Dom 16.02.2014

CONTRATAPA

Asia toma el piano por asalto

› Por José Pablo Feinmann

China aumenta su presencia en el mundo y no deja de lado el aspecto cultural. Ha elegido un camino que para el ruidoso Occidente podría parecer absurdo (y acaso por eso los chinos lo han elegido) y es el de la música clásica. Hoy, los chinos, desmedidamente, estudian inglés y piano. Se calcula que hay cuarenta millones de pianistas o personas que estudian piano, con el inglés se abren camino en una cultura en que ese idioma es dominante, se usa para todo. Y con el piano. ¿Con el piano, qué? Es difícil desbrozar la cuestión. En primer término pareciera que los chinos (y no sólo ellos en Asia) se han dejado seducir por la gran tradición musical de Occidente que Occidente ha olvidado o maltratado. En un reciente estudio sobre las ventas de las casas de grabación, Deutsche Grammophon (la más prestigiosa de todas, que cuenta en su catálogo a Martha Argerich, Anna Nebrebko y Gustavo Dudamel) ni siquiera pudo entrar a competir. Los chinos vienen a adueñarse, no sólo de la economía, sino de la cultura occidental. Lo hacen occidentalizándose. Y cómo.

El primero que aparece como príncipe del mercado es un loquito que la juega de pianista rocker. Tiene mucha técnica y su aparente originalidad es hacer muecas según los pasajes que toca. A mí no me causa ninguna gracia. Un pequeñito payaso a quienes dos comicastros españoles bautizan como “el más grande pianista del mundo” y el tipo permanece imperturbable, aceptando. Podrá ser un buen pianista el día que se libere de ese papel que representa. Se trata de Lang Lang. Hoy cobra por concierto más que Martha Argerich. El otro pianista que envía china es mujer. Yuja Wang sale a tocar en minifalda. No tienen piernas que merezcan ese gesto. Es correctísima. Todo lo toca tan bien como mecánico y frío. Pero se ha impuesto. Fue astuta. Elaboró unos bises espectaculares que hicieron más por su fama que las piezas centrales que interpretó. Tomó una célebre pieza de Rimsky Korzakov, “El vuelo del moscardón”, en arreglo de Gyorgy Cziffra, un pianista que andaba por el mundo diciendo que era la reencarnación de Liszt. En sus excesos, sin duda. Parte de esos excesos es el arreglo que hizo de la pieza de Rimsky. Le añadió de todo. Sobre todo vertiginosas octavas que Yuja toca a una velocidad inverosímil ante el asombro y el entusiasmo de las ausencias. Ahora dice que no va a tocar más todo eso y lo va a reemplazar por estudios de Ligetti. El público le va a pedir a gritos “El vuelo del moscardón”. Yuja es capaz de milagros. Por ejemplo: puede tocar las piezas más sublimes sin que a uno le pase nada. Nada.

La más joven y talentosa es la coreana Yeol Eum Son. Toca todo. Desde el segundo de Brahms hasta Humoresque de Schumann (donde llega a lo sublime). O El beso de la serpiente, en que hace participar al público y ella termina la obra silbando. O el Tercero de Bartok. O el Segundo de Prokofiev, cuya cadenza casi puede con ella y con un espectador anonadado, aterrorizado por una pieza que se compuso en 1912. El Tercero de Rachmaninoff. El Primero de Tchaikovsky. “Summertime” de Gershwin en el gran arreglo de Earl Wild. También “Embreaceable You”. O una transcripción para piano del Scherzo de la Sexta sinfonía de Tchaikovsky. (Habrá que señalar que la única que se le atreve a esa “poderosa obra maestra”, según dicen muchos ahora, que es el Concierto en fa mayor de Ger-shwin, es la francesa Hélène Grimaud, que es muy bella y vive en la nieve rodeada de lobos blancos. Una chica original. Ya hablaremos de ella. Qué sé yo. Me interesa más que Sergio Massa.)

Yeol Eum Son toca con traje coreano o unos elegantes pantalones. Tiene tendencia a poner caritas, a lo Lang Lang, pero menos. Ganó la medalla de plata en el Van Cliburn y en el Tchaikovsky y el público reclamaba la de Oro para ella. Le habrán faltado contactos. Los auditorios la ovacionan. Toca a compositora de jazz norteamericanos: Kapustin, Bolcon. La terrible sonata de Samuel Barber. Apuesto a ella.

La otra, de la que hemos hablado abundantemente, es la genial japonesa Hiromi Huehara, una jazzgirl poseedora de unos dedos incontenibles, de una belleza cautivante, una sonrisa irresistible y que hace rato se metió a Occidente en algún bolsillo de su pantalón de cuero o en alguna de sus sorpresivas zapatillas Nike o –esto es lo más probable– en su cuenta bancaria.

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