Mié 11.06.2014

CONTRATAPA

Formas de vida

› Por Noé Jitrik

Pude haber pasado por alto una escena de La conciencia de Zeno, una película italiana, adaptación de la novela del mismo nombre de Italo Svevo, pero no lo hice; la situación, en apariencia casi anodina, me sigue restallando: Zeno va a visitar a la familia de un comerciante que lo aconseja en negocios que quiere emprender y no sabe muy bien cómo; lo reciben la esposa, una señora muy digna y de lenguaje elevado, y las cuatro hijas, tres de ellas casaderas; Zeno funge de candidato, una le interesa pero a ella él no, de modo que al final se casa con otra. Eso es trivial: lo interesante es la disposición escenográfica, la estrategia de los pudores, la ropa decentísima y, en suma, la forma de comportarse del conjunto. No importa lo que pasa: lo que (me) importa es, justamente, esa forma, en otras palabras, la forma de vida de esa gente: trato de entenderla porque, evidentemente, no es la mía y tampoco, creo, la de nadie que me rodea. Tampoco eso importa, por ahora, porque la escena tiene encanto, Svevo es un maestro y de modo semejante se registran escenas similares en la obra de Pérez Galdós y, por qué no, del mismo Proust.

Es una escena, sin duda, lo que quiere decir una manera de ver y de situarse: es posible que esos escritores, y muchos otros en ese mismo momento –no James Joyce por supuesto–, hayan construido su obra entera mediante escenas sucesivas y encadenadas: de la visita de Zeno y las cuatro muchachas se pasa al casamiento y así siguiendo. ¿No habrá habido otra manera de narrar un conflicto? ¿Cuál es la virtud de la escena? Puedo imaginar que consiste en que si bien apela a un espacio lo retiene y lo que contiene queda fijo, como si se concretara en ella la tentativa de bloquear el tiempo.

Es posible que se trate de realismo y que, en este caso, su objetivo haya sido dibujar, como en una instantánea, una forma de vida de cierta burguesía ya sea para exaltarla, ya para, veladamente, casi tiernamente, criticarla. En todo caso, si es eso, el escritor ha elegido un ambiente, el del salón –que implica exhibición junto a encuentro– y ha evitado entrar en otros lugares describibles, los dormitorios, los pasillos, los baños, las cocinas, etcétera. En los que tampoco hay escenificaciones; así, por ejemplo, en las novelas de Pérez Galdós todo transcurre en el “salón principal” lo cual produce cierto efecto de teatralidad y conduce a una mayor acentuación del diálogo en detrimento de la profundización psicológica como, en cambio –y sólo para advertir la diferencia–, en las novelas de Henry James, contemporáneas.

Retrato, entonces, de una manera de vivir propia de una burguesía ascendente que, obviamente, deja de lado, en esta narración y en otras del mismo alcance, las formas de vida proletarias, obreras o de desclasados, como por ejemplo las que pintó un ruso todavía no olvidado, Máximo Gorki, en Los bajos fondos, o Alfred Döblin en Berlin Alexanderplatz. Thomas Mann, a su vez, se fue para otro lado: trató de vindicar la decadencia de esas mismas clases que, al final de la primera guerra, habían entrado en el desconcierto y habían debido o bien actualizarse, a “la americana”, o bien disolverse o bien incluir en su imaginario la enfermedad o bien, caso de Kafka, en una perspectiva de depravación total, burocracia mediante.

En todas, siguiendo estrictas normas de la poética realista, se trata de eso, de “formas de vida”, concepto inquietante y cuya descripción nos haría remontar a la historia misma de la humanidad. ¿Cómo imaginarlas para la antigüedad, para la prehistoria, para la primera Edad Media, para el Africa, para el Oriente?

Y, más cercanamente, ¿cómo imaginar la forma de vida de los moradores de los bellísimos palacios construidos a comienzos del siglo XX en Buenos Aires y que poco a poco fueron, casi todos, cambiando de destino? Ni hablar del Palacio San Martín, que originariamente fue de los Anchorena, que allí comían, dormían, recibían y conversaban, o del que ocupa la Nunciatura, en la que la vetusta señora Harilaos de Olmos paseaba exhibiendo, para ella misma y su entorno, sus suntuosas ropas, o del que es sede del Círculo Militar, que fue de la familia Paz y así siguiendo; un verdadero capítulo de la transformación de la ciudad y sus, parcialmente, costumbres, está constituido por esos palacios que todavía, como damas vencidas, exhiben su orgullo en la avenida Alvear y alrededores.

Me pregunto cómo sería esa forma de vivir, esas mesas, esas reuniones, esas ropas, esas vajillas, el tintineo de la campanita para llamar a los criados, y comparo toda esa parafernalia con la escena de Svevo, los salones proustianos, las casas de los obreros berlineses que se pueden ver en el Museo Pérgamo o las de las villas que rodean el casco urbano porteño y no sé qué decir, salvo, acaso, que una historia de las formas de vida, semejante a una del cuerpo, o a una de los paliativos inventados por el ser humano para sobrevivir, podría ser equivalente a una historia de la cultura humana o, incluso, de la propia civilización, no sólo la que tenemos metida en la cabeza, la occidental, sino toda, incluidos continentes, clases, creencias, costumbres.

