Lun 11.08.2014

CONTRATAPA  › ARTE DE ULTIMAR

Sobre el tamaño de las manos de la lluvia

› Por Juan Sasturain

Hace diez años, con motivo de la primera edición castellana de The Enormous Room (1922), recordábamos a un poeta único a partir de una escena de película que lo homenajeaba. En una inolvidable secuencia de Hannah y sus hermanas –de la época en que nos gustaban todas las películas de Woody Allen–, el proyecto de adúltero Michael Caine se jugaba todo en una librería y con el alevoso propósito de levantarse a su cuñada Barbara Hershey le leía uno de los poemas de amor más hermosos de la lengua inglesa, el que empieza así, todo con minúscula: “somewhere i have never travelled, gladly beyond...” (“en un lugar adonde nunca he ido, alegremente, más allá...”), y termina con el inolvidable “nobody, not even the rain, has such small hands” (“nadie, ni siquiera la lluvia, tiene manos tan pequeñas”). Inolvidable. La mina se merecía eso y mucho más, porque la Hershey –hermana más chica de Hannah (Mia Farrow) y en pareja con un veterano Max von Sydow en la película– ha sido siempre hermosa e inteligente, ya como jovencísima ladrona a lo Bonnie en sus comienzos, como joven yegua de cara lavada en la de Woody o como la fortísima Magdalena que eligió Scorsese para prepararle la última tentación nada menos que a Cristo. Siempre estuvo para hacerle el verso.

Volviendo a la idea inicial: ese hermoso y accesible texto poético leído con acento británico por el miope Caine sirvió para que muchísima gente se enterara de que existía alguien llamado e.e. cummings (sic), un incómodo yanqui capaz de escribir así, con minúsculas obligadas, las cosas más extrañas y maravillosas. Y ojalá que la película de Allen haya servido también para vender algunos libros más de este poeta inclasificable.

Nacido en Cambridge, Massachusetts, en 1894 –se cumplen 120 años este próximo octubre–, hijo de un multifacético profesor de Harvard luego ministro de la Iglesia Unitaria de Boston, e.e. cummings (Edward Estlin Cummings en los formales documentos), tras frecuentar los griegos, Dante y Shakespeare, publicó sus primeros trabajos en las revistas de la universidad y cumplió el sueño de su madre de tener un hijo poeta. Graduado justamente en Harvard –su casa– en 1916, partió a Francia a hacer pacíficamente la guerra como voluntario y (como Hemingway) en el cuerpo de ambulancias; pero terminó arrestado en un campo de concentración francés durante tres meses, acusado de espionaje. Las amarguras no le impedirían luego escribir brillantemente la crónica de esa experiencia en la citada La habitación enorme –testimonio tan fuerte como las novelas de Junger, las películas de Kubrick o Losey, las historietas de Tardi sobre la épica imbecilidad de las trincheras, el gas y otros horrores–, ni volver a Europa como conspicuo integrante de la llamada “generación perdida”.

Pero este e.e. cummings, que frecuentó la escritura teatral y fue pintor part time, pasaría sobre todo a la historia grande de la literatura del siglo XX porque se atrevió a escribir, según puntualizó Harold Schönberg, “algunos de los versos más arbitrarios, poderosos, soberbios, feos, audaces, explosivos, incomprensibles (para algunos) admirables y discutidos de nuestro tiempo”. Y el dodecafónico acertó con todos los adjetivos. Faltó uno, que se deduce del resto: “Intraducibles”. Precisamente, verter los poemas de cummings al castellano nunca dejó de ser una aventura de resultados inciertos, para no decir desastrosos, a la que se atrevieron varios incombustibles versificadores españoles, algún mexicano Premio Nobel y valientes criollos. Siempre algo se puede hacer, y algunos –Paz, Revol, Perednik, Vasco y Tobelem (sobre todo), San Juan y Figueras, y Canales– han hecho el fervoroso esfuerzo.

