Jue 23.01.2014

CONTRATAPA

La palabra Juan

› Por Hermann Bellinghausen *

Buscando algunos versos de Juan Gelman de donde asirme ante la llegada de su muerte, me di cuenta de que su obra es como el mar, comienza en cualquier parte y no termina. Hacía un día hermoso, no sólo por ser martes y 14 de un año 14. Los pájaros en la neblina retaban los contornos y el color de las montañas frías en donde vivo, las mismas donde nos conocimos hace veinte años. Esa noche soñé que Juan estaba vivo.

El iba por la ciudad andando, como todos los poetas cuando no viajan en carro o vagón que otro maneja. Su problema no fue trasladarse. Así alcanzó lo mismo al Che Guevara que al subcomandante Marcos, siendo el único que visitó a los dos en sus respectivas montañas (bueno, y Régis Debray). No, el problema consistía en que no podía dejar de ser quien era ni cuando dormía y soñaba que escribía un poema, siempre distinto de los que escribía despierto. Profesó un respeto tremendo por los sueños.

Supo barbaridades. Sabía enormidades acerca de nuestros enemigos. Lo documentó a su modo en cientos, quizá miles de “artículos” que alguien coleccionará, ojalá.

Frecuentó varias lenguas, inventó algunas, pero en el fondo sólo habitó con una y le fue fiel, la consideró su don, hizo de ella lo que quiso y no le dio tregua: la que llamamos castellano. Le metió radicales sesgos porteños a punta de gotán y ráfagas; o pureza renacentista; o vivisección violenta; le habló en sefaradí llegado el caso. Pero una, seriamente una y cantadora.

La poesía debió resultarle incontenible, le llegaba de donde fuera. Con cierta frecuencia necesitó traducirla de no sé qué idioma suyo. Parece fácil, y no, asociarlo a Fernando Pessoa con su John Wendell, su Yamanokuchi Ando, sus hebreos descalabrados y sobre todo el melancólico Sidney West de los epitafios en sintaxis de blues o gospel y el nervio de la Antología griega pasada por la de Spoon River, aunque West-Gelman llegara a otras cosas. Julio Cortázar dijo de él que poseía “el lugar y la fórmula”.

Cortázar sobre Gelman: “Tal vez lo mejor que puedo decirle al lector es que entre en estos poemas como se entra en un sendero, siguiéndolo en sus curvas y sus ascensos, deteniéndose allí donde el camino parece detenerse en las encrucijadas y reanudando la marcha como la reanuda cada poema desde el anterior. Un solo y único poema nace de todos ellos, el último ilumina el primero como el primero contiene el último, y cada uno es un paso en la continuidad de la ruta” (1981).

¿Era un hombre triste? La tragedia no le fue ajena. A escala Sófocles, si se me permite. Y sin embargo se rebeló contra las crueldades del destino mejor que el ciego de Tebas o la descabellada Antígona. Optó por el Sísifo para valer la pena y a la larga salirse con la suya.

El exilio en sus años de oscuridad, de amorosa y geográfica turbulencia, propició su poesía más difícil y dolida, al cabo abierta hacia la luz. Llegado a México al concluir los mil novecientos ochenta, acá encontró la serenidad posible, dadas las circunstancias. Siguió ejerciéndose como periodista y de pronto, junto con Mara, su compañera, se volvió detective (dos oficios donde la clave es preguntar, y él empleaba el peligroso método de los poetas).

Su guerra contra los oprobios sucedidos lo hizo un provocador, y de los eficaces, desde sus arrojos juveniles y el asunto de las cuestiones hasta las ironías e iluminaciones del período mexicano que, en sentido estricto, puso fin a su destierro.

Despeinaba el lenguaje, lo retaba a duelo, lo acariciaba como a gato nuevo. Siempre tuvo algo que decir. Algo importante dicho de pie y andando. Hasta le faltó tiempo. Hubo rabia pero halló el sensual secreto de la alegría. Amó a sus muertos. Y vaya que amó a sus vivos. El agua no le dejó de escurrir entre los dedos: “Tus pechos y tus jugos. Ojalá me tuvieras como noche venida. Todos los barcos fueron vos” (Aventuras en la selva). A su tantísima Santa Teresa y al diálogo hermético con San Juan de la Cruz los arrojó al siglo XX para llenar de ventanas los muros y las tumbas.

Ateo integral, estrujó sus almas propias. A diferencia de Nietzsche, pudo increpar al Dios sin doblar el fiel de la cordura. No fue Job porque nomás no quiso: “¿oíste/ corazón?/ nos vamos con la derrota a otra parte/ con este animal a otra parte/ los muertos a otra parte”.

Aunque “en la cabeza viven ruinas”, no lo abandonaron nacimientos ni renacimientos y disfrutó hasta el fin de su edad motivos para el beso y la canción de cuna. Los comentaristas destacan la “ternura” en sus versos. Igual que Francisco Urondo, no fue cursi, pero como nos ocurre con Cortázar, acecha el riesgo de ponerse sentimental, cursi o exagerado. Aquí que quede. No todos los días se muere el mejor poeta. El que no desaparece y la posteridad lo considera un clásico.

Lo verá el que viva: He lives, he wakes-’tis Death is dead, not he;/Mourn not for Adonais (“Sí, vive, está despierto. Quien ha muerto no es él, sino la muerte. No lloremos por Adonais”: Shelley).

* Poeta y periodista mexicano. Especial de La Jornada para Página/12.

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