CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
› Por Juan Sasturain
–¿Cómo comés?
–¿Cómo “cómo como”?
Chascarrillo tradicional
Ayer, la gente fue a la Plaza, entre otras cosas, a comer. Qué mejor. Estas divagaciones que siguen –disparadas por diversas cuestiones anteriores en tiempo y espacio– se reactivaron ante el magnífico espectáculo de empanadas, locro y churros en libre circulación y manducación al pie del Cabildo. “Mirá cómo comen esos muertos de hambre”, se oyó ante algún televisor asordinado en lugar público. No fue el único comentario, claro. Los asaditos públicos de los obreros de la construcción suelen disparar reflexiones algo más complejas, pero de tanta mala leche como la transcripta.
Pero no pienso quedarme ahí –preguntar “¿cómo comen?” al que lo dijo para que me responda “¿cómo ‘cómo comen’?” y así...– sino llevar la cuestión para otro lado. No pretendo responder a la juguetona pregunta modal al cuadrado del acápite sino desplegarla, a partir de la idea de que comer es, entre otras cosas, un acto puntual, un acontecimiento que puede ser –en tanto fijado, desarrollado en el tiempo y el espacio– factible o digno de ser descripto y contado.
Y no es cuestión –como ya hemos dicho en alguna otra oportunidad– de narrar prolijamente una cena (la última, por ejemplo, pública y famosa: qué habrán comido esa noche), ni puntualizar un desayuno sentimentalmente memorable como el que detalló Prévert en Paroles, ni sacar conclusiones del revival de menú patriótico de ayer, sino de algo menos que eso, más despojado y preciso. La idea es sacar lo adjetivo, dejar de lado los aspectos incidentales externos al acto en sí, las ceremonias pautadas o no, el rito, el contexto privado o público del acontecimiento y los pormenores de esgrima gestual y/o verbal, y quedarse con la cámara fija en plano corto: qué y cuánto pasa ahí, en ese espacio acotado y durante ese tiempo preciso en que la comida yace a la espera y los cubiertos van (a) por ella, o brillan por su ausencia, como ayer.
Y eso, ya sea en un restó de Puerto Madero, en la cocina de casa, con el culo en un tablón de la popular futbolera, sobre la mesita con ruedas del hospital o en un quincho parrillero del Tigre.
En este sentido preciso y limitado, para la generalidad bienpensante comer es una tarea que se realiza según pautas/reglas tácitas entre los occidentales más o menos cristianos: la mediación necesaria de los cubiertos, la alternancia y el uso combinado de cuchillo, tenedor y cuchara en funciones precisas con mínimas posibilidades de desplazamiento y sustitución puntuales, los contados tabúes formales: no llevarse el cuchillo a la boca, reservar la cuchara para los líquidos, etcétera. Dentro de esos límites, que parecieran uniformar conductas y estilos posibles, más allá de las transgresiones conscientes o por falta de información y criterio, todo cabe y se asimila. Pero no tanto, ni tan poco.
Porque la idea que se me disparó ayer y consigno aquí es que –como sucede con la grafía o las dibujadas orejas– a la hora del análisis fino, incluso sin profanar o soslayar las reglas, no hay dos personas que coman igual el mismo plato (la misma comida, cuando el plato se omite), y que es más que probable que haya personas que coman distintos platos según ciertos patrones constantes y descriptibles. Las variables son (por definición) varias: uso armónico o anárquico del tiempo y del espacio, ritmo y cadencia, relación parte-todo, exclusión y adición, selectividad y/o indiscriminación, parsimonia o arrebato, y sus combinaciones.
Se trataría, entonces, de esbozar –en grado de tímida tentativa– los elementos para una teoría de los modos de comer, en vistas a una tipología esclarecedora que vaya, junguianamente, más allá de la mesa. Así, en principio, no habría mucho misterio sobre las (mínimas) variables acerca de cómo comer ciertos platos/comidas simples, populares, homogéneas: ravioles con tuco, ñoquis, polenta o ensalada rusa, sin ir más lejos. ¿Qué rasgos se pueden considerar pertinentes a la hora de mensurar y comparar para establecer diferencias formales, más allá de la velocidad, el uso del tenedor de punta o como pala, el arrancar del centro hacia afuera o privilegiar los bordes, recurrir o no al pancito? Muy pocos. Pero la cosa se modifica ante las posibilidades que presentan los platos combinados o con guarnición. O –como ayer– la variante de la comida al aire libre y sin sostén de mesa.
No nos vayamos –ejemplo útil para una futura investigación– más allá de un clásico dietética o nutricionalmente impresentable, pero clásico al fin (y acaso por eso mismo): la milanesa de ternera con papas y huevos fritos al plato, más ensalada mixta al toque. Digo: juntemos una docena de comensales y analicemos, por ejemplo, qué comen primero, si atacan la carne sola o pican ensalada; si van por partes o suman capas varias en el mismo tenedor (¿en qué orden?); si combinan papas y huevo y cómo, si cortan con cuchillo la parte blanca, si hunden las papas más gorditas en la yema, si alternan los toques de ensalada (un tema en sí: ¿combinan colores, eligen tomate sí, cebolla sola después, sobra la lechuga, la postergan?) y –sobre todo– qué es lo último en desaparecer del plato: lo que más les gusta o lo que menos... Hay un mundo por manifestarse ahí: un relato significativo que espera ser decodificado.
Desde acá propongo, servilleta en ristre y pancito predispuesto entre el pulgar y el índice, el desafío de ir sistematizando un método experimental que nos permita inferir –a partir de los datos puntuales de qué se come y cómo en un plato tipo– ciertas hipótesis jugosas o simplemente vuelta y vuelta que aporten a la psicología y la sociología aplicadas: quién sabe qué rasgos ocultos de carácter, qué imperativos creativos, represiones flagrantes, rasgos de genio o anomalías de conducta nos pueden revelar (lo hemos intentado antes, con este mismo ejemplo) la forma de cortar y exprimir un limón.
En cuanto a lo de ayer en la Plaza, ante el morfi retropatriótico proliferaba el gesto de placer, expresado en la actitud corporal exenta de pudores: serena relajación en compañía. En principio, se podría asimilar a otras ocurrencias sociales –no tan distantes como podría creerse– por el estilo, como la vernissage tras el inacabable acto cultural, o la epifanía del “periodismo sanguchero” en el entretiempo de los partidos oficiales. Es decir: el sujeto experimenta el doble placer de comer y al mismo tiempo verse cobrar cierto tipo de recompensa o compensación por estar ahí. Pero ayer no era eso, claro que no. Aunque ciertas miradas no pueden ir más lejos.
Creo que, sin hablar de comunión –tampoco la pavada–, ir a comer a la Plaza ayer fue una manera de compartir palabra y obra. Llenarse, bah. Y es cierto que estamos (medio) muertos de hambre. Hambre de muchas cosas, pero sobre todo de un poco de fe y de buena leche. Y ayer hubo para regalar.
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