Vie 25.04.2014

CONTRATAPA

Bushido

› Por Juan Forn

Los Juegos Olímpicos de 1940 iban a celebrarse en Tokio pero, después del trip de supremacía aria que Hitler y Leni Riefenstahl montaron en Berlín en 1936 y el símil militarista japonés del año siguiente, cuando su ejército invadió China, los capitostes del Comité Olímpico Internacional decidieron ahorrarse otro papelón y anunciaron un precipitado cambio de sede: los Juegos se harían en Helsinki. La guerra lo impidió. Los finlandeses debieron esperar hasta 1952 para ser sede. Luego fue el turno de Melbourne, y luego de Roma, y recién entonces decidió el COI (por “sugerencia” de Estados Unidos) concederle a Japón el honor de ser anfitrión.

Fue la oportunidad largamente ansiada por los japoneses para dejar atrás el pasado: luego de la rendición del emperador Hirohito y de la traumática ocupación norteamericana, podrían mostrar al mundo su nueva personalidad como nación, pacífica, democrática, abierta al pleno intercambio con el extranjero. Dedicaron todos sus desvelos (y gran parte de su presupuesto: quinientos millones de dólares, cuando Roma venía de gastar sólo treinta) en la preparación del magno evento. Construyeron estadios, hoteles y nuevas redes de transporte público, mentalizaron a cada uno de los ciudadanos para que esa fiesta del deporte celebrara su reingreso al concierto de las naciones, aprovecharon la oportunidad para lavarle la cara a Tokio (la Villa Olímpica que alojó a siete mil atletas de noventa y nueve países había sido la mayor base militar norteamericana de la ciudad) y lograron que los Juegos Olímpicos de Tokio fueran, efectivamente, una fiesta.

Los eventos se transmitían por primera vez en directo y las fábricas, las empresas y los negocios a la calle instalaron televisores para que empleados y transeúntes siguieran paso a paso la performance de los atletas, en particular de los atletas japoneses. Porque también en ese terreno se había preparado febrilmente el Japón. Haciendo uso de una pregorrativa del reglamento olímpico para el país anfitrión, los nipones lograron que su deporte más popular, el judo, ingresara por primera vez como disciplina en los Juegos, en cuatro categorías: liviana, media, pesada y libre (tal como eran las competencias domésticas japonesas, ya que en el judo prima la habilidad por sobre la fuerza y el tamaño). La fecha de la final de categoría libre de judo coincidía con la clausura de los Juegos. Japón ya había obtenido medallas doradas en las otras tres categorías y tenía todas las expectativas puestas en obtener la cuarta a través del elástico y escurridizo Akio Kaminaga, quien debía enfrentarse en la final a un gigante holandés llamado Anton Geesink.

Treinta kilos y treinta centímetros de altura separaban a ambos contendientes: era un verdadero duelo entre destreza y fortaleza física. Geesink era para entonces tan conocido como Kaminaga: llevaba dos años entrenando en Japón, había posado para los fotógrafos sosteniendo brutos troncos de árbol que había talado con sus propias manos mientras declaraba humildemente que estaba allí para aprender, más que para competir. Ambos habían necesitado menos de treinta segundos de combate para doblegar a sus rivales en las semifinales. Diecisiete mil espectadores en el estadio y millones de japoneses en vivo por televisión siguieron con el corazón en la boca aquellos eternos nueve minutos de lucha hasta que sucedió lo inimaginable: los cien kilos de Geesink inmovilizaron el cuerpo de Kaminaga contra el tatami y el árbitro falló a favor del holandés.

Hay una extraordinaria foto que registra el momento: en primer plano se ve el nudo que conforman los dos luchadores y, atrás, las caras del público en las primeras filas. Por cada occidental hay por lo menos cinco orientales; las caras occidentales muestran las diversas variantes que van de la sorpresa a la alegría, las orientales hacen gala del cliché que iguala hieráticamente todos los rostros de ojos rasgados. Lo que sucedió entonces ha ingresado en el anecdotario olímpico que repite la vuelta al mundo cada cuatro años: cuando los holandeses del rincón de Geesink saltaron como resortes al tatami para abrazar al flamante campeón, éste los detuvo con un gesto perentorio y dedicó a su adversario la reverencia protocolar con que concluye simbólicamente todo enfrentamiento en el judo. Todos los diarios nipones hablaron al día siguiente del bushido del vencedor, su concepción “japonesa” del honor.

En cuanto al perdedor, los anales olímpicos repiten como loros que Kaminaga se suicidó un par de años más tarde, como otros dos atletas japoneses que también habían “decepcionado las expectativas nacionales”: el maratonista Kokichi Tsubuya y la corredora de vallas Ikudo Yoda. A diferencia de otros campeones japoneses de judo (y Kaminaga fue cinco veces campeón de su país), nuestro antihéroe no tiene página propia en Internet (cosa que sí poseen muchos judocas que nunca pudieron vencerlo), hay escasas referencias a él en la red y todas repiten puntualmente el relato de aquella jornada y el suicidio posterior. Sin embargo, en el rincón inferior de una de las páginas que relatan el combate de Geesink y Kaminaga hay un pequeño icono junto a la enigmática expresión bu-shido of losers. Si uno clickea en él desemboca (no siempre, la mayoría de las veces el servidor informa que la página no está disponible) en un brevísimo texto del diario nipón Sankei Shimbun, que dice: “Akio Kaminaga mantuvo contacto con su entrenador el resto de su vida, volvió al trabajo al día siguiente del combate, toleró necias acusaciones y habladurías a lo largo de los años y contribuyó siempre al desarrollo del judo. Murió a la edad de cincuenta y seis años en 1993, luego de exhibir su bushido en una prolongada lucha contra el cáncer”.

La historia se cierra como un origami con otro pliegue oculto, esta vez sobre Geesink: la popularidad del holandés en Japón no decayó cuando se retiró de las arenas del judo para dedicarse a exhibiciones de lucha libre. Lo rescató del oprobio el Comité Olímpico Internacional, o mejor dicho su presidente, el todopoderoso Josep Samaranch, que lo convirtió en una de sus tantas manos derechas (eufemismo olímpico para decir testaferro). Difícil encontrar a otro miembro del COI que haya participado más pasivamente de las reuniones de la entidad, hasta que un escándalo por coimas lo obligó a renunciar. El escándalo ocupó muchas menos páginas en la prensa japonesa que en el resto del mundo, y el nombre del holandés no fue mencionado ni una sola vez en ellas. En cambio, cuando Geesink murió pacíficamente en su casa de Utrecht diez años después, su necrológica en los diarios nipones recibió el mismo tratamiento que la de un estadista. Yo no soy japonés, y mi opinión acerca del bushido de Akio Kaminaga y de Anton Geesink cuenta poco en este asunto, pero me parece que esta historia no queda completa si no se consignan estos últimos, postreros hechos sobre ambos.

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