Pero hay algo más todavía –y falta mucho–, una pregunta insidiosa de improbable respuesta: ¿cuáles podrían ser los factores ambientales que determinaron, en esa hipotética historia, y determinan en un presente más o menos evasivo, tales formas? Sin duda, desde una mirada sociológica el tipo de producción e intercambio, las irrupciones demográficas, ciertos cambios estructurales, pero también las crisis culturales después de las guerras pero, y esto es también interesante, modos y prácticas que se generalizan hasta que se pierden y son reemplazadas por otras. Por ejemplo, los modelos corporales, ciertos usos del lenguaje, ideas acerca de cómo pasar el tiempo, pautas de salud o de alimentación y, desde luego, lo que proporcionan los avances tecnológicos en todos los órdenes de la existencia. Todo eso, y obviamente mucho más, puede ser un punto de partida concreto para comprender esta idea en general así como, en lo particular, para ayudarnos a comprender nuestras propias formas de vida. Además, en determinados lugares y en función de enérgicos instrumentos podemos asomarnos no sólo a formas de vida, la nuestra inclusive, sino también a la lógica de los cambios que se producen y los desplazamientos de unas a otras, sin contar con que unas, porque han tenido más poder que otras, han podido imponerse y, en determinados aspectos al menos, modificarlas. Sin ir más lejos, la forma de vida burguesa, que es la nuestra, en sus diversos niveles, permea otras formas, las atraviesa y hace, gracias al uso de tales instrumentos, que lo suyo se viva con una naturalidad muy grande, como si siempre hubiera sido así y como si siempre lo será. No será necesario invocar lo que logra la televisión, como antaño lo lograba la radio y antes aun los diarios, o lo que genera que tirios y troyanos vayan al mismo supermercado, o que sucede cuando se tienen o se quieren tener y se consigue tener electrodomésticos; parece poca cosa pero esas presencias tan generalizadas hacen milagros en materia de forma de vida, es como si hicieran indicación y trazaran un puente entre un saber previo del vivir y otro que pareciera que hay que aceptar porque de lo contrario se está fuera del tiempo y de la sociedad.

Tiendo a pensar, porque está más cerca y todavía constituye un elemento a tener especialmente en cuenta, que la explosión tecnológica que comenzó hace algunas décadas, acaso hace un siglo y medio, ha sido un modelador de la forma de vida en la que estamos metidos, y no el menos poderoso; ha tenido una fuerza tan arrasadora que ha unificado formas de vida de clases que previamente eran muy diferentes y aun opuestas desde el punto de vista de los valores.

Se vive, creo, sea como fuere, siguiendo las pautas dictadas por una forma de vida que ordena comportamientos, hasta preguntas y respuestas cuando no sentimientos y fantasías. Quizá no se sea consciente de que eso ocurre pero desde afuera, con cierto ánimo socio-antropológico se podría describirla a la manera de un proceso y, en consecuencia, compararla con otras, de otros momentos o de otros grupos sociales, pero es igualmente cierto que tal descripción también estaría determinada, no sería objetiva ni desinteresada.

En lo que concierne a la Argentina la mecanización del campo y el desarrollo de la industria rompieron seculares diferencias al comienzo del siglo XX en el campo como en las ciudades, y la necesidad de integrarse a una tierra nueva modificaron sustancialmente modos que los inmigrantes traían de sus orígenes hasta renunciar a ellos e ingresar en otros impensables hasta ese momento, comidas, ropas, lenguajes, ceremonias; los medios de comunicación, ampliados y generalizados, radio, televisión, telefonía, atravesaron peculiaridades y generaron lenguajes propios de formas de vida que acaso prosigan separadas socialmente, y lo son económicamente, pero que emplean iguales códigos: la comida que se sirve de ordinario en recintos de alta, baja y media burguesía es la misma, matices mediante, que la que se come, en menor cantidad y tal vez con menos elaboración, en las ciudades perdidas; el culto a la droga ha ingresado a formas de vida que se consolidan, con asombro o con reverencia, en estratos sociales que celebraban ceremonias entusiastas de otros modos, cada cual respondiendo con naturalidad a un “así es y no se ve de qué otro modo puede ser” y que, gracias a este poderoso catalizador, comparten una mirada que tiñe toda una época.

Estamos lejos de la escena inicial si pensamos en que las proposiciones matrimoniales, el lenguaje del requiebro y las técnicas de seducción están fuertemente colapsadas, hay gente que se ennovia y se casa con todas las de la ley, pero mucha otra no considera necesario hacerlo y no pasa nada, parece muy natural porque es propio de una época. ¿Podrá cambiar esto hacia un retorno o hacia una nueva manera de considerar este tipo de relaciones? No se puede predecir porque no se puede predecir qué nuevos factores pesarán en la forma de vida actual y la harán trepidar llevándola a una época muy anterior, o tal vez a otras tan poco satisfactorias como la actual o aún menos.

¿Será ésa la mejor manera de considerar qué valen las respectivas formas de vida que se disputan una permanencia y quedarse, resignadamente, con la más naturalizada, ésa en la que estamos y que nos indica, con dudas, cómo tenemos que vivir?

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