› Por José Pablo Feinmann
Está sentado en el primer escalón de la Catedral. Podría parecer un mendigo; pero no, no lo es. Tiene un sobretodo azul oscuro, las solapas levantadas y los zapatos sin lustrar. “Cerró la Catedral” –me dice–. “Si venía a pedirle algo a Dios llegó tarde. Igual, siempre es tarde para pedirle algo a ese personaje.” “¿De dónde sacó eso?” “¿Me invita con un vino?” Le pido al mozo un Rutini tinto. “No pretendía tanto”, dice el tipo. Tiene la barba crecida y los ojos claros, muy. Traen el Rutini. Sirvo dos copas. “Dígame una cosa...” “Dios, puede llamarme Dios.” “Vea, si está pirado ya lo hago meter en una clínica psiquiátrica.” “No perdamos tiempo. En serio, soy Dios.” “¿Y qué hace aquí, con esa ropa, disfrazado de ser humano? Ser parte de los hombres ya lo intentó su hijo. Y no le fue bien.” “¿Sabe que murió? Eso de la resurreción es una leyenda. Murió de las heridas con que lo habían injuriado. Murió en mis brazos.” “¿Y usted, que dice ser Dios, no pudo salvarlo?” “No puedo salvar a nadie. Vine así, como hombre, a ver si podía convencer a los pueblos de que abandonaran las guerras. Ni lo intenté. Se reirían de mí. Ya es tarde. Mi tiempo pasó. No soy omnipotente ni omnipresente. Si no soy eso, no soy Dios.” “Se presentó como Dios.” “Es la costumbre. Algunos pequeños poderes me quedan. Sé que su hijo de diez años está enfermo. Que necesita un trasplante de riñón. Que mañana lo operan y por eso usted iba a la Catedral. A rezar por su salvación. Sé que está sufriendo mucho.” “¿No podría salvarlo? ¿No le queda poder para eso?” “¿Ve? Ya cree que soy Dios. El dolor es la base de la fe. No, ni para eso tengo poder. El Mal me derrotó. Los hombres eligieron a Satanás. Fracasé en todo. No pude impedir que la serpiente sedujera a Eva. Que Caín matara a Abel. Salvé a los judíos de la esclavitud en Egipto. Pero, ¿a cuántos egipcios maté? ¿O no eran hombres? No respondí las acusaciones de Job. Me limité a hablarle de mi poder. De mi infinita Creación. El necesitaba otra cosa. No se la di. No pude salvar a mi hijo. Ignoré su desesperación. Lo abandoné. La Iglesia se transformó en un Estado autoritario. No pude impedir la Inquisición. Torquemada se rió en mi cara. Menos aún pude impedir las matanzas del Nuevo Mundo. La Espada y la Cruz fueron lo mismo. Las Cruzadas, empresas de conquistas y saqueos en mi nombre. No pude impedir que quemaran a Giordano Bruno y acallaran a Galileo. ¿Para qué seguir? No pude impedir Auschwitz. Ni las bombas atómicas. Hoy, ya no puedo impedir nada. Ni ese asunto de las Torres Gemelas. Ni Afganistán, ni Irak. Ni el terrorismo islámico. Ni que el Estado de Israel sea vengativo hasta la crueldad, que haya metido la tortura en la Constitución. ¿Puede imaginarlo? Mi pueblo elegido. El que mejor debiera comprender el dolor de los otros. Ni el Premio Nobel a Obama pude impedir. Ni el Oscar a Sandra Bullock. Nada.” “¿También se ocupa de Sandra Bullock?” “El Bien y el Mal se juegan en todos los terrenos. Fracasé. Tanto fracasé que ya nada puedo. Tanto, que ya no creo en mí.” “¿Dios no cree en Dios?” “Dios no cree en Dios. Pero no sufra, querido amigo. Su hijo se va a salvar. La Ciencia, el nuevo Dios de los hombres, lo salvará.” Se levanta y lentamente, apesadumbrado, se va.
