› Por Mario Goloboff *
Rubén Darío, el magnífico poeta nicaragüense, entre los mayores de la lengua española, “padre y maestro mágico, liróforo celeste”, como reza su propio verso a Paul Verlaine, se inicia en la literatura escribiendo en los álbumes de amigas que asistían a las fiestas adolescentes de la casa de su tía, Rita Darío de Alvarado. Gracias a ellos, gozó de la temprana simpatía de muchachas a quienes dedicó aquellos poemas y conoció a las hermanas Rafaela y Julia Contreras. Una de éstas, Rafaela Contreras Cañas, sería, años después, su esposa. No obstante, la primera mujer que realmente le despertó una pasión fue la adolescente norteamericana Hortensia Buislay, joven trapecista que trabajaba en un circo llegado a León, su pueblo natal, hacia 1880. Rubén asistía a las funciones todas las noches. Como no tenía dinero para pagar la entrada, se unía a los músicos e ingresaba con ellos cargando la caja del violín o las partituras. Cuentan que, cuando el circo levantó su carpa listo a partir de León, quiso irse con él para estar cerca de Hortensia y se ofreció como clown, pero no pasó la prueba.
A los 14 años, Darío se trasladó a Managua y trabajó como secretario en la Biblioteca Nacional. Ya era medianamente conocido y lo llamaban el “poeta-niño”. Residía en casa del doctor Modesto Barrios (el gran codificador nicaragüense del comercio), quien lo llevaba a fiestas y tertulias literarias de la vieja capital. En una de ellas conoció a Rosario Emelina Murillo Rivas, de unos 13 o 14 años, alta y esbelta. Darío la describió así: “Rostro ovalado, color levemente acanelado”, “boca cleopatrina”, “ojos verdes, cabellera castaña, cuerpo flexible y delicadamente voluptuoso, que traía al andar ilusiones de canéfora”. Rosario cantaba y tocaba muy bien el piano. Se hicieron amigos y por las tardes iban a la costa del lago de Managua a contemplar las olas y el paisaje. De ella recibió Rubén “el primer beso de labios de mujer”.
Ya de vuelta de Chile, a sus 22 años, después de publicar Azul, libro que le abrió las puertas de la fama, comienza a visitar la casa de la familia Contreras y de la aludida Rafaela. Es una joven de baja estatura, cabello castaño, grandes ojos negros y tez morena, graciosa y con una gran simpatía. Además, hecho que nunca pasaría inadvertido para Darío, escribe cuentos modernistas con el seudónimo Stella. No se los entrega directamente a él, por entonces director del diario salvadoreño La Unión (“Defensor de la unión centroamericana”), sino al periodista costarricense Tranquilino Chacón (quien llegará a ser redactor de la famosa Bohemia cubana), y Darío los publica simulando no saber quién es la autora. El 21 de junio de 1890, Rubén y Rafaela contraen matrimonio civil en San Salvador. Al día siguiente, hay un almuerzo en honor de los recién casados al que asiste su amigo, el general Carlos Ezeta. Esa noche se produce una rebelión militar. El presidente Meléndez cae muerto de un infarto al saber que el sublevado es Ezeta, el militar de su mayor confianza. Rubén rehúsa colaborar con él y sale para Guatemala. El presidente de Guatemala, general Barillas, lo nombra director de El Correo de la Tarde. Llega Rafaela y se celebra allí la boda religiosa. Pero pronto cierra El Correo de la Tarde y Darío se queda sin trabajo. Deciden, entonces, trasladarse a Costa Rica, donde sólo consigue colaboraciones esporádicas en los periódicos de San José. Nace, en el ínterin, su primogénito: Rubén Darío Contreras, quien crece en San Salvador, en el hogar de los tíos, que se encargan de su educación. En 1892, Darío recibe en San José el nombramiento como secretario de la Delegación de Nicaragua que deberá ir a España a las conmemoraciones del IV Centenario del Descubrimiento de América. Después de cumplir su misión en España, regresa a Nicaragua, y estando en León, en enero de 1893, le dan la infausta noticia de que su esposa Rafaela está gravemente enferma en San Salvador. Tiene la intuición de que ella ha muerto, lo que en realidad ocurrió por causa de un exceso de cloroformo en una operación quirúrgica. Así concluye el breve matrimonio con Rafaela.
Esta tormentosa vida interior, mayoritariamente ignorada por sus contemporáneos, quienes veían en él a un hombre apocado, algo mediocre, oscuro y huidizo, falto de discurso, sólo audaz e innovador cuando escribía, la padeció aun antes de vivir cinco años en la Argentina, donde publicó Los Raros y Prosas Profanas, y luego pasó a instalarse en España, ya reconocido como cabeza del nuevo movimiento literario modernista. En el verano de 1899 conoce a Francisca Sánchez del Pozo, campesina española analfabeta, hija del jardinero de la Casa de Campo de los reyes de España, en Navalsauz, en las sierras de Gredos. Ella tiene 24 años; Rubén la visita varias veces y finalmente le propone que se vaya a vivir con él. Será su compañera en España y Francia, y la relación sentimental más estable del poeta. Convivieron diecisiete años, y fue para él, como lo escribió, “lazarillo de Dios en mi sendero”. Tuvieron tres hijos: la primera fue una mujercita de nombre Carmen, que murió de viruela a los nueve meses de nacida; luego, nació el primer Rubén Darío Sánchez, a quien llamó “Phocas, el campesino”, muerto de pulmonía a los dos años; el segundo, al que llamaba “Güicho”, lo sobrevivió y fue su heredero universal.
Tan atormentados como estas pasiones verdaderas son los amores falsos, cual se ha querido revelar últimamente. Una universidad norteamericana, la Arizona State University, fue llevada a comprar un cúmulo de cartas y de documentos que demostrarían una relación homosexual con otro grande del modernismo hispanoamericano, el mexicano Amado Nervo. Y un catedrático de la misma, Antonio Acereda, basándose en aquéllos, ha escrito algún artículo confirmándolos, que se titula “Nuestro más profundo y sublime secreto’: los amores transgresores entre Rubén Darío y Amado Nervo”. Sólo que, parece, las cartas son absolutamente apócrifas. Y el conocido político y narrador Sergio Ramírez acaba de impugnarlas: “Las cartas son falsas /.../ No conozco entre esa multitud de documentos más que aquellos que el profesor Acereda revela en su ensayo, pero él mismo advierte que ‘los manuscritos están en buen estado en su práctica totalidad, gracias al uso de papel grueso y de calidad, perfectamente legibles y con una notable ausencia de tachaduras, correcciones y enmiendas’. Es decir, la obra de un falsificador sin imaginación, que busca imitar la caligrafía de Darío, de sobra conocida, pero no advierte que entonces, cuando se usaba tintero, plumilla de acero y secante, no se podía escribir sin borrones ni tachaduras, sobre todo cartas, y más que eso, que la letra cambiante de una persona responde siempre a los estados de ánimo, angustias, de las que Darío vivía lleno, entre ellas su siempre calamitosa condición económica, y la hiperestesia provocada por su tendencia al alcoholismo”. Lo que hace crecer aún más su figura y la propia idea que tuvo de su identidad: “Como hombre he vivido en lo cotidiano; como poeta, no he claudicado nunca”.
* Escritor, docente universitario.
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