› Por Juan Forn
A fines de los ’70, llegó a Sotheby’s el famoso legajo secreto sobre la muerte de Rasputín que había redactado en su momento la policía del zar. No sabían qué hacer con él. El cellista Rostropovich estaba tocando en Londres y no quería volver a la URSS con divisas, así que lo compró bajo cuerda y se lo llevó a su dacha en las afueras de Moscú. Rostropovich tenía un vecino con el que daba largos paseos por los bosques de Peredelkino. El vecino era un apparatchik con veleidades de dramaturgo llamado Edvard Radzinsky y aquel golpe de suerte reformuló su carrera. Aprovechando el legajo que le dejó espiar Rostropovich y el acceso que tenía a los Archivos Históricos, se pasó los años siguientes escribiendo en secreto un libro sobre el asesinato de Rasputín y otro, aprovechando el filón, sobre la ejecución del zar y su familia. Tenía los dos originales debajo del colchón, y cuando empezaron a soplar los vientos de la perestroika tanteó las aguas mandando un par de fragmentos a Occidente, porque lo que quería era publicarlos allá en forma de libro y hacerse rico.
Radzinsky tenía una sola lectora en mente: Tatiana Tolstaya, una compatriota suya que estaba dando clases en Estados Unidos y le contestaba por la NY Review of Books, en artículos formidables en que lo ridiculizaba como si estuvieran ambos en una conversación a puertas cerradas en una cocina de Moscú, porque la muerte de Rasputín y la ejecución del zar y su familia eran un tema de conversación tan obsesivo como prohibido para los rusos desde hacía setenta años. La Tolstaya tenía una pluma afiladísima y todos los pergaminos correctos: su tío abuelo era Tolstoi, su madre era la ahijada dilecta de Anna Ajmatova, su padre científico era el mejor amigo de Sajarov, los jóvenes escritores disidentes de la URSS la tenían como paladín y el gran Joseph Brodsky la había hecho invitar a Estados Unidos para darla a conocer, porque la otra cosa que tenía Tatiana además de su fabulosa pluma es que era un poco oblomov (los rusos tienen esa genial palabra para llamar a los fiacas, por una famosa novela en que un noble llamado Oblomov es incapaz de salir de la cama: tarda tanto en levantarse que todos sus criados, clientes y familiares van a consultarlo allí; el cortejo es tan incesante que el noble opta por vivir su vida desde la cama).
Así como todo ruso sabe que si se asoma a su alma ve a Rasputín (el lugar donde religión, patriotismo y desenfreno son una misma experiencia, porque Rasputín es el pueblo, el mujik que tuvo en un puño a Rusia, y a la vez es el demonio que más teme el pueblo: no por nada rasputitsia significa hundirse en el barro y también dejarse llevar por los peores instintos), la encarnación máxima de oblomovismo para los rusos fue el zar Nicolás, el último de los Romanov, ese hombre enfermamente pasivo y obstinado a la vez, con su histérica esposa alemana y su hijo hemofílico y la sangre de Rasputín en las manos y el derrumbe de su imperio y su final tristemente célebre, acribillado a balazos junto a su familia en el sótano de aquella casa en los Urales.
Ya conocen la historia: son los dos asesinatos políticos más célebres de Rusia. A Rasputín lo mató una pandilla de nobles encabezada por el príncipe Yusupov y su gran amor no correspondido, el príncipe heredero Dimitri. Lo invitaron a cenar con la excusa de entregarle a la mujer más bella de Rusia (la joven esposa de Yusupov), le pusieron en la bebida veneno para matar a diez hombres pero Rasputín seguía vivo, le dieron con una maza en la cabeza pero ni así consiguieron voltearlo, así que lo siguieron por el jardín cubierto de nieve disparándole a la espalda, y cuando por fin se desplomó lo tiraron por el parapeto a las aguas heladas del río Neva, pero el cuerpo reaparecía flotando como si se negara a morir, así que decidieron prenderle fuego y esparcir sus cenizas para que no quedaran rastros. Igual de sangriento fue el fin de los Romanov, a dos años exactos de la muerte de Rasputín: los bolcheviques tenían escondidos al zar y su familia en una casa vigilada al pie de los Urales, cuando vieron que se aproximaba el ejército blanco pidieron y recibieron de Moscú orden de proceder. Los Romanov se vistieron de punta en blanco creyendo que iban a trasladarlos a un lugar más seguro pero los acribillaron a balazos en aquel sótano. Las balas rebotaban por los diamantes que llevaban ocultos en sus ropas, tuvieron que rematarlos a bayonetazos y enterrarlos desmembrados en los pozos sulfúricos de una mina abandonada.
Cuando las tropas blancas llegaron y ordenaron una investigación, lograron encontrar todos los cadáveres menos dos. El rumor corrió como fuego, en Rusia y fuera de Rusia. En tribunales de Occidente empezaron a presentarse exiliados rusos que decían ser hijos del zar. Una estafa habitual en los círculos de emigrados era pedir dinero para rescatar a un Romanov de algún confín de Rusia. El mito cristalizó a la perfección cuando una tal Anna Anderson inició el juicio más largo de la historia en Alemania, pidiendo que se la reconociera como la duquesa Anastasia, hija del último de los Romanov, la pequeña que había sobrevivido al exterminio de su familia, rescatada de la carreta de los cadáveres por un campesino y criada en secreto hasta que logró escapar de la URSS. Logró vivir de las casas reales europeas durante cuarenta años pero terminó perdiendo el juicio.
Mejor suerte tuvo el príncipe Yusupov, que logró huir a París y ganarle un juicio millonario a un estudio de cine que hizo una película sobre el asesinato de Rasputín. El príncipe Yusupov vivió en grande en París hasta su muerte en 1967, y dejó en los jardines de su castillo un cementerio para que fueran enterrados todos los rusos en el exilio menos uno, o mejor dicho una: la hija de Rasputín, que también había logrado huir a París y atendía la barra del Restaurant Russe, un antro para taxistas en un callejón de Montparnasse. Ambos habían publicado libros, la Rasputina con menos fortuna. También fracasó cuando llevó a los tribunales al asesino de su padre: la Justicia francesa le explicó que no tenía competencia en asesinatos políticos cometidos fuera de su territorio. Sólo le quedó su bar. En él, como en todas las cocinas de Rusia cuando cerraban las persianas para hablar sin testigos y la noche protegía la confidencia, el fin del zar y el de Rasputín estaban indisolublemente ligados: cada uno había muerto a causa del otro. Rasputín había sido la venganza del pueblo (es decir la revolución) y luego el terror del pueblo (léase Stalin). Ese último giro macabro fue lo que hizo que los libros de Radzinsky se vendieran tanto en Occidente cuando se publicaron durante el derrumbe de la URSS. En Rusia, en cambio, pasaron sin pena ni gloria cuando salieron: todo lo que decían ya se sabía, se venía diciendo en las cocinas, en voz baja, desde tiempo inmemorial, a esa hora de la noche en que, como le dijo Tatiana Tolstaya al apparatchik que quería hacerse rico, “todos en Rusia se creen historiadores”, esa hora en que todo ruso que se asoma a su alma se pierde en ella, o en el vaso de vodka que tiene enfrente.
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