› Por Eva Giberti
Durante los primeros años de convivencia con el hijo adoptivo no habían surgido grandes problemas. Alguna tensión en el aprendizaje escolar cuando el niño concurría a la escuela primaria, rápidamente resuelta. La pareja había transcurrido los años posteriores al casamiento “buscando” un bebé, sobrellevando con calma la estupidez de las preguntas meteretas: “Y... ¿para cuándo?”, de acuerdo con la imprescindible necesidad de alguna gente que no puede disimular su curiosidad por lo que sucede en la intimidad de una pareja. E interroga acerca de lo que debería callar. Si alguien supone que se trata de una pregunta interesada por la descendencia de esa pareja, se equivoca: son personas que necesitan mortificar a terceros.
Recurrieron a las técnicas actuales para lograr un resultado fecundante pero, al fracasar la estrategia, la adopción ocupó su lugar de la composición familiar. Los primeros en oponerse, como sucede a menudo, fueron los abuelos. Por aquella cuestión del linaje. Una adopción interrumpe la consanguinidad, que para algunas personas puede resultar muy importante cuando se funda una familia.
Con frecuencia los abuelos se convierten en opositores cruciales con el argumento mayor: “No se sabe de dónde viene... qué herencia podrá traer...”, interrogantes que a quienes esperan adoptar interesan relativamente. Pretenden compaginar una familia con un hijo y lo demás es secundario.
En cambio no es secundario, pero con frecuencia y arriesgando una equivocación que se posterga, dilucidar “de quién es la responsabilidad por la infertilidad, por causa del varón o de la mujer”. Ese capítulo, una vez que los análisis hayan sido lo suficientemente claros –lo que no siempre sucede– parecería que dejase de interesar o de importar. Todos los esfuerzos se dirigen a adoptar una criatura postergando el diálogo acerca de la infertilidad. En realidad cancelándolo. Es lo que se supone.
Es un diálogo que se mantiene pulsante si no se trabaja con el tema mediante las conversaciones técnicas pertinentes. Porque el pensamiento de la mujer fértil con un compañero infértil o estéril es: “Si yo me hubiese casado con otro, seguramente tendría un hijo de la panza...”.
Por su parte, el varón, ante la mujer que no puede engendrar, deja abierta como posible la fantasía de engendrar con otra mujer, al margen de su pareja. También piensa: “Con otra mujer hubiese tenido un chico propio y no adoptado”.
Estos contenidos que pueden acompañar a las parejas durante los trámites de la adopción quedan sumergidos, reprimidos, inhibidos, postergados porque la causa común ahora es “conseguir un niño para adoptar”. Y en esa decisión se manejan todas las alternativas y todas las esperanzas.
Transcurren los años y cada pareja resuelve aquellas dudas y malestares del mejor modo para su equilibrio familiar. No porque hayan desaparecido, sino porque no es operativo para el psiquismo, por razones de economía psíquica, agitar temas que no conducirán a ningún cambio.
Pero, el hijo ha crecido y es un adolescente de quince años que cada vez se parece más a alguien que no se sabe quién es. Y por adolescente hace todo aquello que un adolescente ejecuta, amontona y desmorona mientras dure la adolescencia. Etapa vital que suma un plus, ser adoptivo, lo cual lo surte de un argumento mayúsculo para enfrentar a sus padres enrostrándoles, en cualquier discusión: “Ustedes al fin y al cabo no son mis padres”, frase con la que abre hondos tajos en el ánimo de los padres adoptantes si no están entrenados en saber que eso les va a suceder en algún momento y es preciso disponer de la respuesta rápida para ordenar al jovencito.
Entonces tenemos como parte de la familia un hijo muy parecido a sus padres por educación, crianza y costumbres, pero con una clara ajenidad étnica –no necesariamente–, pero que cada día advierte que su descendencia no tendrá cosa alguna que ver con su familia adoptante. Porque el ADN proviene de otro mundo.
