› Por Rodrigo Fresán
UNO Rodríguez siempre odió –en películas, en novelas, en comics– el recurso ese del protagonista abriendo los ojos al final para descubrir que todo había sido un sueño. Y entonces casi siempre alivio. Y de tanto en tanto la pesadilla de descubrir que se estaba mejor dormido. Ahora es diferente. Ahora, Rodríguez abre los ojos y está en el avión que lo lleva de regreso, y atrás queda Buenos Aires y por delante (así se lo informa ese mapita lento y sádico en su pantalla de respaldo) está cada vez más cerca Barcelona. Pero antes está el sueño, que también retrocede y se disuelve como una nube de ahí fuera. Y en el sueño está él caminando por la Feria del Libro de Buenos Aires (donde estuvo él, donde fue despierto) y una mujer se le acercaba y le decía: “Mi nombre es Luján y vengo a matarlo”. Y a continuación le disparaba a quemarropa y Rodríguez se derrumbaba frente a una figura gigante de Mafalda que lo mira caer y le sonríe pensando un remate para una tira, mientras Luján remata a Rodríguez con otro tiro. Y entonces Rodríguez se despierta en la vida para no seguir muriéndose en el sueño.
DOS ¿Qué hacía Rodríguez en Buenos Aires? Nada raro: otra vez enviado por sus jefes, por el Bebe y el Nene Fagliacce-Stein, para cerrar el trato para la promo de una golosina mundialista. GOLosina, se llama la cosa de dulce de leche con relleno de dulce de leche y una capa de dulce de leche. Los argentinos mellizos Fagliacce-Stein no pisan la Argentina desde hace años “por cábala”; pero han surtido a Rodríguez con varias páginas de recomendaciones y advertencias para el manejo de la ciudad. Consejos que van de lo paranoide a lo delirante (cómo saber si un taxista es asesino en serie, cómo calibrar con la vista antes del gusto si esos chinchulines tienen gusto a pis) y que Rodríguez descartó en el aeropuerto de salida. Porque Rodríguez ya estuvo aquí, en su adolescencia que ahora recuerda como postales ocres de los primeros años ’80. Las calles estaban llenas de autos verdes y verdaderamente amenazadores, el silencio era salud, y para él todo empezaba y terminaba en su mano en la mano de su prima porteña Mirta, su primer amor y posiblemente su único verdadero amor, aunque ya no haya forma de saberlo. Porque Rodríguez ha perdido el rastro de esa rama de los Rodríguez luego de uno de esos cismas familiares y, claro, cómo encontrarlos ahora vía guía telefónica. Rodríguez abrió el libraco y había ahí más Rodríguez que en toda España y, se dijo, mejor así, mejor no andar removiendo las brasas del asado del pasado. Así que Rodríguez tuvo su reunión golosínica, firmó unos papeles, le mostraron el casting de unos culos de chicas ceñidos en shorts de fútbol, y le quedaron un par de días libres para deambular entre las nieblas del jet-lag, la memoria y la amnesia.
TRES Y Rodríguez ha conocido ciudades impecables y ciudades en ruinas, pero nunca había visto una ciudad en el acto mismo de arruinarse impecablemente. Buenos Aires es como la Ciudad de Dorian Gray, se dijo. Todo el tiempo acumulando llagas y pústulas y graffiti y ramificaciones de un barrio llamado Palermo que, como el Tlön de Borges, pronto lo abarcará todo. Y, al mismo tiempo, ahí todo parece vibrar con una juvenil incandescencia que no se encuentra en ninguna de las metrópolis más pulcras y eficientes del planeta. Un fulgor como de firme marine todo-terreno listo para conquistar todo lo que le pongan por delante. Ahora, Rodríguez está en Palermo Soho (no confundir con el SoHo neoyorquino en el que caminó semanas atrás y al que no se parece en absolutamente nada), y sale poco y nada de su hotel. Y, con el horario cambiado, surfea el insomnio de programas de televisión nocturna donde un boxeador se come un alfajor (¿GOLosina?) y tertulias donde todos gritan como profetas de desierto bíblico. Gritan sobre la Presidenta o sobre una vedette con los mismos modales, y anuncian la llegada del Apocalipsis o la llegada a una tierra prometida. Y, en sus contadas incursiones, en conversaciones casuales con mozos de restaurante o cajeras de banco, todos parecen como felices prisioneros de una fiebre oracular. Todos parecen saber exactamente lo que va a pasar, con lujo de detalles pobres. Y todos preguntan por la crisis española con una rara emoción en los ojos, como si el que ahora eso le esté pasando a otro país significara que no le va a pasar a este país. Rodríguez contesta lo poco que puede, pero lo cierto es que Rajoy y los suyos y los ajenos le parecen ahora, desde aquí, como un rumor lejano, como algo que sucede en otro reino de serie televisiva donde ya no se entiende nada, y todos son nombres y juegos y tronos y próximas elecciones europeas que a nadie importan, salvo a los que trabajan de ser elegidos por cada vez menos votos en sepulcrales urnas cada vez más vacías.
CUATRO Rodríguez paseó por el Cementerio de la Recoleta, por entre esas casitas de mármol y de huesos y de apellidos dobles. Y desde allí, atravesando las multitudes que iban a adorar a una tal Violetta como alguna vez se adoró a Evita, siguió hasta la Feria del Libro y se metió entre las multitudes que iban a aplaudir a Quino y en el escenario, junto al dibujante y humorista, entre los celebrantes, estaba de nuevo ese escritor con el que se cruza demasiado, en todas partes, como si estuviesen inexplicablemente unidos. Ese escritor que ahora –lo vio a la hora del embarque de vuelta, en Ezeiza– viaja con él en este mismo avión, en el asiento de adelante suyo y que ahora, ajeno al sonido del revólver en sus sueños, teclea furiosamente en la oscuridad, su rostro iluminado por el fulgor casi radiactivo de la pantalla. Y Rodríguez se asoma y lee lo que escribe (tal vez, más detalles la semana que viene), mientras un argentino se estira desde el pasillo hasta su ventanilla y le pregunta: “¿Estamo’ arriba delocéano ya?”. Y sí, los argentinos se vuelven aún más argentinos en el aire. Les gusta volar parados, como si el avión fuese otro de esos autobuses a los que llaman “colectivos”. Y conversan entre ellos a los gritos. Y caminan. Y aplauden. Y las conversaciones giran exclusivamente alrededor de números y a la conversión de pesos a euros y viceversa. Pero Rodríguez, feliz de no haber muerto a manos de una desconocida, ahora los quiere a todos. Desde siempre y para siempre. Mientras ese Airbus avanza hacia el túnel al final de la luz, rumbo a la sombra de la noche marcha adelante y al resplandor del tiempo marcha atrás, hacia el futuro del pasado donde se conjugará, regular o irregularmente, el recuerdo o lo que se decide recordar.
Así, ahora, Rodríguez se despereza y cruje en el cada vez menos espacio que las aerolíneas venden a los pasajeros. Y se acuerda de que, ahí abajo, en Palermo Centro, cada vez más lejos, se olvidó de ver el Obelisco. Pero, aquí arriba, evocando su despiste, es como si lo viera y lo tocase con la punta de sus dedos, como alguna vez algún simio tocó a un monolito para, de pronto, evolucionar y comprenderlo casi todo. Casi, dije. Ahí delante, en el mapita en el reverso del respaldo en el que el escritor apoya su cabeza cuando hace un alto en su teclado, Rodríguez comprende que falta cada vez menos para llegar a casa, a ese lugar que dentro de poco, cada vez más cerca, pronto será Palermö Barcelöna.
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