› Por Horacio González
El investigador Loris Zanatta, desde Bologna, se sobresalta por la silueta de hierro forjado del rostro del padre Carlos Mugica que se colocó en la Avenida 9 de Julio. El punto elegido habla de una localización inspirada en un urbanismo alegórico. El lugar está entre la Recoleta y la Villa 31. Suponiendo un instante que las piedras, herrajes y monolitos de la Ciudad piensan, son más interesantes que el metrobús. La meditación del metrobús tiene puro valor de uso material, sin signos vivos de una tribulación conmemorativa.
Zanatta es autor de un clásico estudio sobre las relaciones del peronismo con la Iglesia, donde con profusión de citas y abundantes precisiones, define el “mito de la nación católica”, sostenido en su alma íntima por el peronismo, como una suerte de parálisis existencial argentina. Repite estos argumentos en su reciente artículo en La Nación, en el cual los exhaustivos esfuerzos del investigador dejan paso a los rápidos fantasmas de su fastidio por lo que no puede comprender en los mismos términos en que propone el dilema. No puede ser de otro modo, pues son tiempos donde tiene vigor el juego dispar de interpretaciones históricas. Y el ánimo conmemorativo es de los mayores que se han puesto en juego en la historia nacional, aun teniendo en cuenta los de la Generación del ’80, los del Centenario y los del propio peronismo en su primer gobierno. Pero no son autoconmemoraciones. Son reflexiones abiertas, y en lo que realmente importa, lo decisivo no es que abunden los nombres de los gobernantes actuales (si así fuera no sería lo más indicado) ni que se corra de lugar un monumento de larga ascendencia (aunque no fuera éste un hecho conveniente).
Lo decisivo es que se concibe a la Ciudad como un ente vivo que, a pesar de sus asperezas y ludibrios, busca permanentemente su hilo estrujado de sentido. Y lo hace precisamente en esas situaciones de topología simbólica que el profesor Zanatta percibe con perplejidad. Reprueba a un padre Mugica que opta por un cristianismo revolucionario volcado hacia los nuevos rostros del peronismo, y desliza sarcásticamente que su desdicha final provenía del “contenido incierto” que se había apoderado de su vida. No me cabe la menor duda de que la vida de Loris Zanatta no tiene ningún contenido incierto, pero de todas maneras es posible explicar en qué consistía lo incierto de Mugica. El propio Zanatta lo intuye cuando en su artículo escribe: “Con la vuelta del peronismo al poder, Mugica entró en una fase frenética de su vida: había dejado el camino de la juventud revolucionaria, sin cortar los puentes; había elegido la lealtad a Perón, sin abrazarla del todo. Encontrarse en el medio del río en ese movimiento en el que había tantos odios y venganzas políticas era muy peligroso. Mientras, su popularidad estaba en el cenit, celebrada por la prensa y la televisión. Mugica era un símbolo de contenido incierto”.
La tesis de una saga fatal que albergaría la Argentina, “el mito nacional católico”, sería efectivamente criticable si tan sólo existiera. Y es más cuestionable porque en nombre de ese antojo, Zanatta se dedica a desgranar una tenaz suspicacia sobre la complejidad de la vida política argentina, que percibe siempre al borde del despeñadero totalitarista. En verdad, ocurre otra cosa. Pues cada intervención urbana que le da un nuevo signo simbólico a la Ciudad recoge filamentos sueltos del pasado, llamados por múltiples plaquetas, inscripciones y monolitos ya existentes. Todos ellos heterogéneos, por eso dan espesura al presente. Y sin dejar de ser inciertos, más allá de las palabras que se profieran en cada ocasión.
Mugica fue asesinado por el Estado al salir de una misa. Esta fortísima noción no pertenece a ningún mito confesional, sino a una tragedia que dice por lo menos dos cosas. Que hubo hombres inciertos, sacerdotes, militantes, ciudadanos en general, que nunca hubieran tenido la fuerza para hacer que los acontecimientos fueran otros. El hombre incierto es quien da nombres a una historia viva. El martirologio de Mugica tiene ese acento especial. Y, lejos de ser este país la sede de una política oficial sumisa a la catolicidad como mito, existen diversas cuestiones que mejor deberíamos denominar teológico-políticas. En este caso, la religión no es mito sino más bien formas culturales de poner las cosas entre lo sagrado y lo profano.
Mugica solía citar la parábola de Zaqueo, el publicano subido a un sicomoro que quiere lavar sus culpas. Jesús lo ve y le dice que baje, esa noche deberá hospedarlo en su casa. Mensaje de redención hacia el hombre culposo. Pieza habitual del orador sacro. La rememora Mugica en su temprano escrito El rol del sacerdote (1971) y... ¡cuántas veces la escuchamos en las homilías del entonces opositor cardenal Bergoglio! Hay en la historia del país muchos secretos encerrados, vidas que parecerían paralelas y sufren el peso de ocultas paradojas. Somos los laicos de la ilustración popular, con el “incierto gusano de lo sagrado” por dentro, los decisivamente interesados en develar esos secretos a la vista. Que hoy podamos recordar que el asesinado Mugica, en su prédica juvenil, invocara al que estaba destinado a redimirse, ese oscuro anhelo de Zaqueo, al igual que lo haría quien después sería Papa, nos pone frente a una necesidad historiadora y ético-política muy distante del estilo de cortesanías dominantes, carpas amarillas y fotografías junto a los santos óleos. Aquí no hay mito de una nación católica sino una paradojal escisión que tanto agrada a los mitos.
No estamos ante la cuestión de una ruda lucha contra el mito católico-peronista, falacia reduccionista de la historia argentina, sino ante el papel político de la Iglesia, sus bifurcaciones dramáticas, sus burocracias internas e internacionales, sus encubridores y testimoniantes, y principalmente, ante el tema crucial de las creencias últimas, casi insondable núcleo de lo político. Ellas están antes del mito y algo tienen del mito, pero en verdad trazan su destino más vibrante cuando se encarnan en signos presentes o recuperados de vidas atrapadas por el rigor de una historia violenta. Si los mártires corren riesgos y son también riesgosos, Mugica, siendo uno de ellos, nos dona la garantía de que con la conmemoración en tanto justicia puede fortalecerse la democracia en tanto verdad.
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