CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
› Por Juan Sasturain
El sábado fue un día extraño. Tenía de bueno, de salida, su condición de arranque de una serie no laborable que aseguraba (o casi) un colchón psicológico de relajación que no suelen conservar los feriados contrarreloj, un poco histéricos por el regreso cuasi inmediato al yugo. Este sábado de vísperas de Carnaval, con su trencito de tres días con sus noches más, enfilados y en blanco por delante, tenía todas las virtudes. Incluso las amabilidades climáticas –ese cielo liviano y transparente, el aire finito y tibio– que la mentirosa Buenos Aires sólo puede prometer y cumplir, a veces, en el esquivo otoño adelantado. Pero seguía siendo un día extraño.
Porque este sábado pasado tenía la tensión de las encrucijadas, de las inminentes situaciones límite –o casi– para las que algunos inmaduros estructurales no solemos estar nunca demasiado bien preparados y predispuestos. Sin establecer ningún tipo de jerarquías, me ocupaban y preocupaban las neuronas dos cosas: el discurso de la Presidenta en la apertura de sesiones del Congreso nacional y la posibilidad del regreso de Riquelme contra Vélez en un partido clave.
Escribo –no sería necesario aclararlo, pero ahí va– sin pudores ni agachadas desde mi condición de seguidor en general de las políticas de este gobierno que elegimos reiteradamente, y con la hoy desdibujada azul y oro puesta desde que me acuerdo.
Sé que en esto no estoy necesariamente muy acompañado. Hay quienes coinciden en lo primero y no en lo segundo; otros al revés. Y muchos, en ninguna de las dos adhesiones. Incluso es probable –no lo sé– que ni Román ni Cristina acuerden conmigo. No es necesario tampoco. Mi posición, en líneas generales, podría definirse en pocas palabras: yo a ellos les creo. Cuando tantos hoy (mediatizados o no) los crucifican e incluso demonizan, yo creo sobre todo en los valores que encarnan tanto Cristina en la política como Román en el fútbol. Y creo, además, en sus intenciones.
Se me podrá discutir esgrimiendo la evidencia de sus borrones, lunares, inconsecuencias, debilidades manifiestas y ocultas. De acuerdo. Pero voy a la cuestión esencial: para dónde queremos que vayan las cosas, hacia qué tipo de país en lo económico y social, hacia qué tipo de juego en el fútbol. Son cosas que nos interesan, nos importan y nos calientan a muchos. Cada cosa en su nivel o su lugar, pero no separadas, para nada. Todo tiene que ver con todo, compañeritos.
Volviendo a las vísperas mañaneras del sábado y a mis tensiones íntimas que harán caerse de risa a algunos, supongo, sé que la inquietud que me embargaba partía de la evidencia de que el momento –o la coyuntura, si se quiere– no era de los más favorables para esperar lo mejor en ambos casos. Entendámonos: no es que temiera por lo que pudiera decir o dejar de decir la Presidenta –que, como ningún primer mandatario antes, cada apertura ha dado muestras de ser lo más parecido que hemos tenido a un estadista, por su manejo sin machete de todos los frentes de las áreas de gobierno–, ni tampoco por lo que pudiera hacer o dejar de hacer Román en el Fortín: lo que (nos) queda de Riquelme alcanza y sobra para justificar el encendido de la pobre tele habitualmente maltratada a pelotazos.
Nada de eso: la tensión no la ponían los protagonistas sino el contexto perverso, la enfermedad especulativa que nos agobia, la distorsión sistemática del buen sentido que se florea como si fuera cierto. En la política y la economía, la negación de logros, la mentira interesada, la sistemática campaña desequilibrante de los poderes fácticos más concentrados y de sus medios afines ante cualquier intento de modificar (en algo) el injusto estado de cosas. En lo futbolero, el discurso justificador de la mezquindad más flagrante que niega los valores del juego y antepone criterios de evaluación y premio a la obediencia y la fealdad, (además) sin resultados.
Voy a ser breve, entonces, para señalar sólo dos detalles que van más allá del juego de palabras. Ante el desarrollo argumental sobre el accionar de gobierno ante cada orden de problemas, y ante la claridad política de la Presidenta en su exposición, me gustaría quedarme con la imagen del hueco de las bancas vacías –impresentables falsos demócratas Carrió y Pino– y la de los soñolientos cabeceadores incapaces de entender –una vez más– de qué se trata. Es que no creen en la democracia y ni siquiera creen –apañados, malcriados por los medios fogoneadores– que deben disimularlo: el modelo de sedición venezolano ya tiene tácito consenso para bajar a estas latitudes si es necesario. ¿O alguien duda de que no hay una multitud que se asociaría?
El otro caso sabatino fue, a la inversa, el de un banco –el de potenciales relevos de Boca– que no se vació sino a medias, que siguió lleno de talento y de inteligencia equívocamente soslayadas, pese a que la torpeza, el pánico ante la simple posibilidad de jugar y el temor a desobedecer, la falta de compromiso por el juego y la simple desidia campeaban en el campo de Liniers. Que Boca haya caído una vez más no es extraño, ni apocalíptico. La discusión está en el cómo: el planteo miserable, la manifiesta opción por no arriesgar que propone la conducción y que ni siquiera son capaces de ejecutar con convicción sus maniatados, abrumados intérpretes.
Las bancas vacías ante el discurso conceptuoso de la Presidenta y la permanencia de Riquelme en el banco ante el bochorno reiterado de un fútbol sin luces son, creo yo, síntomas –distantes, acaso arbitrariamente asociados: cada uno de ustedes buscará ejemplos equivalentes– de que algo está muy mal en estos pagos. Y lo que está mal no es precisamente lo que todo el tiempo se señala con insidiosa osadía desde los voceros del supuesto y perverso sentido común del negocio. Es al contrario.
Por eso, tal vez, banca y banco no sean casualidad en este caso, ni en ninguno. Lo que nos pasa tiene que ver con la imposición social de un modelo de pensamiento diseñado bajo la lógica pura y dura del capitalismo más salvaje y depredador: el de la competencia y no el de la solidaridad, el del poder omnímodo del dinero, el de ganar a cualquier precio (estético, ético), ya que sólo se premia/valora al que gana. La equívoca cuenta de resultados que enorgullece a una empresa capitalista, no le cierra las cuentas éticas a un país, no hace justicia a la relación necesaria entre personas.
El sábado fue un día extraño. Ver a Román en el banco mientras todo se caía a pedazos en la cancha, ver a Cristina ante el Congreso mientras parte del Congreso no oía, no quería escuchar. Pero la vida sigue, la pelota rueda, la gente vota, la lucha continúa. Habrá que bancársela, perdonando el chiste fácil.
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