› Por María Moreno
Ya lo conté alguna vez: cuando joven, mi madre trabajaba como doctora en Química en los laboratorios Hickethier y Bachman. También trabajaba allí un joven técnico químico que pronto asistiría al seminario para hacerse jesuita. “¡Es tan inteligente Jorge, que es un desperdicio!”, decía mi madre. Y cuando hablaba de “desperdicio” no sólo lo hacía desde su fervor anticlerical, sino por el tradicional prejuicio que asocia el celibato a la castidad. Jorge, el seminarista, me mandó, a través de mi madre, en la Navidad de mis seis años, Vida de Jesusito, de la colección Constancio Vigil. Tenía atractivas tapas coloradas, era breve, lleno de ilustraciones y Jesusito se parecía al Principito. Ese Jesús de propaganda de leche condensada jugaba con las ovejitas, contestaba preguntas en la sinagoga y, para que el relato mantuviera alguna tensión sin herir a la Santa Madre Iglesia, se retrasaba a la hora de la comida y hacía sufrir a la Virgen; claro que el retraso se debía a alguna obra de bien, como haber salvado a una ovejita despeñada o haber donado su tuniquita a un pobre.
Jorge, el seminarista, era Jorge Bergoglio. Tardé años en creerle a mi madre la identidad de su compañero de trabajo.
Cuando me di vuelta, “Jorge” estaba sentado en el trono de Roma.
Como cuando leía Vida de Jesusito, me siguen gustando los detalles.
Hace poco leí algunas apostillas noticiosas vaticanas. Durante una audiencia con párrocos en Roma, el papa Francisco dijo haber llevado rosas al velorio del padre Aristide, viejo sacerdote de la parroquia del Santísimo Sacramento de Buenos Aires, y luego haberle quitado la cruz de su rosario que desde entonces lleva en una faltriquera. “Cuando me viene un mal pensamiento sobre alguien, me llevo siempre la mano al pecho para tocar esa cruz”, dijo para explicar su acto y hacer un llamado a la misericordia de los sacerdotes (el muerto había sido un ejemplo de esa virtud).
¿Qué sentido tuvo ese mensaje?
¿Se trataba de un entre nos doméstico-eclesiástico por el que un muerto y un vivo comparten el saber de que en el cielo hay de todo, pero nada se posee? (Entonces, ¿para qué partir con un rosario completo?) ¿O se trataba de un entre nos jerárquico-eclesiástico por el que el pase de reliquias o símbolos entre pares es legítimo, mientras que sí es un sacrilegio cuando indios saquean custodias, cáliz y cruces como en el cuadro La vuelta del malón, de Angel Della Valle: según Santa Wikipedia, “comete sacrilegio local el que profana lugares sagrados (altares, iglesias, cementerios, etc.); comete sacrilegio real el que profana las cosas sagradas (los santos sacramentos, la hostia, los Santos Evangelios, los vasos sagrados, las reliquias, las cruces, las imágenes y los ornamentos)”.
¿El pre papa Francisco robó una cruz por un resabio peruca Guardia de Hierro que lo hizo así homenajear a los sacrílegos que profanaron iglesias hasta el incendio en el ’55? ¿O por el inconsciente le pasó un cálculo práctico? Si el padre Aristide había confesado a Juan Pablo II cuando estuvo en Buenos Aires, ¿se lo podía considerar derecho viejo un perdonador de papas? ¿O fue un ejemplo de misericordia por descontado, ya que la misericordia era la virtud encomiable del padre Aristide y entonces el robo habría sido una suerte de ilustración de “respeto a los deseos de un muerto” (de perdonar, de ser misericordioso con ese ocasional Barrabás prelado).
El escritor católico C. S. Lewis escribió una reflexión atendible sobre esta expresión (“respeto a los deseos de un muerto”) en el libro Una pena en observación, relato lúcido y terrible sobre el duelo por su mujer: “Pero empiezo a darme cuenta de que ‘respeto hacia los deseos de un muerto’ entraña también una trampa. Ayer me detuve a tiempo antes de decirme con ocasión de no sé qué bagatela: ‘Esto a H. no le hubiera gustado’. No conviene, no es bueno para los demás. En breve acabaría echando mano a ‘lo que le hubiera gustado a H.’ como un instrumento de tiranía doméstica. Y además sus presuntas ataduras se irían convirtiendo en un disfraz cada vez más sofocante de mi propio deseo”.
El entonces monseñor Bergoglio había tomado la cruz como talismán, diciendo “ojalá tenga yo la mitad de tu misericordia”, “cargando” al objeto con poderes, contrariamente a lo que se hace con un talismán, en donde es una autoridad consciente y no un muerto quien “carga” el objeto de acuerdo con un ritual preciso antes de legarlo a otro. Que el despojado no pueda pronunciarse suele suceder cuando el objeto es un fetiche. Los ladrones de trenzas, de ropa interior, de zapatos, prefieren al consentimiento, la inocencia.
A lo mejor, el sentido del mensaje es más transparente, el papa Francisco ha relatado el hecho para aludir a la misericordia y lo que pareció explicar de manera elíptica fue: “Amo a este ser por su misericordia, misericordia por la cual perdonará que haya tomado su cruz”.
Y hasta pudo haber sido un mensaje loable: el papa Francisco no dijo “robé”, sino que habló de “ese ladrón que hay en todos”, es decir que mientras se desincriminaba en primera persona, convertía en común la posibilidad de robar. No habría ladrones y honestos: esas dos características estarían en todos, como muchas otras virtudes y defectos. En cambio, en el discurso reaccionario, un solo rasgo involucra a la totalidad el ser. Los ladrones serían ladrones; los drogones, drogones; los santos varones, santos varones.
¿Y qué decir del lapsus campechano de cazzo, teniendo en cuenta que al hablar del casamiento igualitario, aun pronunciándose en contra y para señalar la complejidad del Dogma, el papa Francisco a menudo habla de contextualizar, y para eso repite y repite que habría que ver caso por caso? “El matrimonio es entre un hombre y una mujer. Los Estados laicos quieren justificar la unión civil para regular diversas situaciones de convivencia, impulsados por la necesidad de regular aspectos económicos entre las personas, como por ejemplo la obra social. Hay que ver cada caso y evaluarlos en su diversidad” (las cursivas son mías).
También para hablar de la pedofilia sacerdotal debe aclarar que es preciso investigarla caso por caso. Dirimir la verdad en las acusaciones, demoler la impunidad, limitar la misericordia.
Es natural que la palabra cazzo se haya abierto camino entre las sombras del inconsciente papal, ya que la imagen del miembro masculino al que califica no falta en la unión gay. La teórica Beatriz Preciado nos recuerda en su libro Terror anal que la imagen cristalizada de la homosexualidad no es tanto la de un hombre vestido de mujer, sino la de hombre penetrado por un pene, o entrando con el propio en otro hombre, o de una mujer que actúa como si tuviera un cazzo.
El papa Francisco no tiene una imagen física favorable a la síntesis pop que tanto le rindió al Che (aunque también a Hitler), pero en cambio es el dueño de un combo de performances simbólicas (la más fuerte fue permitir que un niño saludara desde el trono papal como desde un parque temático). Pero es un papa actual que se confiesa en público –aunque nadie tenga el poder de darle penitencias–, comete lapsus y almuerza con damas a las que sin ningún machismo trata de estadistas (porque lo son).
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