› Por Enrique Medina
Luego de la habitual recorrida en el Shopping de Alto Palermo, Fiodor Dostoievski atraviesa la vereda de los jodidos apócrifos artesanos que venden muñequitos de plástico. Está convencido de que el alma de la humanidad toda ya no tiene arreglo y ese tango “Cambalache” de un buen discípulo suyo dio en el clavo cuando sintetizó el trastorno con lo deplorable. Sin mirar, y pensando que debe concentrarse en la segunda parte de Los Hermanos Karamazov, alcanza la otra vereda. Ignora los furibundos insultos del chofer que a grito pelado le exige prestar atención al semáforo. Un editor hasta ha llegado a prometerle un notable anticipo por esa continuación. Entra al banco y saca número. Los asientos están ocupados así que el permanecer de pie le da un toque áulico de estatua mal emplazada, casi santo en el baúl del abandono. Como el fastidio por lo cotidiano superfluo le anuncia la posibilidad de un ataque epiléptico, hace lo que su buen médico le ha aconsejado para zafar del complicado trance: piensa en su amada Grigorievna, y así las inquietudes del espíritu aplacan su furia existencial. Gracias a ella hoy está libre de los malditos editores y su vida es el éxtasis apacible. Ella, ya casi venciéndose el plazo para entregar la novela El Jugador, le suplicó que recurriera a la policía para dejar constancia de haber cumplido con el usurero contrato que había firmado acuciado por pavorosas deudas y básicas necesidades. Sin duda, ella es su sol y su Dios. Desde que la conoció la vida fue ordenándose y los cachetazos recibidos en el pasado fueron quedando, más que en el olvido, en el recuerdo neutro: sus antiguos amores, su tránsito por la cárcel, el momento aterrador frente al pelotón de fusilamiento, la muerte de su hermano; la de su propia hijita de tres meses, y por sobre todo el sorpresivo fallecimiento de Aleksei, su queridísimo hijo, en quien tantas esperanzas había puesto. El llamador ilumina su número. Acude a la ventanilla indicada donde una cosa enorme lo mal atiende sólo con mirarlo. Dostoievski identifica una mujer con cuerpo desfasado en lo convencional; sabe que el banco rota a sus empleados y los conoce a todos, pero a ella jamás la vio. Como si advirtiera la trama, esa cosa mujer insiste en doblar su lomo a lo King-Kong. El explica a lo que viene y ella le devuelve la cédula tirándosela: “En este banco ese plástico no corre más”. Se atemoriza él y busca en sus ropas el bendito DNI, no vaya a ser que se le frustre el necesario trámite. Ella lo mira con el asco que viste, y él recuerda que Grigorievna siempre le insinúa que se afeite la barba porque ya no luce como en otros tiempos. Encuentra el DNI, siente que ha recuperado la paz y es un modelo ejemplar en la sociedad que lo admite súbdito, como denigra su amigo George Orwell. Ella coteja y él toma conciencia de que Dios le está dando una mano presentándole a un nuevo personaje para la prolongación de Los Hermanos Karamazov. Esta revelación lo pone feliz y hace retroceder el nuevo ataque de epilepsia, que ya se le insinuaba en el dedo gordo del pie izquierdo. Mientras se estira los dedos de la mano, por el microfonito explica que hizo una transferencia por computadora pero nunca recibió la verificación habitual que hace el banco notificándosela por mail. Pregunta a qué se debe. Ella lo mira torcida y de pésimo talante le arroja un folleto donde señala un número de teléfono. “Ahí le informarán”, le vomita desdeñosa. El, para enriquecer su novelística, trata de recordar las características de eso que tiene enfrente: el espantoso corte de pelo, esos aros insufribles, la carne colgando del mentón, esa nariz ganchuda, la masa que se conjetura cuerpo, esa indumentaria, la joroba en el cuello o lo que esa grasa sea, aunque mejor decir cogote, a pesar de que el de un hipopótamo es mucho más donoso... Ella, como si se supiera arrogada personaje, le tira por debajo del vidrio protector los papeles para firmar. Este trámite él lo viene haciendo desde hace mucho, y sabe que tiene que firmar sólo los que quedarán en el banco, ya que los que él se lleva no merecen el gasto de la birome. Pero ella le escupe que debe firmar todos los papeles, “incluidos los que usted se lleva”. Dostoievski detiene su pensamiento con la intención de sacar partido y no discutir al pedo. Toma nuevamente conciencia de que esta cosa que tiene enfrente es un personaje, entonces le pregunta “¿qué sentido tiene que yo firme un papel que sólo me sirve a mí?”. “¡Yo nunca firmo un papel en blanco!”, le ruge ella por el microfonito. El la mira bien, afablemente, sabiendo que con ella la segunda parte de los Karamazov será un maravilloso best-seller, por eso le aclara que él hace este trámite desde hace años con miles de diferentes empleados y nunca jamás le hicieron firmar al pedovich, y por si no lo sabe “soy un escritor muy famoso, nada menos que Oscar Wilde señaló que después de mí sólo quedaba sumar adjetivos porque yo ya había dicho todo sobre el ser humano, y un tal Freud reconoció que ante mi literatura el psicoanálisis inclinaba sus armas, ¿sabe qué significa lo que le digo?”. Esto, Dostoievski lo dice muy cancherito, como el autor que le toma el tiempo a un personaje al que en cualquier momento puede decidir hacer añicos pasándole un tren por encima. Ella no se amilana: “O firma o llamo al próximo cliente”. Tranquilo, macho, musita él, hacele caso y después la reventamos en la novela. Firma y le pasa los papeles. Entonces ella hace lo mismo y se los devuelve. Dostoievski se queda mirándola; embobado, cree ella y lo interroga sombría, “¿qué espera?”. El se hace el gil y le responde, indulgente, “leerá la novela sin saber que usted me ha inspirado, nunca el retratado se reconoce en el personaje, gracias”. Y se va contento, ansioso por llegar a casa y decirle a su amada Grigorievna que la segunda parte de los Karamazov ya la tiene hecha en la cabeza y que sólo debe dictársela. Vuelve a filtrarse en el barullo de los que actúan de artesanos sin serlo y atraviesa la calle pensando comprar cuernitos de grasa para comer con el mate como le encanta a su amada mujer, sin darse cuenta de que un camión cuyo conductor ignora olímpicamente a Dostoievski, Karamazov y la Grigorievna, ha girado fatal detrás del escritor, provocando la misma confusión y alarma que sufren los lectores cuando, llenos de entusiasmo, dan vuelta la página para continuar la lectura y se encuentran con que la hoja está en blanco o mal compaginada.
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