› Por Noé Jitrik
Un estudiante, de cualquier nivel, es reprobado en un examen; se hace patente, en esa circunstancia, que hay dos roles, uno actuado por el reprobado, otro por el reprobador que, por eso, se sitúa en un plano superior, el de quien juzga no sólo los saberes, sino también los comportamientos del otro.
En la instancia del enfrentamiento entre ambos, a quien está autorizado institucionalmente a reprobar se le abren dos caminos: o bien es comprensivo y entiende que, por las razones que fuere, el examinando no tiene por qué ser reprobado porque ni la materia es tan importante ni aprobar o no aprobar lo es, o bien si le da importancia a la materia siente que debe aplicar siempre todo el rigor de la ley. ¿Piensa también que el estudiante es importante y, por lo tanto, que la benevolencia lo disminuiría intelectual y moralmente y la exigencia lo realzaría?
Muchas experiencias se han acumulado en la práctica social, en especial pedagógica; también hay muchas interpretaciones acerca de esta situación que para algunos es dilemática, para otros no implica problema ninguno.
Me interesa, ahora, algo que se desprende de la segunda posición: es posible, se han dado casos, que el examinador sea un sádico, un perverso que aprovecha cualquier falla para infligir un daño a quien no puede defenderse; también es posible que el examinador sienta que el estudiante en cuestión no se ha preparado lo suficiente, que no ha hecho ese esfuerzo llamado aprendizaje y, en consecuencia, que no ha dado de sí todo lo que debería y podría haber dado. Se diría que todo sistema pedagógico descansa sobre esa idea, a saber que los seres humanos poseen reservas de todo tipo y energías latentes que la escuela o la universidad deben hacer brotar; dicho de otro modo, si alguien no responde adecuadamente a una exigencia legítima hay que enseñarle a hacerlo, hay que encontrar la ruta que conduzca a la persona humana a “dar de sí” lo que a veces ni siquiera sabe que puede dar.
En otros órdenes de la vida, desde la medicina hasta el amor, ¿se “da de sí” todo lo que se podría dar? Es evidente que hay numerosos ejemplos de lo que ese fenómeno produce: actúa, suponiendo que el que puede dar de sí tenga algo para dar, un principio opuesto, el de la “retención”, que muchos traducen como “cuidar de sí”: la pedagogía tiende a vencer la retención y pide un “dar de sí” pleno, sin reservas. Pero ¿da un médico de sí lo que el enfermo espera que le dé? Es fácil decirlo: la ecuación mal resuelta entre “dar de sí” y “retener” en tantas ocasiones tiene una resolución tan grosera que el prestigio de los médicos sufre el justo castigo de una generalización que les es muy desfavorable. ¿Y en el amor? ¿Da el amante de sí todo lo que podría dar o, acaso, no lo hace porque el otro amante pide lo que no se le puede dar?
Y, para volver al estudiante reprobado: si no tenía nada que dar no hay problema, si tenía algo y no lo dio puede haberlo motivado para esa conducta negativa una gran cantidad de situaciones; me interesa destacar una: no da de sí lo que podría porque, a su vez, los otros no lo han hecho con él cuando debían haberlo hecho. Ejemplo: el profesor que no pone todo su saber sobre la mesa, el compañero que oculta que posee el libro indispensable que permitiría completar un saber. El principio de retención predomina y cierra todo el circuito: si no me das no te doy, si no me lees no te leo, si no me amas no te amo, si no me escuchas no te escucho, si no me prestas no te presto, si no me saludas no te saludo y así siguiendo, hasta cubrir casi todos los aspectos de la vida social.
Es más: se podría percibir o intuir cuál es el estado de una sociedad si se pudiera trazar un mapa de las relaciones entre “dar de sí” y “retener”. Hay que recordar, de paso, que el psicoanálisis inicial consideró este tema en toda su magnitud, pero poniendo el acento más en el retener –la eyaculación, la orina, el excremento, el gesto, la palabra–, que en el dar que, de este modo, sólo podría entenderse por contraste, por oposición.
Por supuesto que nunca sabemos qué podemos dar de nosotros mismos, así como no sabemos qué esperan los demás de nosotros, pero también logramos tener esa certeza en el privilegiado y exquisito momento en el que lo que hemos dado era exactamente lo que había que dar y lo que los demás querían recibir.
Reconozco que la expresión “dar de sí” no es, por todas esas razones, demasiado clara; a veces da lugar a reproches, cuando alguien considera que el otro no ha dado de sí lo que debía haber dado –en la limosna, en el sexo, en la entrevista, en el saber–, a veces a enternecedores agradecimientos –“Dios lo bendiga” dice el menesteroso al recibir su limosna; “te amo tanto” dicen los amantes colmados; “ésa es mi opinión y la sostengo” dice el entrevistado; “gracias por haberme transmitido lo que sabes”, dice el discípulo. Las posibilidades son muchas, como se puede advertir, lo que quiere decir que si la expresión es vaga también puede ser interpretante de numerosas situaciones en las que hay más de una persona.
Y, en esa vía, la de su carácter interpretante, la expresión tal vez nos permita comprender ciertos comportamientos en los que “dar de sí” es su núcleo fundamental, su razón de ser y de existir. Nos permite comprender la idea tan misteriosa de “misión”, en todos los órdenes, el religioso, el literario, el artístico, el científico. ¿Por qué ciertos individuos se sienten llamados a ejecutar tareas ciclópeas? ¿Por qué creerán que sin su intervención el mundo seguirá siendo torpe, cruel, injusto y equivocado? Aquí los vemos, a lo largo de la historia: redentores, conquistadores, jueces, genios, es una galería de personas que hacen, a veces con enorme sacrificio, a veces a costa de sí mismos como seres físicos, lo que la gente común no puede o no se atreve a hacer. Se habla, en esos casos, sobre todo para lo religioso misional, de “dación”, lo que también acarrea una condena cuando ése que se ha propuesto dar no lo hace: un sacerdote pedófilo, un político corrupto, un médico desaprensivo, un artista descuidado, un escritor trivial. Todos esos grandes hacedores lo son porque se sienten llenos de un contenido que deben entregar a los demás, para que la vida tenga sentido y también lo tenga lo historia.
¿No es ésa una explicación de la existencia de seres excepcionales? ¿No es el “dar de sí” una explicación?
Por cierto, el “dar de sí” funciona también en niveles menos heroicos, sacrificiales y espléndidos. Funciona en la vida cotidiana y explica, también, por la negativa, la hipocresía, la mezquindad, la reticencia, el desamor, la traición, la inconsecuencia, la trivialidad. El ser común no tiene por qué proponerse salvar a la humanidad; bastaría con que tratara de salvarse a sí mismo. Para ello, comprender el “dar de sí” lo puede ayudar.
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