No habría razones para que el tema configurase un conflicto, pero es frecuente que estallen los argumentos, las preguntas que se mantenían sumergidas, silenciadas y no obstante impregnadas por los sentimientos de lo que no se habló en aquella oportunidad primera cuando se discutía quién de los dos era aquel o aquella que tenía un impedimento para engendrar.
Lo decía muy claramente una mujer durante su consulta: “Ahora yo tengo un hijo que no se parece en nada a nosotros... Cada día me resulta más extraño y no es que me falte amor. Yo lo quiero como hijo, pero si me hubiera casado con otro hombre no me vería en esta situación, en la que no sé qué pensar cuando me doy cuenta de que yo pude haber engendrado y me privé de ello porque mi marido es estéril...”.
Esta madre continuaba: “Ahora mi hermana está embarazada y va a tener un bebé que será realmente de la familia. Si yo no hubiera introducido a Jorge –su marido– en mi familia, yo también habría tenido un embarazo y no pude. Me frustré el embarazo por amor hacia mi marido...”.
Este monólogo durante una consulta debió “trabajarse” antes de adoptar, en la inmediatez del diagnóstico de esterilidad o infertilidad, mientras se espera obtener una guarda. En ese tiempo toda la libido y la atención se cargan sobre la futura aparición de un hijo y aquello personal queda clausurado, pero con una vía de escape por donde quizá filtre en algún momento.
No siempre sucede de este modo y encontramos a aquellas parejas cuyos miembros no precisan hablar del antiguo tema. Este se puede hacer presente cuando la criatura muestra su adolescencia con respuestas, pareceres y características físicas que, según los abuelos, se deben al otro linaje misterioso que el nieto introdujo en esa familia.
De allí que la pubertad y la adolescencia de los adoptivos, además de sus propias realidades, divertidas, conflictivas y siempre sorprendentes, abre un espacio, el de los “parecidos” que a su vez parecería despertar meditaciones de sus padres adoptantes que los retrotraen a pensamientos y sentimientos que parecían sepultados en el diálogo con la pareja.
He presenciado tales explosiones en consultas aparentemente por las conductas de los hijos adolescentes. Sin embargo, ambos miembros de la pareja estaban hablando de aquellos primeros años cuando el diagnóstico del médico informó la imposibilidad de gestación y “recomendó adoptar” en lugar de sugerir una psicoterapia para ese hombre y esa mujer antes de pensar en incluir una criatura en sus vidas.
La necesidad de psicoterapias en aquellos tiempos reside en dialogar de aquello que “por amor” se calla, para no dañar al miembro infértil o estéril de la pareja. Sin embargo, ese hombre y esa mujer cuentan con su propia familia que no titubea en criticar y/o “responsabilizar” a quien no puede engendrar levantando la polvareda de críticas y sumatoria de riesgos, persecutorios, negativos. Comentarios que se suman a los ya descorazonados miembros de la pareja que no ceden en su deseo de una adopción. Triunfan y adoptan. La atención puesta en la criatura mantiene soterrado un conflicto humano que se desata, o aun sumergido presiona por expresarse en desavenencias de la pareja, y cuando esto sucede durante la pubertad y la adolescencia del hijo adoptivo la consulta surge alrededor de sus comportamientos. No obstante, lo que continúo encontrando es silencios amurallados desde antaño entre ese hombre y esa mujer que no se atrevieron a enfrentarse cuando era preciso hacerlo.
No hubiera retomado este tema, paradigmático de las adopciones, si no escuchara consultas cuyos protagonistas son chicos y chicas adolescentes que no imaginan que las críticas de sus padres no son las que ellos generan, sino la antigua historia que existe entre ellos, que quince años antes no hablaron de lo que les sucedía, renunciando a la propia fecundidad por la esterilidad del otro. Y guardándose “por amor” el secreto de una frustración que cuando se tramita provechosamente permite convivir sin verdades taponadas. Pero que cuando se callan por años, encuentran, mediante la presencia de ese hijo que no se parece a ninguno de ellos, una vía de salida para desencontrarse en la convivencia.
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