› Por Juan Forn
Me habían sacado una muela, estaba en una librería buscando algo que me aplacara el malhumor y me topé con este epígrafe: “Era el año en que los pájaros, en frágiles batallones / se suicidaban contra el Empire State / perdido de modo inexplicable / o quizá desoyendo adrede / su infalible radar de vuelo. / Era el año en que hombres y mujeres en todas partes / dejaron de morir por causas naturales: / los ancianos, al enfrentar el sueño, tomaban veneno / los nonatos, al enfrentar la vida / morían con sus madres durante el parto / y el resto de la población / desengañada y deliberadamente / se estrellaban unos a otros en sus coches / por caminos despejados y serenos como estanques”. Un tal Edwin Rolfe escribió estas líneas, que parecen remitir al Crac del ’29, pero se refieren en realidad a la caza de brujas de los años ’50. Para poder publicarlas, debió ponerles como título una cortina de humo: “Un poema para deleitar a mis amigos que se ríen de la ciencia-ficción”. Fue lo único que logró publicar en todos los años macartistas y se lo publicaron porque se estaba por morir. Rolfe era judío, militante comunista, veterano de la Guerra Civil Española, guionista de Hollywood y poeta respetado, hasta que las purgas de macartistas lo mandaron al basurero de la historia. Nadie en el mundo lo recordaba cuando un ignoto joven español, en el deprimente Madrid de 1969, colocó ese poema como epígrafe de su primera novela, llamada Los dominios del lobo. Su autor tenía diecisiete años cuando la empezó, dieciocho cuando la terminó y diecinueve cuando la publicó en 1971 y fue vapuleado por la crítica de su país porque no sonaba español.
Pasó el tiempo y ese jovencito llamado Javier Marías se convirtió en el epítome del novelista español “de prestige”. Cada vez que se barajan los nombres para el Nobel, él es el sempiterno candidato de la España pensante. Confieso que a mí me dejan frío sus novelas más celebradas (Corazón tan blanco, Mañana en la batalla piensa en mí, Negra espalda del tiempo, Tu rostro mañana), pero le admiro de corazón otras cuatro cosas que hizo: el tomito de biografías literarias Vidas escritas, la antología Cuentos únicos (que reúne relatos de ignotos autores de diferentes nacionalidades y épocas, que sólo escribieron ese breve texto inolvidable en toda su vida), su impecable traducción del Tristram Shandy, de Sterne, y la saga del Reino de Redonda, un atolón del Caribe cubierto de mierda de gaviota que dio pie a una de las sectas literarias más excéntricas de la historia, cuyo cetro se transmite en mano y no se puede rechazar (Marías terminó como Rey de Redonda por una serie de azares igualmente excéntricos).
Esa era mi relación con él hasta que encontré en saldo el otro día un ejemplar de Los dominios del lobo, leí el poema de Rolfe que venía como epígrafe, vi que el libro venía con un prólogo del autor a quince años de su publicación inicial y con un epílogo, también escrito por el autor, veintiocho años después de la paliza de 1971. Confieso que me llevé el libro a casa por los dos panes del sandwich, más que por su relleno. En el prólogo Marías contaba que, para escribir la novela, se escapó de la casa paterna (el pater de dicha casa era el filósofo católico Julián Marías) y se asiló en el departamentito que tenía en París su tío libertino, el director de cine clase B Jesús “Jess” Franco. París era el lugar perfecto para el joven Marías porque el lugar de los hechos de su libro era la Norteamérica de los años ’30 y ’40, y no había lugar en el mundo como la Cinemateca parisiense de entonces para ver más cine viejo americano por menos plata.
El joven Marías se sometió a doble dosis diaria de viejo cine yanqui, porque cada capítulo de Los dominios del lobo transcurría en una región y un período distinto de Estados Unidos, cada capítulo tenía un protagonista diferente, y cada protagonista iba reapareciendo en las páginas posteriores como personaje secundario. Niños bien, músicos y gángsters, ex presidiarios, granjeros y ninfómanas llevaban al lector de Pittsburgh a Alabama, de California a Minnesota, de Chicago a Nueva Orleáns y de la Guerra de Secesión a la turbia pujanza norteamericana de posguerra. La gracia de la novela era que cada capítulo parecía el treatment de un guión que el Hollywood de la época no se hubiera atrevido a filmar. Según Raymond Chandler, cada vez que le rechazaban una idea en Hollywood le decían: “Ese no es nuestro idioma”. De lo mismo acusó al joven Marías la crítica de su país en 1971: ése no es nuestro idioma, no pareces español, chaval.
Como es sabido, los mejores novelistas norteamericanos de los años ’30 y ’40 trabajaron para Hollywood: de Faulkner y Fitzgerald a Hammett, Chandler, Jim Thompson y Cain. Lo hicieron, como es sabido, con más infortunio que fortuna, porque lo que mejor hacían en sus libros era intragable para el Hollywood de la época. Se desquitaban poniendo en sus novelas lo que no podían poner en sus guiones. Esas novelas no se traducían en la cavernaria España franquista, pero afortunadamente, por esa misma época, en Buenos Aires y México sí se empezaron a traducir, en editoriales fundadas por republicanos españoles en el exilio, pero con traductores que eran todos argentinos, uruguayos o mexicanos. De ese mix viene el famoso castellano neutro, esa lengua tanto más fluida e idónea para traducir novelas que el castellano retórico, castizo, de España. Los escritores españoles nunca aprendieron esa lección básica de narrativa porque, a diferencia de nosotros, no aprendieron a escribir novelas leyendo esas traducciones: aprendieron a escribir leyendo en castizo.
Por estar en París y no en su patria, el joven Marías vio todas esas viejas películas yanquis en idioma original y no dobladas. Por estar en París, oía hablar francés por la calle, en lugar de su lengua natal. Cuando volvía cada tarde de la Cinemateca a la máquina de escribir, creía que estaba escribiendo en una lengua propia dictada por aquella dieta de películas en blanco y negro. Pero, sin saberlo, estaba escribiendo en castellano neutro, en un intuitivo y espléndido castellano neutro, por completo liberado de esa modulación castiza que hace tan retóricas, pesadas y redundantes las novelas españolas.
Podría cerrar estas líneas con una malhumorada moraleja (como bien sabemos, el joven Marías creció y se convirtió en un escritor serio, en un escritor español; como bien sabemos, los españoles coparon a partir de los ’80 el mercado editorial y empezaron a propinarnos esas insufribles traducciones de novelas al castizo que abundan hoy), pero ya tengo suficiente malhumor con el dolor de muelas; prefiero distraerme pensando que aquellos traductores argentos, yoruguas y mexicas de los ’40 traducían como traducían porque antes o después de su jornada diaria frente a la máquina de escribir se iban al cine, a ver las mismas películas que el joven Marías vio veinticinco años después en la Cinemateca de París, y por eso es que Los dominios del lobo es hermana involuntaria de esa noble y olvidada lengua común que fue la puerta de acceso a la literatura para todos los jóvenes latinoamericanos que empezaron a escribir desde los años ’40 para acá.
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