Vie 04.04.2014

CONTRATAPA

Capitán Trip

› Por Juan Forn

Antes que el Sargento Pepper, antes que Timothy Leary, antes que Ken Kesey y los Grateful Dead, vino Al “Cappy” Hubbard, mejor conocido como el Capitán Trip. Hablo de los días posteriores a la caza de brujas macartista, los años de Doris Day y la pesadilla con aire acondicionado, según la inmortal definición de Henry Miller, los tiempos en que las amas de casa de Hollywood y Beverly Hills descubrieron la depresión (“¿Se puede saber qué quieres, mujer?”; “no lo sé, cariño, creí que tú lo sabías, y que me lo ibas a dar”) y encontraron una inesperada cura para sus males gracias al Capitán Trip. La leyenda dice que Cary Grant puso de moda el LSD en Hollywood, pero el asunto empezó con su esposa, Betsy Drake. Supuestamente eran la pareja perfecta: ella había dejado la actuación para dedicarse al hogar, cocinaba como los dioses, incluso aprendió hipnosis para combatir el insomnio de Grant y ayudarlo a dejar los tres paquetes de cigarrillos que fumaba por día. Logró ambas cosas, pero no logró apartar al actor de su íntimo amigo Randolph Scott. Abrumada por el pacto de silencio y por el alcoholismo en que ahogaba sus penas, desembocó en el Beverly Hills Institute, donde oyó decir que ofrecían una terapia experimental que hacía milagros. El director y único profesional del instituto era el psiquiatra Oscar Janiger y su mentor y proveedor era Cappy Hubbard, el Capitán Trip.

Cappy tenía montada toda una operación en Canadá: en el Hospital New Westminster de Vancouver había logrado tasas de recuperación inéditas sometiendo a alcohólicos crónicos a viajes de LSD. Pero no estaba en Hollywood para eso: Janiger le había reunido un grupo selecto de voluntarios de alto coeficiente intelectual para experimentar las ampliaciones de la mente que prometía la sustancia (Cappy haría lo mismo en la Costa Este dos años después, así conoció a Timothy Leary, con las consecuencias universalmente conocidas). Entre los voluntarios californianos estaban Aldous Huxley y el estudioso del zen Alan Watts. Betsy logró colarse en el grupo. Cary Grant fue al Instituto fingiendo interés en el proyecto. En realidad quería asegurarse de lo que Betsy hablara en terapia: entró con el propósito de preservar sus secretos y salió convertido en apóstol. Porque en cuanto oyó hablar a Janiger, y éste hizo pasar a Cappy y lo sumó a la charla, Grant sintió que estaba en el lugar indicado. Esa misma tarde de 1958 hizo su primer viaje (haría cien más en los años siguientes), poco después la prensa hablaba de su segunda juventud (tenía 55 años en ese momento) y él declaraba a los cuatro vientos que se lo debía a aquella terapia experimental con LSD. Recuerden su famosa frase: “Todo el mundo quiere ser Cary Grant; hasta yo quiero ser Cary Grant”. Lo que Hollywood pensó cuando vio su asombroso cambio fue: lo que es bueno para Cary Grant tiene que ser bueno para mí también. Las oficinas de Janiger se llenaron de famosos, interesados en aquella terapia experimental. No iban a drogarse, no buscaban el trip; lo que les interesaba eran las consecuencias del trip: querían sentirse como Cary Grant.

Para que se entienda: el único fabricante de LSD en el mundo en ese entonces era el laboratorio suizo Sandoz. El químico Albert Hoffman había encontrado la sustancia por accidente y estaban todavía investigando los alcances de su efecto: entregaban gratuitamente la droga a investigadores que les dieran a cambio el resultado de sus trabajos de campo. Hubbard fue el primer norteamericano que volvió de Ginebra con un gramo de LSD (diez mil dosis), cortesía de Sandoz. Se fue a Canadá y no a su país porque allí había probado el ácido por primera vez, en el hospital para veteranos de guerra de Saskatchewan, donde lo estaban usando experimentalmente en víctimas de trastorno de guerra. Cappy era un hombre con contactos: durante la Ley Seca contrabandeaba alcohol de Vancouver a Seattle; cuando lo agarraron, se pasó al otro bando y comenzó a patrullar las mismas costas por las que antes contrabandeaba; por esas mismas costas volvió a contrabandear, esta vez llevando armas y haciendo el recorrido inverso, cuando Canadá entró en la Segunda Guerra y Estados Unidos le mandaba armamento bajo cuerda. Después de Pearl Harbor, Cappy se sumó al ejército de su país como oficial de inteligencia. Por esos contactos supo después de la guerra que estaban tratando a veteranos con una droga experimental, logró probar la sustancia en Saskatchewan, descubrió el santo grial y partió a Suiza a proveerse de más. Estuvo rápido de reflejos: poco después la CIA (que la estaba usando como “droga de la verdad” en su célebre experimento MK-Ultra) consiguió que Sandoz les informara el destino de cada partida de LSD que salía de los laboratorios.

Cappy entendió rápido que su idea del LSD y la de la CIA iban por caminos separados y se abrió. Convenció al director del New Westminster de Vancouver, que le permitió tratar casos de alcoholismo bajo su supervisión. Le acondicionaron una sala según su pedido: un sofá confortable, luces bajas y la mayor discreción. Los psiquiatras estaban a cargo, Cappy era el guía nomás, el chamán. Los resultados fueron tan asombrosos que hasta Bill Wilson, uno de los fundadores de Alcohólicos Anónimos, le dio su aval y un arzobispo de la iglesia canadiense redactó una plegaria para ser recitada por los fieles antes de cada viaje. Pero el objetivo de Cappy estaba del otro lado de la frontera: llegar hasta los líderes de la sociedad norteamericana, ofrecerles la experiencia del LSD y cambiar el curso del futuro. Así llegó a Hollywood con su valijita, y luego a Washington y a Nueva York, donde embarcó a Timothy Leary en su cruzada y se arrepintió el resto de su vida.

Entre los eméritos iniciados por Cappy en Washington estaba el dueño de Time Inc., el editor Henry Luce, que después de su viaje dijo que se lo había pasado hablando con Dios en una cancha de golf, y su señora, Claire Booth Luce, que dijo: “No se puede poner algo tan bueno al alcance de todo el mundo”. Lo decía con fundamento: no se registraban casos de malos viajes (los propios archivos de Sandoz, que por supuesto se pusieron a disposición del señor Luce y su señora, lo garantizaban) hasta que el LSD se empezó a vender por las calles como droga ilegal. El mal trip nació por la degradación del producto (las famosas “bañaderas de ácido”) sumado a la paranoia de hacer algo prohibido y a los rumores de que ya para entonces corrían por las calles sobre los tipos que se tiraban por la ventana en pleno trip, las únicas víctimas fatales del LSD durante su fase experimental: las que produjo la CIA con su proyecto MK-Ultra. Cuando el LSD se prohibió en 1966 no fue porque hacía mal, sino porque podía hacer demasiado bien. Pero Cappy Hubbard se pasó el resto de su vida culpando a Leary y a sus melenudos de echarlo todo a perder. Se recluyó en una isla frente a Vancouver, dedicado obsesivamente a su jardín, y nunca más salió. Le gustaba especialmente cortar el pasto en calzoncillos, bajo los efectos de un LSD de alta pureza que dicen que él mismo fabricaba para su uso personal, en un alambique en el sótano de su casa.

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