CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
› Por Juan Sasturain
A la memoria del Gordo Chimirri,
que hubiera querido estar.
Se acaba de estrenar en el Malba –y se va a dar durante viernes sucesivos– una lindísima película: A vuelo de Pajarito. Es un documental que filmó durante lo que me imagino ha sido bastante tiempo –por la data no fechada de los testimonios– el joven director Santiago García Isler sobre su padre, el periodista Rogelio “Pajarito” García Lupo. Y es una maravilla que merece verse, por varias razones.
En principio, porque quien la inspira, motiva y protagoniza es una persona/personaje extraordinaria/o en el sentido literal de la palabra –alguien fuera de lo común– que, pese a serlo, ha mantenido durante sus interminables casi seis décadas de vida profesional un perfil tan discreto como coherente. Perspicaz cultor del periodismo de investigación antes de que el término se acuñara, Pajarito es único en su especie, o casi. No hay muchos periodistas en América latina que puedan disputarle su condición de testigo privilegiado, testimoniante directo y analista crítico de sucesos, personas y circunstancias excepcionales de nuestra historia contemporánea. Seguramente hay pocos que pueden competir con su contundente eficacia en la denuncia y el desenmascaramiento. Y ninguno con su irónico humor, invencible.
A vuelo de Pajarito subraya de algún modo –desde el título– esta feliz circunstancia. Porque la otra gran virtud de la película reside en el tono distendido, nunca solemne, casi jodón sin dejar de ser riguroso, con que se aborda el dilatado itinerario del impar Rogelio, el hombre que –según la definición de su amigo Landrú– “razonaba demasiado”. Y fue por eso, precisamente, que le dio el nombre y le atribuyó el delirio a uno de sus personajes recurrentes en los primeros tiempos de Tía Vicenta, junto al carnicero Cateura, el señor Porcel y otros excesivos caracteres. Ese Pájaro de ojo avizor y detector de tramas secretas y oscuras maquinaciones es el mismo al que, según la anécdota que el film recoge y el mismo protagonista celebra, un Borges ladeado por Edmundo Clemente le dice cuando –a tientas– se lo presentan: “Ah, García Lupo, ¿siempre conspirando?”. No precisamente, diríamos: como un personaje del mismo Borges o de Chesterton (mejor), este Pajarito siempre sabía/percibía demasiado. Y lo contaba como –y cuando y en donde– sólo él y la causa justa lo determinaban.
No vale la pena subrayar acá que la primera imagen de la peli es el Zeppelin sobre el cielo de Buenos Aires, su primera experiencia –un nene porteño– con un suceso histórico-periodístico. Tampoco es necesario recordar que estuvo codo a codo y máquina a máquina con su amigo Rodolfo Walsh durante 20 años: desde las primeras trifulcas juveniles callejeras en el nacionalismo beligerante, pasando por la investigación encargada por el pelado Rodríguez Araya tras el asesinato de Satanovsky durante el gobierno de Frondizi, hasta las experiencias fundantes de la creación de Prensa Latina en Cuba entre el ’59 y el ’60, y del periódico de la CGT de los Argentinos de Raimundo Ongaro, en 1968. Y que fue director de Eudeba bajo la gestión de Jauretche durante la primavera camporista. El Pájaro García Lupo estuvo parado y cantante en todos esos palitos no enjaulados. Bastarían para embalsamarlo en vida.
No lo han hecho, sin embargo: Gelman, en un testimonio agudo y cariñoso, da el ejemplo de su habilidad para escamotear las fuentes cuando lo apretaban policialmente por derecha; Isidoro Gilbert recuerda cómo ayudaron a hacer zafar a un colega detenido/chupado durante la dictadura; el Menchi Sábat elige en vivo el mejor perfil ornitológico entre todos sus dibujos para hacer el retrato que dé cuenta de su agudeza y liviandad. El heterogéneo repertorio de testimoniantes convocados por la película es sintomático –en su saludable diversidad– de la calidad personal, de la libertad de su vuelo.
Para el final, acaso recordar/recomendar dos momentos muy hermosos de A vuelo de Pajarito: uno, diseminado a lo largo de toda la película, es la secuencia que recoge la reciente entrega de su archivo personal a la Biblioteca Nacional, el traslado amoroso de las cajas con cartelitos, la charla con Horacio González; el otro, un brevísimo diálogo con Osvaldo Bayer, que no les voy a contar... Ahí, en esa recortada escena imperdible, boludísima, está el saludable espíritu del film; lo que cuenta y el cómo; la historia, y sus protagonistas conscientes de estar haciendo de sí mismos y para qué.
Bien puedo mantener ese secreto y otros respecto de lo que vi/vimos en el Malba. El Pájaro lo hace, genio y figura, cuando no revela –ni lo hará– las circunstancias en que vio al Che por última vez en algún momento del ’61.
Nobleza obliga.
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