilismo que parecía agobiar a la Europa de la Guerra Fría, antes de que la revolución sexual llegara para levantar un poco los ánimos. Pero también lo vemos en el cine de preguerra: en El muelle de las brumas, de 1937, de Marcel Carné, un personaje dice “me aburro, me aburro” y, sin que se pueda establecer una relación concreta ni una alusión, el nazismo estaba en auge, el fascismo vociferaba, empezaba la Guerra Civil en España y Francia, de donde es la película, pasaba por dramáticas formas de inmovilismo.

En italiano, aburrimiento, como declinación del interés por las cosas, provocado porque las cosas mismas están apagadas, es “noia”; en francés es más complicado: “s’ennuyer” es eso, pero el verbo indica también fastidio, que suele acompañar al aburrimiento, pero que puede no estar vinculado con ello; tal vez por eso se dice “cafard”, que une a lo aburrido un poco de melancolía y de ensimismamiento. Nuestro aburrimiento, el de estas localidades nuestras, o el de nuestro idioma, tiene de todo eso, pero también su vida semántica es independiente; a veces es producido por los otros, quiero decir otras personas, a veces por la rutina y la repetición, a veces por una carencia, a veces por un desgano respecto de un hacer y otras porque ese hacer no ofrece ninguna perspectiva excitante. Por supuesto, también por un no hacer, como es el caso, me parece, del señor mayor que descansa bajo la inscripción “Carnicería” y, de paso, de infinidad de jubilados que si se aburrían en sus trabajos se aburren mucho más cuando lo han perdido. Que no es lo mismo que sucede con los desempleados, animados todavía por la esperanza de conseguir empleo o por la rabia por no conseguirlo.

Y puesto que hay diversos tipos de aburrimiento hay que intentar clasificarlos para entender sus diferencias. Así, por ejemplo, una primera se impone: aburrimiento no es lo mismo que “spleen”, ni que tedio, ni que hastío. “Spleen” era una pose, que rigió la vida de los elegantes, y los poetas, de principios del siglo XX: era bueno tenerlo y sobre todo ostentarlo exclamando, eso sí, “todo me aburre”, porque no se podía decir “tengo spleen”. El tedio puede llegar a ser mortal y moralmente extremo; el que lo padece no es que se aburra: no tiene nada que lo estimule; la vida lo mata, los demás son el objeto de un desprecio infinito sólo porque no logran proponer un estimulante, los hombres son vulgares, las mujeres son sólo objeto de uso, el arte es vacío y la sociedad en general un desastre sin redención. El hastío es otra cosa, es resultado y producto de una experiencia, no es inexplicable como en los otros matices o, al menos, puede tener razones para experimentarlo como, por ejemplo, escuchar discursos de políticos, aguantar programas de televisión, verse obligado a leer mala literatura, etcétera. Se vincula, desde luego, con cansancio.

El aburrimiento en los niños proviene de un exceso: se lo llena tanto de sustitutos desde que nace que su imaginación enmohece y, en consecuencia, si no posee tales sustitutos, o los que vienen después –del muñeco a pila hasta el tren eléctrico pasando por la televisión– no sabe qué hacer con su cuerpo ni con lo que lo rodea. Los ancianos, en cambio, lo saben todo o creen saberlo todo, tal vez porque ejercieron la imaginación, tal vez porque creen que la vejez la otorga, pero ese saber no satisface, ya sea porque tratan de hacer escuchar su voz en medio de un griterío, ya porque poseen un caudal limitado de posibilidades de comunicación –como sería el caso del considerado afásico porque no se entiende de primera intención lo que dice–, ya porque sólo espera que pase el tiempo y no hay nada más aburrido que eso si la espera no tiene un satisfactor eficiente. Yo diría que los satisfactores eficientes existen, es bueno no perder la esperanza: “me hiciste esperar un día pero al fin llegaste”, declara el amante, “tuve que esperar semanas mi trámite pero finalmente llegó, con el dinero incluido”, dice el solicitante, “por qué no empieza el concierto de una vez”, dice el impaciente, “sé que no vendrá pero la espero igual”, enuncia un viejo tango, que yo venero.

Y, puesto que mencioné la palabra “impaciencia”, es lógico que se piense en su contraria, “paciencia”, que es lo que se necesita para poder esperar. De donde se podría decir que cuando estas dos palabras, impaciencia y paciencia, no consiguen armonizar, ni en el niño ni en el viejo, irrumpe, arrasador, el aburrimiento.

El hastío en las sociedades puede ser explicable: si el imperio va a ser eterno qué nos queda, estamos hastiados –¿hartos?– de que no se vislumbre nada en el horizonte. Pero tal vez, si el hastío es negativo en el presente, porque se lo padece, no lo sea a futuro. Hegel pensaba que el hastío de una sociedad es un momento muy sordo aunque dramático de gestación, semejante al embarazo; en apariencia no pasa nada, pero por debajo se gesta el cambio, la evolución, la tormenta social. Así explica, creo, el hastío que llovía sobre la sociedad francesa antes de la Revolución y, en consecuencia, de qué modo se estaba preparando la Revolución, que podía tener muchas cosas discutibles pero nada aburridas.

¿Pasará lo mismo con aquellos que se aburren? ¿Se producirá un parto significativo en la vida del hombre que descansa bajo la palabra “Carnicería”? No lo puedo saber: son dos dimensiones diferentes e imprevisibles: así como el aburrimiento puede instalarse y convertirse en tedio y éste en hastío, también puede desaparecer súbitamente, tal como vino; de pronto, uno puede iluminarse sin que nada cambie, pero lo que cambia, sin duda, es la significación de las cosas, las voces y las miradas de los otros, el sabor, en fin, de la vida.

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