CONTRATAPA › ESPEJISMOS
› Por Noé Jitrik
Tres veces estuvo Platón en Siracusa, reino de Sicilia. La primera invitado por el tirano Dionisio, llamado “el Viejo”, las otras dos por su hijo, Dionisio “el Joven”. Su prestigio había trascendido Atenas y, por ese motivo, queriendo sacar provecho de sus enseñanzas, ambos reyes lo quisieron junto a ellos, ansiosos de extraer el jugo de su saber para mejor gobernar a sus díscolos y desdichados pueblos. Acaso ignorante de lo que eran, acaso halagado en su vanidad, acaso disconforme con sus paisanos, Platón, pese a su capacidad de juicio, aceptó las respectivas invitaciones con pésimos resultados. Como de pronto se le ocurrió hablar mal de la tiranía el primer Dionisio lo apresó y lo puso en venta como esclavo; a duras penas salió del aprieto y lo sorprendente es que se prestó dos veces más, estimulado por la posibilidad de proveer de ideas a su admirador ya no el viejo sino el joven. Por fin regresó, desengañado sin duda de su poder de convencimiento, fundó en Atenas la famosa Academia y es como si se hubiera dicho “filósofo a tu filosofía, el poder es ingrato y cruel y creer que se le pueden infundir ideas sabias, de bien, es una pura ilusión.”
Creo que este es el primer episodio de las tortuosas relaciones entre intelectuales y poder, aunque quizás haya habido otros antes por supuesto hubo muchos después–, y de esa desdichada y más o menos moderna teoría según la cual el intelectual le sopla en el oído al mandatario y le hace tomar las mejores decisiones. El triste final de esa creencia es previsible, el mandatario se aburre del zumbido y manda al diablo al que se creyó que le hacían caso porque era un intelectual.
Y si bien a Platón le fue mal, peor la pasó Séneca. Según recuerda José Ferrater Mora en su Diccionario de Filosofía, poseedor de un sólido sistema de pensamiento, de alcance sobre todo moral, fue convocado como maestro del joven e impetuoso Calígula y luego de Nerón: debe haber pensado que sus ideas ordenarían la vida disoluta del Imperio, pero Nerón no opinaba lo mismo y le ordenó que se suicidara, orden que cumplió, estoico como era. Otro fracaso de la volátil fantasía: o bien Séneca no sabía lo que había pasado con Platón, o supuso que a él no le ocurriría lo mismo, o descansó en la vieja y siempre renovada fantasía de que quien piensa o tiene ideas es tan obviamente superior al hombre del poder que éste no podría resistir a su influjo.
Maquiavelo fue más astuto y por eso tuvo más suerte: no intentó dirigir al Príncipe, sino que lo observó y sacó de ello conclusiones que orientaron a otros príncipes, contemporáneos y sucesivos, sin ponerlos incómodos, o sea sin pretender dirigirlos. Su idea acerca de que en la naturaleza hay “jefes” y “subordinados” no podía sino acarrearle el aplauso de los jefes: los subordinados no tenían mayor opinión.
Un contraejemplo interesante es el de Spinoza: supo permanecer en su rincón filosofando y puliendo cristales aunque ciertos poderosos habrían querido tenerlo a su lado para, según la tradición, usarlo y luego venderlo como esclavo, o bien guardarlo de por vida en una mazmorra o bien arrojarlo lisa y llanamente al basurero. O terminar por hacerle algún homenaje, después de muerto sin duda, como para mostrar que el poder respeta al intelectual. Yponerle su nombre a una calle. O a muchas, hay casos.
También le pasó a Voltaire: se le debe haber escapado una broma y Federico de Prusia lo mandó de regreso a su casa, casi sin agradecerle los buenos momentos que habían pasado juntos y que le habían hecho creer al filósofo que sus luces iluminaban al no tan tosco monarca. Y así siguiendo, la lista es interminable de grandes nombres cuánto no lo será de pequeños y olvidados que tal vez sirvieron un poco alguna vez pero creyendo que eran el cerebro de esas manos que construían o destruían, según la fuerza o la arbitrariedad o, más claramente aún, el juego de fuerzas que les habían permitido hacerse del poder.
