CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
› Por Juan Sasturain
Hace unos días fui a Azul. Era el día del paro y acaso por eso, con la ruta desolada, todo era más amplio, verde, abierto y en apariencia vacío. Suelo andar mucho por la Ruta 3, e incluso ir un poco más lejos, siempre hacia el oeste de la provincia. Y hay reflexiones –sensaciones, mejor– que siempre vuelven al recorrer una y otra vez ese paisaje raro, lindante con la nada que a nosotros nos resulta –por familiar– tan natural.
Hace unos años, cuando me llevó a conocer los castigados confines occidentales de su provincia, mi amigo pampeano Walter Cazenave me regaló un mapa. Un mapa de los de antes, de los de la escuela, de tela y hule, que tiene casi cuarenta años. Pero que está flamante. Un mapa se cuelga como un cuadro, pero se lee como un libro. Uno lee el libro/el mapa en el auto mientras viaja por la desaforada planicie argentina rumbo al oeste –no importa de qué lado se encuentre del arbitrario límite vertical que separa Buenos Aires de La Pampa–, y al mirar por la ventanilla puede verificar los puntos de referencia, las poblaciones y, sobre todo, los pasos de un color a otro, de mancha en mancha, los colores del mapa y del espacio desplegados a ambos lados de la carretera recta, siempre recta: de la cercanía del verde al marrón, primero más claro, luego más oscuro. La mirada que va y viene de la ventanilla al mapa ratifica colores y vacíos, el cristal especula a ambos lados lo (único) que hay: el consabido, mentiroso desierto.
La cuestión es vieja. Cuando hace un siglo y medio largo Esteban Echeverría arranca La cautiva bajo una cita de Victor Hugo con el rotundo “Era la tarde y la hora / en que el sol la cresta dora / de los Andes. El desierto / inconmensurable, abierto...” propone un espacio, la pampa, que por entonces empezaba ahí nomás, y lo define como desierto. Impone de salida la cuestión a caballo entre naturaleza y cultura, geografía e historia. Para el sentido común argentino incorporado, el desierto entra en la historia cuando la civilización –dueña de la pelota y de la palabra– lo alcanza, lo modifica y lo puebla. ¿Lo puebla? ¿Es que no tenía agua y estaba despoblado?
Echeverría nombra desierto a lo que entonces no lo era en ninguno de los dos sentidos: había agua y había población. ¿Qué quiere decir entonces el poeta? Quiere decir que era territorio bárbaro, poblado, pero no civilizado: eso es Sarmiento, civilización y barbarie, la tesis del Facundo en estado puro.
La cuestión sustantiva, entonces: nombrar como vacío lo que no lo estaba. El desierto que no lo era fue bautizado de prepo y se obró en consecuencia. Todo el proceso “civilizatorio” que termina con la ocupación de la totalidad de las tierras fértiles de la pampa argentina se funda en esta idea. Es que los indios pueblan, pero no se fijan (de fijarse de quedarse fijos, no de mirar, atender) y como en la pampa no hay piedra apilada, ni palabra escrita, no hay civilización, todo es precario, móvil (mueble, no inmueble) empujable primero, arrasable después. La conquista del desierto es paradójica desde el nombre –si no había nada, ¿qué se conquistó?– y en realidad sólo fue la ocupación a sangre y fuego, durante el último tercio del siglo XIX, de vastos territorios indios para incorporarlos –como tierras de pastoreo primero y de cultivo después– al circuito económico agroexportador sustentado en el previo reparto latifundista.
Es tan alevoso el proceso que –por ejemplo– La Pampa, como provincia, subraya con sus límites el perímetro de las propiedades privadas. Y lo mismo pasa con los caminos y rutas, que –excepto transversalidades relativamente recientes, funcionales para el tránsito rápido hacia otros destinos, en la Cordillera– dibujan los codos, bordean las primitivas estancias, no las atraviesan. Quiero decir: los caminos y límites políticos se dibujan a partir de la previa repartija de la tierra. Sólo rastrilladas abandonadas, equivalentes culturales a los naturales cauces secos, indican la posibilidad de un ordenamiento diferente. Eso fue lo que se hizo con el falso desierto que no era tal.
