Mar 19.08.2003

CONTRATAPA

Breve historia de la oscuridad

› Por Rodrigo Fresán

UNO Es curioso: luego de pasar los primeros y tal vez más plácidos nueve meses de nuestras vidas en la oscuridad perfecta de la tripa de nuestras madres, somos dados a la luz de un mundo imperfecto y, entre las primeras cosas que se nos enseñan, está aquello de temer a la oscuridad por encima de todas las cosas. La sombra como sinónimo de peligro, el negro como sinónimo de lo siniestro, el sonido de la llave de la luz apagándose y su ominoso click sonando como el disparo de largada para los terrores más sublimes. Porque en la oscuridad, cuando no se ve nada, es cuando todo puede llegar a suceder. Así –tanto desde nuestro comienzo privado como desde los inicios públicos de la raza– se teme a la llegada de las sombras. Es entonces cuando nuestros enemigos –públicos y privados– se aprovechan de las circunstancias para, invisibles, hacerse más tangibles y contundentes que nunca. Cuando no la ven, se sabe, la gente se decide a hacer cosas raras que no suele hacer a simple vista. En la oscuridad algunos seres mutan, involucionan, se animalizan. Otros, en cambio, optan por volver al más autista de los úteros: se quedan paralizados sin saber qué hacer salvo esperar que ocurra lo peor posible mientras rezan por la llegada del amanecer mientras contemplan el lentísimo vals de los segundos y los minutos y las horas en las pantallas fosforescentes de sus relojes digitales y a pilas. Así y por eso se adora al sol como dios justiciero que viene a poner fin a una larga y terrible noche. Así y por eso se adora al fuego o, si se prefiere, a la luz eléctrica.

DOS El Gran Apagón –el más grande y el más caro en la historia de Estados Unidos– que el pasado jueves viró a negro a buena parte del territorio del noreste de Estados Unidos y Canadá, entre Nueva York y Ottawa, ha vuelto a poner en boca de todos a esa oscuridad que jamás pasa de moda. Más allá de los mil millones de dólares de pérdidas, de los cuarenta mil policías en las calles de Manhattan para evitar aquellos saqueos de julio 1977, de la hipotética alza en el consumo de anticonceptivos para que no volviera a producirse el desmadre y dispararse la tasa de natalidad como ocurrió nueve meses más tarde de aquel noviembre de 1965, de la tradicional figura del alcalde como padre protector diciéndoles a sus votantes que no hay nada de qué preocuparse y celebrando otra vez esa eficiencia entre tribal y boy-scout que parecen haber reencontrado los norteamericanos desde aquella mañana en que los aviones aprendieron a aterrizar contra edificios; lo cierto es que al día de hoy nadie está del todo seguro de por qué saltaron los tapones de la normalidad o la rutina hizo cortocircuito. En principio –revitalizando un conflicto ya histórico–, los norteamericanos les echaron la culpa a los canadienses y los canadienses acusaron a los norteamericanos. Ahora, parece que todo se debió a algo que ocurrió a la altura de Ohio y derivó en un imparable efecto dominó que acabó con lo que se venía dando. En cualquier caso –y esto es lo que provoca el mayor nerviosismo– todo parece indicar que la red eléctrica de los Estados Unidos no tiene nada que envidiarles a los cables pelados del tercer mundo. De pronto –como ocurrió en aquellas inolvidables y papeloneras últimas elecciones presidenciales donde varios jueces acabaron eligiendo a Bush Jr.–, el mundo todo ha vuelto a contemplar vía satélite cómo las cosas también funcionan mal en el núcleo y centro del imperio. Sí, la patria de Thomas Alva Edison, el país adoptivo de Nikola Tesla, la cuna del “electric body” de Walt Whitman ha comprendido que a la hora de la oscuridad todos somos iguales o como comentaba a la CNN un iraquí de sonrisa sombría, mientras miraba de reojo en la pantalla de su televisor el perfil de la Gran Manzana a oscuras: “Ahora quizás ellos comprendan cómo vivimos desde su llegada a Bagdad. Lesrecomiendo dormir en el tejado de sus casas o sentarse sobre barras de hielo. No está tan mal. Así es la vida sin agua ni luz. Tal vez a esto se referían nuestros liberadores con las virtudes del american way of life, ¿no?”.

TRES Una amiga un poco new age me comentó que en N.Y. pasaron la noche oscura bailando y festejando como si hubieran vuelto a una prehistoria sin problemas ni responsabilidades. “Fue como el 11 de septiembre, pero sin el componente trágico”, me escribió. Un amigo bastante yuppie, por su parte, me explicó que se parapetó en su departamento de piso 40, que no pisó la calle, que por suerte tenía velas y agua y alimentos, y que se la pasó contemplando a través de prismáticos cómo iba cayendo la tarde y se iba levantando la noche más noche los últimos tiempos mientras, en su walkman, Bob Dylan le cantaba que “It’s not dark yet, but it’s getting there...”.
Una y otro –esto es lo interesante– son víctimas de la ininterrumpida propaganda psicotizante con la que, desde el 11 de septiembre de 2001, el gobierno viene lavando y centrifugando cerebros con constantes profecías y polícromas alertas de un inminente apocalipsis planetario o, lo que es más o menos lo mismo, de los Estados Unidos. Ahí están esas imágenes de migración masiva dignas de esos relatos de Isaac Asimov o Arthur C. Clarke, donde se acaba el sol o las estrellas se van apagando, sin prisa ni pausa, una a una. Ahí van todos esos contribuyentes dejando atrás la metrópoli del mismo modo en que ciertos roedores abandonan ciertos barcos imaginando lo peor, el naufragio sin retorno, el fin de los días y el principio de la más larga e implacable de todas las oscuridades.
Al final, no hubo final, claro; apenas la indisimulable vergüenza de no saber qué hacer ni qué decir y una nueva oportunidad para los agoreros de entusiasmarse señalando que “Ahora los terroristas internacionales conocen la debilidad de nuestra red eléctrica y...”.
Mientras tanto y hasta entonces, de esa oscuridad que nada tiene que ver con las penumbras de Caravaggio o los claroscuros de Orson Welles, ha surgido un nuevo asesino serial. Otro sniper hecho en América que apunta y dispara desde treinta metros de distancia a los indefensos blancos móviles que se detienen a cargar el tanque del auto o a comprar gaseosas y cigarrillos en esas tiendas al costado de las carreteras. Ya hay tres víctimas mortales y la policía no sabe qué es lo que impulsa a este monstruo flamante. Sólo una cosa está clara: tiene una excelente puntería, ataca de noche, funciona bien, mata en la oscuridad.

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