CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
› Por Juan Sasturain
Hace diez años, en el 2004, se publicó el tercero y último –gordo y penoso– tomo de la monumental biografía del siempre enigmático Graham Greene que pergeñó a lo largo de casi treinta años de pesquisas e indiscreciones el cuestionado profesor anglo-texano Norman Sherry. En la ocasión, los críticos (sobre todo los británicos) tomaron The Life of Graham Greene III (1955-1991) por las solapas que cobijaban casi mil páginas y le pegaron sin piedad y con razón, según parece, por escribir mal, ponerse delante del autor de El revés de la trama para las fotos, y caer en los peores lugares comunes de la opinión inoportuna y desacertada. Algunos incluso ironizaron con su esfuerzo y pretensión de recorrer todos los (muchos) caminos y vivir todas las (múltiples) experiencias de Greene para “ser él” –a la manera del borgeano Pierre Menard respecto de Cervantes– antes de escribir (lo), o para poder hacerlo desde la identificación absoluta. Otros compararon su empeño y su gesto con los de A. J. A. Symons y su En busca del Barón Corvo, donde la investigación es tan interesante o más que la biografía. En ambos casos –frente a Menard y Symons– el escrupuloso e imprudente Sherry fue descalificado sin honores. Los que no hemos accedido aún a semejantes ladrillos crítico-biográficos, solemos seguir disfrutando del gran Greene, nacido precisamente hace 110 años –se cumplen en septiembre– a través de su propio testimonio: libros autobiográficos, largos reportajes más o menos exhaustivos en los que entreabre la puerta de sus secretos, ese costado neblinoso, trastienda personal que siempre cultivó como un jardín nocturno.
En El otro y su doble, un hermoso libro de entrevistas en el que, ya de vuelta, habló de todo respecto de su vida y su literatura, hay –entre otros muchos– un pasaje famoso e inolvidable. Es cuando evoca, frente al hastío de los veinte años, sus coqueteos con el suicidio o con el riesgo gratuito. Más precisamente, la ruleta rusa. Y explica:
“Cierta vez encontré un revólver en el cajón de mi hermano Raymond. Supe de inmediato para qué serviría. Durante la revolución, los oficiales rusos –¿dónde había leído yo eso?– utilizaban esta suerte de droga: el flujo de adrenalina liberado en el organismo, en el momento en que el dedo aprieta el gatillo, tiene como efecto disipar el hastío.” Y aclara: “No deseaba morir de verdad. Sólo se trataba de un juego que daba cabida al riesgo y permitía apreciar lo que se acababa de arriesgar: la vida”.
La literatura de Greene exploró siempre esa ambigua zona, ese “borde vertiginoso de las cosas”, sobre todo en las conductas equívocas, ambivalentes, regidas por lealtades dobles o encontradas. Su obstinada profesión del “privilegio” de la deslealtad ante todo referente institucional o ideológico externo al individuo lo llevó literal y literariamente lejos: “Si amo, si odio, permítanme amar u odiar como individuo... No mataré por el capitalismo, el comunismo, la socialdemocracia o el Estado providencial” dice uno de sus personajes. “No escribiré, tampoco” podemos suponer que dice el narrador.
No resultará casual, entonces, la reiteración de ciertas zonas temáticas de su obra donde la cuestión de la lealtad se instala casi aparatosamente. Uno de sus primeros cuentos, “The Spy”, escrito en 1930 y traducido por Wilcock en la colección A través del puente, es sintómatico por el título (inaugura lateralmente la frecuentación del género de espionaje) y por el tratamiento. En sólo tres páginas, un chico que cree odiar a un padre frío y distante asiste, subrepticio en la noche, cuando baja al negocio familiar a robar cigarrillos, a una doble revelación: que su padre es un espía, un traidor que la policía arresta ante sus ojos, y que tiene otros sentimientos hacia ese hombre con el que se identifica: “...por primera vez pensó que su padre se parecía mucho más a él (que a su madre), y hacía cosas en la oscuridad (como él) que lo asustaban. Le hubiera gustado correr detrás de su padre y decirle que lo quería...”.