En un plano de mera astucia, aunque no tan alejado de las mencionadas ilusiones de intelectuales, se registran infortunados episodios en el curso del atormentado siglo XX. Heidegger, nos cuenta su biógrafo Rüdiger Safranski, creyó que podía proporcionar coherencia y rigor al nacionalsocialismo hitleriano: no advirtió que a la teoría nazi le bastaban tres o cuatro rudimentarias ideas para progresar y que no necesitaba de complicaciones postfenomenológicas y metafísicas. Entró en el partido nazi, se disfrazó de tirolés para congraciarse con los SS y, por fin, tuvo que recluirse en un rincón de la Selva Negra para salvar el pellejo. Cosa parecida ocurrió, aunque más ocultamente, con José Ortega y Gasset quien, según su biógrafo Gregorio Morán, quiso ser el pensador del franquismo pero el primitivo Franco, que lo había hecho todo para exterminar a los rojos, no le prestó mucha atención, la pretensión le debe haber parecido absurda y descartable, le bastaba con persignarse y recitar a Primo de Rivera para hacer lo suyo.
¿Y qué decir de los políticos? En este campo la cosa cambia un poco: ya no es cuestión de intelectuales creídos o engreídos, sino de personas formadas en las izquierdas más radicales que, hartos de no lograr la adhesión sincera de las clases favorecidas por ellas, se pasan al enemigo con la idea de transformarlo desde adentro, un adentro que si algo sabe hacer es poner en movimiento su sistema inmunológico. La relación cambia de nombre, ahora se llama “entrismo” y consiste en un deliberado propósito de asimilarse al cuerpo político al que quisieron cambiar para en su interior llevar a cabo lo que no pudieron hacer cuando no querían eso y lo combatían hasta la desesperación. Se trata, obviamente, de una especie de trasvestismo en cuyo final el entrismo desaparece, ya sea porque los entristas se cansan de tal ímprobo e inútil esfuerzo, ya porque no pueden regresar, la cabeza baja, a su primitivo redil que no los acepta, ya porque en la nueva situación les empieza a ir bien, es posible incluso que se conviertan en los más fervorosos sostenedores de aquello que antaño discutían y combatían hasta soñar con mundos nuevos y más perfectos. Esa confianza en que desde dentro podrían reconducir un movimiento político cuyo sentido o cuya singularidad nace en otras cunas se desvanece, al parecer eso que se llama realidad es una fuerza muy poderosa.
Todo este drama parece cosa de otro tiempo pero la tentación siempre existe y de cuando en cuando reaparece, ya en relación con intelectuales que, aunque no tan célebres, tratan de estar cerca del poder, para insuflar a los que parecen tenerlo –hay también en eso algo ilusorio– enseñanzas provenientes del saber sociológico, de la ciencia económica, de la arrogancia reflexiva, o de la experiencia periodística, como de políticos que cambian de habitación para experimentar el vertiginoso goce de un hacer que antes les estaba tristemente limitado.
Es claro que habría que cuidar los términos y no considerar “entrismo” por igual a todas estas situaciones; en todas siento algo patético, un renunciar al poder de los lenguajes, los pensamientos, las decisiones y las capacidades propias, y un sometimiento más irracional que calculado al curso que impone y presenta a veces con estridencia la realidad y cuyo éxito parece una meta seductora.
Hay ejemplos de toda índole de todas estas variantes; de las intelectuales ya dije algo, de las políticas queda mucho por decir: muchos, formados en las izquierdas, razonadoras y críticas por origen, definición y destino, “entraron”, abuenándose, en el socialismo centrista y reformista o, localmente, en el peronismo; no faltan ex guerrilleros o antiguos vanguardistas que “entran” en los populismos para incidir en la línea; tampoco los que terminan en el peor de los casos por hacerse empleados del capitalismo más consistente y en el mejor funcionarios; unos y otros, invariablemente, siguen siendo razonadores, siguen explicando el sentido que tiene la historia, como si nada hubiera cambiado para ellos desde las antiguas armas hasta las modernas oficinas. Yni hablar de fervorosos neoliberales que, seguramente sin renunciar en lo íntimo a las enseñanzas provenientes de cierta escuela de Chicago y guardando en el secreto de sus corazones la esperanza de que su primitiva fe regrese triunfalmente, descubren el encanto de tradiciones opuestas, eso que constituyó el desconcertante espectáculo en que consistió el menemismo en este sufrido país.
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