CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
› Por Juan Sasturain
Soler solía desde siempre recurrir a Julio a la hora de titular. Es decir: solía usar variaciones de títulos de Julio, o que los aludieran de alguna manera, en sus propios títulos, ya fuera para cuentos, ensayitos o simples digresiones. Y solía hacerlo sin culpa. Soler solía pensar que el ingenioso belga muerto en París disfrutaba con esos guiños (La vuelta al día en ochenta mundos) y nunca había puesto el nombre a cualquiera de sus piezas narrativas o misceláneas –incluso a esos poemas tan difíciles de defender– como quien, en la cocina familiar y ante las grandes ollas saturadas de espesos colores, distribuye, escribe y estampa etiquetas que pega en los frascos recién rellenos con el cucharón empalagado: Durazno, Ciruela, Pera, Naranja y así. Los títulos no son rótulos, porque los cuentos no son frascos. Eso habría argumentado Julio, solía pensar Soler.
¿Había escrito o titulado alguna vez Julio algo con frascos o con roscas? Un buen tema para divagaciones/complicaciones/inmiscuaciones de sus perplejos personajes: “Instrucciones para desenroscar la tapa de a un frasco de dulce de manzana”, por ejemplo. Los títulos del heterogéneo material reunido en Historias de cronopios y de famas eran los más fáciles de aludir, solía pensar Soler, y volvía sobre esa idea mientras se vestía –sin excesiva convicción respecto del atuendo– el sábado pasado a la tarde, para ir a la Feria del Libro a hablar de Julio, una vez más. Algo que solía hacer últimamente con relativa frecuencia; culpa de él, de Julio, y de los pertinaces aniversarios que lo alcanzaban, aprovechando que él hacía rato que había dejado de moverse. Cien de eso que pasó, cuarenta de esto otro, medio siglo de que se publicó aquello, se solía celebrar a dos orillas, del lado de allá y del lado de acá, como hubiera dicho/escrito Julio.
Y Soler solía hablar y –después– escribir sobre Julio, sobre la originalidad de Julio, sobre sus propias primeras lecturas de Julio, sobre su preferencia por el Julio cuentista, sobre la vez que le tocó –soberbio pendejo– criticarlo. Soler solía recordar en público esos avatares y después, al verterlo por escrito, titular Final de Julio, Queremos tanto a Julio, Todos los julios el Julio y otras tantas facilidades. Era casi en reflejo, una compulsión en la que no estaba solo. Y esta vez no iba a ser la excepción; no solía serlo.
Mientras se abotonaba la camisa y ajustaba el cinturón, Soler volvió a la computadora: aunque en la Feria no iba a leer sino a improvisar, como solía, dejaría parte de la nota escrita o al menos bastante desarrollada para no tener que correr demasiado después, a la hora de entregar su material al diario. Tenía ciertas ideas de lo que iba a hacer y escribió un par de párrafos bien generales, pero no el título todavía. Soler pensó que acaso ése fuera el tema, finalmente: la dificultad que solía presentar la extrema facilidad con que se titulaba a partir de Julio. Eso es. Pero encontrar el qué escribir, sin tener el cómo todavía, lo inquietó. Solía pasarle. Y además, después de unos minutos sin avanzar con el texto, se dio cuenta de que estaba incómodo, físicamente incómodo. Tenía frío y calor alternativos. Se levantó para terminar de vestirse.
Soler solía ponerse cierta ropa –y no otra– cada vez que iba a la Feria. El traje/uniforme “de escritor” –solía él mismo calificarlo así– incluía vaquero, camisa blanca sin corbata y saco acorde con la estación: aunque sólo tenía dos; no cuatro, como Vivaldi. No solía salir de ese esquema. Sin embargo, el sábado a la tarde vacilaba porque el clima vacilaba también, como solía en Buenos Aires. Al menos eso era lo que, desde el balcón corrido de su piso doce, Soler percibía. Abrió apenas la puerta ventana y dejó que el aire del exterior se colara en el living. Un cielo gris sin fe ni esperanzas claras, la sensación de espesa humedad como un bajo continuo y, de pronto, un golpe de fresco intermitente y el torpe trote de nubes arrastradas por ráfagas fuertes y frías. Se asomó por la abertura e inspiró fuerte, como solía. Abajo, los coches se amontonaban en la transición de la avenida a la autopista.
La autopista del Norte, se dijo como si leyera, como si escribiera: y pensó titular así. Y por un momento jugó –como solía jugar Soler– con la idea de que su traslado a la Feria se demoraba, se prolongaba extraordinariamente por un corte, un embotellamiento frente a River, pasaban horas y horas de espera, se entablaban relaciones/charlas/discusiones impensadamente literarias con los tripulantes de los otros autos, terminaban hablando de Julio de ventanilla a ventanilla, aunque él llegaba tarde o no llegaba jamás, porque ahora iba en subte o no –mejor– iba en colectivo (Omnibus Revisited, titularía), y no bien subía al 152 notaba algo raro: adolescentes, parejas, familias llenas de chicos, toda gente ruidosa y contenta con sus remeras y mochilas de la cantante de moda, se mostraban las revistas, las entradas para el recital, hablaban a los gritos y él no, era el único que no, se notaba que iba a la Feria del Libro y lo miraban raro, lo apretaban casi, no lo iban a dejar bajar; hasta que Soler creía ver a una chica que también iba a bajarse en Plaza Italia como él, pero la multitud los separaba y aunque conseguía salir, no era ya Plaza Italia, era otro parque/otra plaza/otra feria (Continuidad de las ferias, titularía) y cuando cruzaba la calle no estaba en La Rural sino en el Salón de París como dos meses atrás, y buscaba la credencial y el tipo de la entrada le hablaba en francés, y Soler mostraba una identificación trucha, y forcejeaban y él abría finalmente la puerta/la ventana/la puerta ventana de par en par del balcón de su piso doce y el aire frío inundaba el living.
Soler sintió un escalofrío y pensó que debía abrigarse. Acaso esta vez no iría vestido a la Feria con la pilcha que solía. Pero antes de ir a buscar qué ponerse se sentó ante la computadora y escribió diez líneas más a partir de lo que había estado pensando o –mejor– se le había ocurrido en esos últimos minutos: cómo los títulos de Julio funcionaban como disparadores de situaciones o, al revés, cómo las situaciones posibles/imaginarias “pedían” títulos de Julio para llenarse de contiguos sentidos. Y en eso, como solía pasar en todos los órdenes de la vida, a esta altura de la historia personal y literaria, Julio no tenía nada que ver. Eran cosas de uno.
No se culpe a Julio, tecleó, tituló, satisfecho al fin.
Entonces, Soler fue hasta el placard del dormitorio, sacó el pulóver azul que según recordaba le quedaba un poco justo y en lugar de vestirse allí, como solía, volvió al living. Quería dejar todo en orden. Mientras caminaba metió la mano derecha en la manga correspondiente, luego un poco la izquierda, después la cabeza, y aunque encontró una rara resistencia, empezó a forcejear. Desde la oscuridad de la lana que le tapaba los ojos, tropezando, buscando a tientas, Soler alcanzó a pensar, como solía, que no era cuestión de irse y dejar todo así; no fuera a ser que alguno entrase y se encontrara la casa sola, con la computadora prendida y la ventana abierta.
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