› Por Juan Forn
Muchos escritores son elogiados o admirados por inventarse a sí mismos, pero con Anatole Broyard pasó lo contrario. En su libro Trece maneras de mirar a un negro, el historiador afroamericano Henry Louis Gates lo llamó “el Scherezade de la impostura racial”. Broyard logró que, durante cuarenta años, se lo leyera y se lo tratara como si fuese blanco, por el sencillo procedimiento de no decir nunca explícitamente que era negro. En palabras de su propia hermana: “Anatole era negro cuando entró al subte en Brooklyn, dispuesto a triunfar en la ciudad, y ya era blanco cuando se bajó en el Greenwich Village”. Al decir Brooklyn se refería a Bedford-Stuyvesant, el vecindario negro adonde se instaló el padre carpintero de los Broyard, con su esposa y sus tres hijos, proveniente de Nueva Orleáns, cuando Anatole tenía dos años. Para conseguir mejores trabajos, el padre, que tenía la piel café con leche, dejaba que sus clientes creyeran que era blanco, pero se consideraba negro y vivía como negro en Bedford-Stuyvesant. Anatole, en cambio, se sentía distinto ya de chico. Veinte años después, en el cuento que lo haría famoso, escribió: “De las puertas para adentro éramos una familia normal, pero en la calle yo sentía que todos nos miraban, que llamábamos la atención. Cualquiera que me viese con mi familia sabría demasiado de mí”.
Se refería a las distintas tonalidades de piel de sus padres y de sus dos hermanas, unos más café con leche, otros más oscuros. Pero se guardó bien de aclararlo. En cambio, seguía diciendo en aquel cuento: “¿A quién de los jóvenes de América que convergían en el Village después de la guerra no lo avergonzaba su familia? Nadie allí era hijo de sus padres, éramos todos huérfanos de la vanguardia y la bohemia, la primera generación que develaría no sólo el significado de la vida sino hasta el significado de todo significado”. Eso era Anatole Broyard cuando el The New York Times se fijó en él: un apóstol de la literatura, un precoz mandarín de las letras que, con el tiempo, se convertiría en árbitro del gusto literario para la Norteamérica blanca.
Su leyenda había empezado cuando trabajaba en una minúscula librería de usados pegada a la New School, el epicentro intelectual del Village: allí, se resistía a vender todo libro llegado a la librería que él no hubiera leído aún, no importaba el precio que le ofrecieran. Pero la eclosión vino con su primer cuento publicado, una obra maestra de cincuenta páginas titulada “Lo que dijo la cistoscopía”, una historia de padre, hijo y hospital, donde no había un solo elemento que llevara a pensar que esa familia de Brooklyn fueran otra cosa que blancos. Una editorial le ofreció un jugoso anticipo (veinte mil dólares de los años ’50) si les daba una novela de la que aquel cuento formara parte. Norman Mailer dijo que compraría el libro de Broyard el día mismo en que llegara a las librerías. El mundo literario se sentó a esperar aquella novela. Entonces vino la oferta del The New York Times.
Durante cuarenta años Anatole comentó tres novelas por semana. Tenía verdadero instinto a la hora de evaluar un libro y una prosa tan precisa como brillante para fundamentarlo. Su opinión podía alzar o hundir a un autor. Era literalmente un custodio de las puertas del templo. Mientras tanto se casó con una rubia, la rubia más blanca que encontró, una bailarina de ballet, descendiente de noruegos, exquisita en todo sentido, y se mudó con ella a Connecticut (¡un flâneur del Village en Cheeverlandia! ¡Un negro de Bedford-Stuyvesant pasando por wasp!) y tuvo dos hijos (que salieron blancos, ambos) y empezó a publicar, además de sus críticas semanales, unos ensayitos autobiográficos que pensaba convertir en memorias y ofrecer a la editorial a cambio de la novela que no podía escribir.
El problema con aquellos ensayitos era lo que callaban. Su editora le dijo tímidamente: “Cuentas que tu familia se muda a un barrio negro en Brooklyn y no ofreces ni un comentario al respecto. No puedes suprimir elementos que parecen cruciales en tu historia y pretender que no existen”. Broyard fue a ver a uno de sus más admirados colegas, Harold Brodkey, que como él había ganado fama con unos pocos cuentos y del que también se esperaba una novela que nunca llegaba. Brodkey le mostró las setecientas páginas que llevaba escritas y le explicó que su problema era que le faltaban como mínimo otras quinientas. “¿Y tu problema, Anatole, cuál es?” Broyard le contó lo que le había dicho su editora. Brodkey le contestó que todos sabían que tenía “influencia de las islas en la sangre”. ¿Era un abuelo creole, un bisabuelo quizás? ¿Por qué diablos no confesarlo? “No entiendes”, contestó Anatole. “Todos en mi familia son negros, hasta donde logré remontarme. No soy mestizo, no tengo sangre mixta ni influencia de las islas. Sólo corre sangre negra por mis venas. Y no quiero ser un escritor negro. No quiero circunscribirme a la problemática negra. La raza no tiene por qué ser necesariamente un asunto de ley natural; puede ser también una cuestión de afinidades electivas. Y lo que yo siempre quise es ser un escritor, no un escritor negro.”
Luego de la partida de Broyard, Brodkey le comentó a su mujer: “Tal como algunos hombres roban a las mujeres pedazos de alma, de personalidad, para construir la vida emocional que no tienen, Anatole roba a los blancos para construir la suya”. Quienes lo conocían mejor pensaban que el tema literario de Broyard era esencialmente él mismo, y que no escribía su novela porque la estaba viviendo, dedicando todos sus esfuerzos a no ser negro. En 1989 le diagnosticaron un cáncer de próstata, el mismo que se había llevado a su padre cuarenta años antes. “Muchas veces he soñado que cometía un crimen y me llevaban a juicio y debía encargarme yo mismo de mi defensa. Pues bien, este cáncer quizá sea el delito, y la elocuencia de sobrevivirlo será mi defensa”, escribió.
Catorce meses después estaba muerto, pero en ese tiempo siguió publicando sus ensayitos, ahora enfocados en el análisis literario de su enfermedad. Pensaba titularlos “Críticamente enfermo”. Su familia lo publicó, póstumo, con el título Ebrio de enfermedad. Como era demasiado breve le agregaron al final el cuento “Lo que dijo la cistoscopía” (que nunca había aparecido en forma de libro), dejando voluntaria o involuntariamente en evidencia que el tema esencial de Broyard, aquel en el que hubiera descollado, no era él mismo sino los otros: los otros más cercanos, esa familia de la que se resistía a hablar. “Como en toda gran tradición, mi familia debió morir antes de que llegara a entender qué significaba para mí. Me pregunto si yo también soy una vergüenza para mis hijos. ¿Se han sumado a mi conspiración o sólo la ignoran? ¿Pueden?” A la viuda le quedó la tarea de contarles a los hijos el secreto de Anatole. Ellos habían sentido siempre que su padre les ocultaba algo inconfesable. Su reacción, cuando supieron el secreto, fue de alivio de que se tratara sólo de eso. El servicio fúnebre se hizo en el exclusivo yacht club de Connecticut del que Anatole era miembro, el club aprovechó la oportunidad para emitir un comunicado anunciando su nueva política mixta de aceptación de socios.
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