Al día siguiente operan a mi hijo. Por causa de mi rango han traído un gran médico argentino que vive en Estados Unidos. Llego a la clínica y pido hablar con él. No lo conozco. Ha llegado esa mañana. Sale del quirófano para verme. No se ha quitado el barbijo. Sé que se llama Rogelio Alvarez Iglesias. Me da la mano. “No me dijeron quién es usted –dice–. Pero debe ser alguien importante para que me hayan traído de urgencia.” “Soy el ministro de Justicia.” Me toma del brazo. “Vea, señor ministro. Todo será muy fácil. La Ciencia, durante la última década, ha progresado muchísimo. Me dijeron que está muy angustiado, que ama a su hijo y sufre. Suena lógico. Si lo calma rezar, hágalo. No va a servir de nada. Lo único que salvará a su hijo es lo que yo haga en ese quirófano. Se dice que los médicos, cuando operamos, cuando tenemos entre nuestras manos la vida o la muerte de nuestros pacientes, padecemos el complejo de Dios. Le aseguro que yo no. Me alcanza con ser un hombre de Ciencia. La Ciencia superó a Dios. ¿Por qué voy a querer ser la imagen de un derrotado?” Se saca el barbijo y me mira sonriente. Algo estremecedor se establece entre él y yo. Es idéntico a Dios. Rasgo por rasgo, arruga por arruga y los mismos ojos claros. “¿Por qué me mira así? ¿Me conoce?” “No, hay algo rojo en sus ojos. Es leve. No cualquiera lo detecta.” “Es una irritación, sólo eso. Tampoco dormí bien. El avión, usted sabe.” “Sí, claro. Y tiene un lunar, también rojo, junto a la boca, es escasamente visible.” “De nacimiento. ¿A qué viene esto? No puedo perder tiempo. ¿O no lo sabe? Señor ministro, su hijo va a salir de ese quirófano perfectamente sano. Le doy mi palabra. Hasta pronto.”
Me siento en la sala de espera. Son físicamente iguales, pero muy diferentes. Alvarez Iglesias es un triunfador. Un hombre seguro de sí. Orgulloso, algo petulante, pero salvará a mi hijo. De pronto, descubro que Dios se ha sentado junto a mí. No pierdo el tiempo. Todo se ha vuelto urgente. “No quiero ni puedo meterme en cuestiones metafísicas o teológicas –digo–. Alvarez Iglesias sanará a mi hijo. Pero sólo usted puede responder algunas preguntas que me superan. Que siempre quise saber. Que siempre busqué su respuesta. Como muchos otros hombres. ¿Donde está el Mal?” “Entre los hombres. Se lo dije. Su angustia me vuelve repetitivo. El Mal me ha derrotado. Llevo siglos luchando contra él. Es inútil. Los hombres lo prefieren. La bondad no le sirve de nada a la industria armamentística. La guerra sí. La guerra es el Mal. Está al servicio de la Muerte. Ha triunfado Satanás. La Ciencia y la técnica decidieron mi derrota. Pronto, los hombres reventarán este planeta. El desequilibrio en la Creación será devastador. Entre tanto, gobiernan los servidores del Angel Caído. Hay algo que no pueden evitar. Los ojos se les enrojecen. Y tienen un lunar junto a la boca, del lado izquierdo. ¿Raro, no? Que no hayan podido superar un problema oftalmológico. Ni barrer con un simple lunar.” “Salvo que provenga del espíritu para señalar su crueldad interior. Que será, conjeturo, infinita. Usted lo sabe. Usted creó el Mal. Algo de eso, algo malo, ha de haber en su corazón para que pueda haberlo hecho” –digo–. “Eso pienso. Y eso piensan muchos teólogos. Hasta pronto”, dice abruptamente. “Tal vez nos veamos otra vez.” Sonríe y en esa sonrisa late una gran tristeza. Dice: “Si Dios quiere”. Lanza una carcajada que rebota en las paredes, sonora y de un cinismo brutal. Entonces se va. Siempre se dijo que Dios y el Diablo se parecen. Sí, son idénticos. Pero Satanás –que ahora está operando a mi hijo– vive sus días de gloria. Dios viste harapos, se confiesa impotente y derrotado. Admite no poder hacer nada de todo eso que, los millones de seres humanos que aún le rezan con pasional esperanza, le piden. Desconocen la verdad. Si la supieran, no le rezarían. Dios es ateo.
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