Porque la definición ortodoxa de desierto es a la vez geográfica –zona llana sin agua– y cultural: zona despoblada, sin civilización asentada. En términos generales, de lo que debería ser el “curso natural” de los hechos, la segunda definición es consecuencia de la primera: sin agua no hay posibilidad de desarrollar una cultura. Claro que la ecuación no es irreversible: desde la cultura en tanto tecnología se puede ir al desierto y darle agua, transformarlo en zona fértil. Pero también hay otra, más perversa: desde la cultura se puede ir contra la naturaleza y transformar una tierra fértil en desierto. En el fondo, debajo, detrás y arriba está siempre el agua. Así, el equívoco ya no es espacial sino de un orden diferente, casi ontológico: el desierto, ¿es o se hace?
Uno va en coche; va y va. Lo mismo adelante que atrás y alrededor. ¿Hasta dónde se puede entrar al desierto?, propone el viejo acertijo. Sólo hasta la mitad –es la obvia, tramposa respuesta–, porque después se empieza a salir. Pero es que cuando uno se mete, transita o se sorprende de repente en el corazón de La Pampa, al girar la mirada en derredor siente que incluso esa verdad lógica de sentido común es sospechable. Como si todo camino tendiera a diluirse y pisarse a sí mismo en un juego virtual, simulacro de desplazamiento, centro móvil de una circunferencia también móvil que comprende un círculo homogéneo. Es muy difícil saber cuándo se empieza a salir porque el desierto es infinito por sensación y definición: mientras se está adentro, no hay salida. Y además parece infinito en términos temporales: el desierto es lo que ha sido y será.
En el mapa, el que uno tiene sobre las rodillas mientras anda por el desierto y verifica, hay señalizaciones físicas y referencias de demarcaciones políticas, entreveradas. Los ríos, los caminos y el ferrocarril están marcados con líneas continuas de diferente tipo y color. Otras líneas, formadas por rayas y puntos alternados, indican los límites provinciales o departamentales. La intermitencia indica su naturaleza convencional, provisoria y temporal: no se las encuentra en el suelo, son imaginarios.
Pero hay una tercera forma de señalización que participa equívocamente de las otras dos. Son líneas también de rayas discontinuas, guiones acoplados; sin embargo, a diferencia de los anteriores, estos signos de intermitencia y temporalidad no remiten a demarcaciones imaginarias sino reales, de las que se encuentran en el suelo: son las marcas que indican donde hubo agua y ya no la hay o donde a veces puede haber o, mejor, donde hubo de haber habido. Al desierto central pampeano lo atraviesa de norte a sur una paradójica lluvia de trazos intermitentes –los fantasmales cauces del Atuel y del Salado con sus varios brazos parecen trazados como un calligramme de Apollinaire– que se cruza con una nutrida serie de renglones de pespuntes horizontales, amplia zona de bañados contigua a las lagunas alguna vez comunicadas en red, como se dice ahora. Ese desierto real que es en el mapa espacio pespunteado, es exactamente el lugar donde la geografía se cruza con la historia y la política, el lugar del sentido. O del sinsentido: la zona rayada.
La civilización que realizó la campaña del desierto –guerra de exterminio para conseguir más tierras– despobló para poblar a su manera. Y la civilización que se asentó en esos conceptos y en esas tierras pisó, usó y manipuló el supuesto desierto. Es decir que a la cuestión sustantiva le sigue la verbal, la verbalización del desierto: acción y pasión, hacer y padecer. Porque si el desierto es en definitiva lo vacío, pero también lo abandonado –encontrar desierto, dejar desierto–, hay una tercera instancia que es provocar desierto, vaciar lo que estaba ocupado –por agua, por gente–, resultado de dos verbos derivados: desertar y desertizar. El centro-oeste pampeano, por ejemplo esa zona rayada, está desierto sin haber sido desierto en origen porque alguien desertó y permitió que se desertizara. En el caso pampeano, el que desertó fue el Estado. El Estado regulador y mediador entre partes dejó que una parte se desertizara. Es una vieja, larga historia.
En estos días, mientras el verde soja saturaba las ventanillas del camino a Azul, me acordé de mi amigo Walter, del mapa que me regaló, de los diferentes ruidos del agua –como decía Aníbal Ford– que apenas se dejan oír, aún, en los olvidados confines pampeanos.
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