En “The Spy”, el que escribe (Greene) espía a un espía (el chico), que espía a un espía (su padre). El escritor –diría y escribiría Greene desde entonces y para siempre– sólo espía (trabaja) para la literatura y, como tal, sólo debe lealtad a su historia y a su personaje, del mismo modo que éste es leal (coherente) con sus sentimientos. Hay todo un credo ético y literario allí: el escritor es necesariamente un saludable inescrupuloso, alguien que debe saber pasar “del otro lado, cambiar de campo en un instante, hablar por las víctimas. Y las víctimas no son siempre las mismas. Eso lo obliga a transgredir su fe o sus opiniones políticas, es decir a carecer de escrúpulos. Y es indispensable”.
La intersección y confusión de roles entre escritores y espías, quehacer literario y espionaje, tiene larga tradición en la narrativa inglesa contemporánea. No es casual que algunos de los mejores o más conocidos autores del género hayan pasado en algún momento por el servicio exterior más o menos secreto: el notable John Buchan de Treinta y nueve escalones, el hoy casi desdeñado Somerset Maugham, el propio Greene –oficialmente sólo en Africa durante la guerra, pero extraoficialmente mucho más: hasta el final suizo en 1991, supone Sherry...–, Len Deighton, el amargo Le Carré y el soberbio Ian Fleming del doble cero saben de qué hablan. Ya sea que escribieran después de haber estado en el servicio –la mayoría– o que la patria los llamara a filas aprovechando su ubicua condición de escritores cosmopolitas –Greene y Maugham, sobre todo– los británicos han seguido a Conrad y Kipling en la doble preocupación literaria de no ser espiados en casa o espiar bien afuera. Si lo sabremos no-sotros, ambigua y díscola perla de la Corona del Imperio durante tanto tiempo.
El libro de cabecera del espía, una antología deliciosa y sintomática compilada por Graham y su hermano Hugh Greene y editada por Sur a fines de los cincuenta, pasa revista en la sección especial “Colección de sospechosos”, a una serie de famosos escritores que en su momento cayeron bajo la mirada vigilante de celosas y patrióticas autoridades: William Blake, D. H. Lawrence, Thomas Mann, Coleridge y Wordsworth, e incluso el mismo Greene en un risible episodio en la Indochina francesa. Sin embargo, más rico en significados es el hecho de que el libro arranca con un largo fragmento de Ashenden, la novela de 1928 con que el notable Somerset Maugham humanizó, renovándola, la hasta entonces desaforada novela de espionaje aventurero. Ashenden será (es) un escritor que espía. En el ejemplar primer capítulo, el enigmático jefe R con intenciones de convencer al escritor a que acepte la tarea todavía no explicitada, le sugiere que será una experiencia de gran utilidad para su profesión.
Y como ejemplo le cuenta un reciente escándalo francés, verídica trama de seducción femenina a funcionario con pérdida de documentos secretos, lo que supone, “una buena historia”. Ashenden ironiza: “¿No tienen otra cosa que ofrecer en el servicio secreto? ¿Reciente, dice? Hace setenta años que venimos contando esa historia y ya no podemos contarla más...”.
Y no la contó Maugham con su distante personaje, y menos la contó Greene en su obra maestra, El tercer hombre, donde los vínculos entre literatura y espionaje, espía y escritor, están llevados al extremo de la sutileza. En el relato original previo al guión que firmaron juntos y filmó Carol Reed para gloria de Orson Welles, el personaje del escritor de westerns populares y baratísimos, Rollo Martins –el que componía Joseph Cotten–era confundido, por su seudónimo, con un hipotético gran escritor inglés heredero de Henry James... En ejemplar superposición de lealtades, Martins se mueve entre la amistad juvenil con Harry Lime y la evidencia de su condición criminal y, al mismo tiempo, se aferra a su barata “verdad narrativa” frente a la institución formal de la literatura.
Es Greene entero: un espía, un infiltrado siempre bajo sospecha. Un escritor aventurado, segregando gotas de adrenalina, línea a línea, y del que ninguna biografía –parece ser– podrá dar cuenta cabal tras dos mil quinientas páginas en tres tomos infructuosos.
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