Jue 24.04.2014

CONTRATAPA

Cuando era feliz e indocumentado

› Por Marcos Roitman Rosenmann *

Mientras paseaba por la Cuesta Moyano, en los límites del Jardín Botánico de Madrid, lugar de encuentro para aficionados a la lectura, me topé con un título sugerente. Entre las mesas improvisadas, extensión de los kioscos que recorren de norte a sur el bulevar, se encuentran primeras ediciones, gangas y saldos. Con los años, sus kioscos han sido restaurados, pero Cuesta Moyano mantiene el olor a libro viejo, donde cualquier bibliófilo puede pasar horas rebuscando en cajas de cartón que hacen las veces de estanterías. En su interior se apilan, sin orden ni concierto, biografías, crucigramas, folletines, libros de historia, novelas y saldos editoriales. Los domingos son días de barullo y gentío. En los años ’70, allí nos encontrábamos muchos latinoamericanos exiliados o estudiantes en busca de los títulos hasta ese momento secuestrados, cuya lectura era maldecida por el régimen franquista. Muerto el dictador y en plena transición, las casetas de Cuesta Moyano eran un hervidero de gente buscando títulos prohibidos. Y allí estaba, entre un montón de saldos, lo que no esperaba. La literatura latinoamericana hacía tiempo se había convertido en referente. España se hacía eco de la América latina en cambio. La música de protesta, los cantautores, la pintura, la poesía y, sobre todo, la literatura empapó toda una generación de españoles que salían de 40 años de la oscuridad. La música de Víctor Jara, Quilapayún, Daniel Viglietti o la nueva Trova Cubana se sumaban al folklore de corridos, rancheras, cumbias y salsa. Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Carpentier, Vargas Llosa, Mario Benedetti, Octavio Paz, Otero Silva, Gabriel García Márquez, Borges, Rómulo Gallegos, Miguel Angel Asturias, Juan Rulfo o Pablo Neruda eran autores de culto. Muchos, que se acercaron por primera vez a su lectura, se quejaban de los modismos, ininteligibles para quienes desconocían la grandeza de un idioma, el castellano, que se trasformaba y mutaba en Macondo.

La obra que había llamado mi atención era de Gabriel García Márquez. De su autoría había leído Cien años de soledad y poco más. Mi veneración por el autor tenía, sin embargo, raíces políticas. García Márquez, tras el golpe militar que derrocó al gobierno de Salvador Allende en Chile el 11 de septiembre de 1973, declaraba que no volvería a escribir mientras la dictadura de Pinochet existiera. Era una decisión arriesgada, pero noble. Para los chilenos, motivo de orgullo. García Márquez renunciaba a su oficio y optaba por el silencio de las palabras. Aunque más tarde rompió su promesa, pocos le reprocharon. En 1975 publicaba El otoño del patriarca, obra en la cual muchos quisimos ver en la figura del tirano, personaje central de la novela, un parecido a las maneras y formas en que se fraguó el golpe de Estado de Pinochet.

Pero el libro que tenía en mis manos no era una novela ni un cuento. Su título, sugestivo, llamaba la atención. En portada un boceto, muy malo por cierto, donde se reconocía a duras penas la figura de García Márquez de perfil, con la mano derecha estirada y el dedo índice desafiante. Supuse que se trataba de una alerta y un mandato. ¡Despierta!, parecía decir. Aunque el diseño de las portadas, como él propio García Márquez decía, escapaban a su voluntad. Entre las anécdotas contadas destaca la presentación y lectura de una tesis doctoral, cuya autora desarrolló una sofisticada argumentación sobre los criterios literarios, históricos y políticos, por los cuales García Márquez, en Cien años de soledad, se decantó por que la letra E apareciera a la inversa en la palabra soledad. Invitado al tribunal, escuchó pacientemente y cuando intervino señaló, simple y llanamente, que se trataba de una errata de imprenta y que la editorial, vistos los costos, decidió no retirarla.

El libro en cuestión, que tenía en mis manos, consistía en una compilación de artículos periodísticos escritos entre 1957 y 1959. Eran los años de la Guerra Fría y de cambios políticos en América latina. Coincidirán la dictadura de Pérez Jiménez, en Venezuela, Rojas Pinilla, en Colombia, y la Revolución Cubana. García Márquez escribió sobre estos acontecimientos. Pero el título propuesto no cuadraba. Parecía un mea culpa. Una autocrítica en la que renegaba de la manera de enfocar y describir a los personajes que retrataba. Desde Fidel Castro hasta Rafael Caldera. Sin embargo, tras su lectura tampoco se mostraba complaciente ni optaba por una neutralidad hipócrita. En dichos textos destaca la ironía, no hay atisbos de imparcialidad.

Tal vez García Márquez quiso sintetizar este período como el despertar de su conciencia política. No había vuelta atrás. Conocía la injusticia, la desigualdad social y las tiranías que asolaban el continente. A partir de ese momento dedicó toda su vida y saber a escribir no sólo para denunciar las agresiones del imperialismo estadounidense, sino a luchar por la soberanía y liberación de los pueblos de nuestra América. No abandonó nunca la Revolución Cubana. Se mantuvo fiel a los principios éticos de un periodismo sin mordaza y enfrentado a los grandes monopolios de la información. Por eso tituló sus primeros ensayos periodísticos: Cuando era feliz e indocumentado. Su lectura es obligada. Nunca he dejado de pensar en ese título, tan actual y explicativo de un mundo en el que se promueve la ignorancia y un estado de felicidad artificial como mecanismo para establecer un régimen totalitario, omnímodo y despótico.

* Politólogo chileno, Universidad Complutense de Madrid. De La Jornada de México, especial para Página/12.

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