Lun 13.01.2014

CONTRATAPA  › ARTE DE ULTIMAR

De la elocuencia

› Por Juan Sasturain

“¡Cállate, cállate, que me desesperas!”
El Chavo, Roberto Gómez Bolaños

“Puedes construirte una armadura de palabras. Pero no te pelees”
Aforismos de Ernesto Esteban Etchenike, Fontanarrosa

No sé por qué razón, alguna vez intuí y adopté, de prestado, como son todas las ideas buenas o convincentes que suponemos se nos ocurren, que no era lo mismo sentir dolor, que gritar “ay” o que decir “me duele”. Es una boludez: claro que no es lo mismo. Y sin embargo, pareciera que sí; o que no es lo mismo, pero que la valoración relativa es al revés...

Lo que creo que me pareció descubrir –soberbiamente– era que una de las tantas supercherías de la vida cotidiana en la que nos movemos como pez en el agua (contaminada) suponía la necesaria valoración superadora de cada una de esas instancias. Que si bien era “bueno” (no voy a repetir las comillas, las supongo) sentir el dolor (es un ejemplo sustituible por la alegría, la culpa, la vergüenza), era mejor manifestarlo (hacerlo salir: ponerlo afuera), y que era mejor aún –y necesario– expresarlo articuladamente/explicarlo/comunicarlo con palabras a otro cercano. Hasta ahí no salimos del territorio acotado de las relaciones personales, dadas por las circunstancias más o menos fortuitas o buscadas de nuestra inmediata experiencia social “de contacto”. No más allá: un mismo nivel de existencia social y de trascendencia hacia afuera.

Pero hoy, o quién sabe desde cuándo, el proceso no se detiene ahí, ni mucho menos. El sentido o valor último del mercado de valores (sic) que adquiere el sentir dolor/amor/fervor/vergüenza/culpa íntimos y privados, no radica en la sensación de experimentarlo en serio, expresarlo en gestos, acciones, palabras y actitudes consecuentes, sino en comunicarlo –-y ahí el corazón del verso contemporáneo–, trasladarlo a la consideración/decodificación profesional (los consabidos expertos con diploma o sin) o simplemente a la consideración/exposición pública (los medios masivos, sin ir más lejos).

A través de la primera forma de comunicación profesional, el sentimiento íntimo se decodifica en caso, síntoma, síndrome o cualquier avatar/casillero de la minuciosa clínica psi. No deja de ser una manera fácil (lágrimas y estipendio mediantes) de trascender la miseria (o trivialidad) de nuestra propia condición personal, el saber que pertenecemos a la clase de los edípicos irreductibles, los bipolares alternos, los maníaco depresivos de clase media o los fóbicos con tendencia serial no agresiva. Con toda la gratitud al diestro Gastón Pessac, que me acomodó la vida y las neuronas tontas, yo sé –y él sabe– que nada de esto atenta genéricamente contra el gremio de los esforzados acomodadores de pasillos cerebrales. Estamos hablando del (mal) uso compensatorio de experiencias profundas, trivializadas en su manoseo. Y voy por más.

La ultra comunicación mediática, pública o pseudo privada digital en las llamadas redes sociales es, hasta ahora, el ejemplo más flagrante de lo que quiero expresar: hoy se es (ser) a través del decir (comunicar). Pongámonos solemnes: de definir lo que somos por el ser, de la filosofía clásica y tradicional, o a partir de la experiencia de existir del existencialismo, llegamos a esta instancia: (creemos que) somos lo que (les) decimos a un auditorio indiscriminado. Reconozco que es tramposo el esquema, es recortado el razonamiento, pero algo de lo que trato de expresar pasa ahora.

Dado este sesgado desarrollo argumental, y volviendo al principio, me doy cuenta ahora de que lo que me motivó en el momento para formalizar semejante obviedad de que no era lo mismo sentir dolor, que decir “ay” o contarle a alguien “me duele”, fue que había notado (supongamos que no necesité otro ejemplo que el estúpido, vanidoso mí mismo para advertirlo) que esa cadena de falsas equivalencias (sentir-expresar-comunicar y exponer “profesionalmente”) tenía la saludable y/o perversa tendencia, una vez instalado en el imaginario colectivo y en el sentido común vigente, de invertir el orden y la prioridad de los factores.

Para ponerlo clarito: lo que uno advertía era que –cada vez más– aparecía primero la necesidad compulsiva de comunicar (ser es aparecer), luego se rellenaba de apuro con cierto contenido de experiencia y finalmente (acaso, no siempre, porque el sentido original está extraviado) se justificaba todo el proceso a partir de una sensación sentida como verdadera. Digamos, en términos científicos y populares a la vez: se hablaba habitualmente muchísimo al pedo. Quiero decir, tontamente: se parte de las palabras, no se llega a ellas necesariamente.

Aclaración obvia, pero necesaria: no pertenezco –creo y avísenme los amigos– a la cofradía de los solemnes que sólo hablan de temas que les hacen vacilar el flujo normal de la vena que atraviesa la frente. Para nada. Esta torpe columna fácilmente rebatible es una prueba de la debilidad de mis posiciones: hablo desde adentro de la olla o desde el lodoso charco, el único lugar desde el que se puede o debe hablar (Discépolo dixit).

Y sigo entonces: en una época no necesariamente mejor, pero sin duda distinta, un hombre/mujer era preso o esclavo/a de sus palabras y dueño/a de su silencio. Y estaba bien. Y hoy es al revés: el viento de los medios borra todo, tapa toda palabra con otras. El silencio es lo insoportable, lo sospechoso. Por eso, tal vez (demos un saltito) las dificultades con la trascendencia: ansiosos por oírse responder, es difícil disponerse a escuchar el sempiterno silencio y sacar conclusiones. O no sacar ninguna, y no tener nada que decir. Por fin.

Ah, la flauta. Disculpas por la lata.

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