Fuera de toda escuela, categorización o corriente, el inclasificable cummings es de los que no cuadran siquiera en el contexto de sus iconoclastas coetáneos Eliot y Pound. Sus innovaciones –equivalentes en virulencia y creatividad a las de sus pares impares– pasan por otro lado: una alevosa destreza técnica para combinar metros y rimas, y un manejo libérrimo de la puntuación, el espacio y la disposición gráfica, con ruptura incluso de la palabra en famosos textos que lo acercan más al letrismo o la poesía concreta. Su propia experiencia plástica lo aleja de las búsquedas mucho más conceptuales, siempre conscientes de la tradición literaria, de Pound y Eliot. El modo de cummings es explosivo, popular pero sutil, musical pero ruidoso, efectista e incorrecto, entre la provocación y la genialidad. Recogió, naturalmente, fanatismos a favor y en contra.

Basta con los títulos de sus libros. Al primero de poemas Tulips & Chimneys (Tulipanes y chimeneas), de 1922, le siguió XLI Poems (1924); pero los sucesivos se llamaron simplemente & (1925) –porque reunía los poemas que los dos primeros editores habían desdeñado en sus selecciones–e Is 5 (1926) como respuesta a la suposición generalizada de que 2 + 2 = 4... Es que si hay un rasgo constante en la poesía o –mejor– la mirada de cummings, es el humor. Un humor ferocísimo, iconoclasta, a veces vulgar –“un político es un culo / en el que cualquiera se sienta excepto un hombre”– y a veces, casi siempre, irónico: “cuando las serpientes reclamen su derecho a reptar / y el sol haga huelga para obtener un sueldo digno; / cuando las espinas contemplen sus rosas con alarma / y los arco iris cuenten con un seguro de vejez... y marzo denuncie a abril por saboteador; / entonces creeremos en esa increíble / humanidad inanimal (pero no hasta)”.

Además de sus poemas reunidos en más de diez volúmenes y de un par de insólitas obras teatrales –Him (1927) y Santa Claus (1946)–, dejó unos pocos volúmenes en prosa. Y en ningún lugar mejor que en sus Seis inconferencias (I: Six Nonlectures), dictadas en Harvard en 1954 y traducidas impecablemente por Mario Tobelem, cummings ha explicitado mejor, a través de una originalísima autobiografía lírica, su concepción de la poesía y de la vida, “esa entrañable rebeldía suya contra todo lo que nos condena a la tristeza, su intento desesperado por recuperar para los hombres la alegría de vivir”, como define la contratapa de la inhallable edición argentina de 1976. Una celebración que se expresa en términos de extraño rigor lógico con fórmulas concisas y deslumbrantes: “ni falso ni posible es el amor / (que es imaginado, y por tanto ilimitado) / el amor es dar y guardar lo dado; / como el sí es al acaso, el amor es al sí”. Sólo Macedonio ha caminado por renglones parecidos en castellano.

Ideológicamente –perdonando la palabra y los equívocos–, cummings también anduvo siempre en el filo de la incorrección, y aunque encarna un avatar más de la tradición yanqui del individualismo exacerbado, no por eso es un liberal amoldado. Fue a la URSS a comienzos de los años ’30 y el resultado de su excursión fue un inclasificable libro de viajes, Eimi (Yo soy en griego), absolutamente experimental, construido a partir del esquema dantesco (el “Inferno” es la URSS) y profundamente crítico de la burocracia stalinista. Lo acusaron de antisemita cuando usó la palabra kike (despectiva forma de mentar a los judíos) en un poema de Xaipe (1950), y transitó zonas minadas al mencionar un nigger: “un día un negro / atrapó con las manos / una estrellita no mayor / que no entender / ‘nunca te soltaré / hasta que me vuelvas blanco’ / así fue y las estrellas / ahora brillan de noche”. Ironizó incluso con Eisenhower y nunca dejó de criticar el autoritarismo del Estado y todas las formas de coacción desde un individualismo radical.

En los últimos años disfrutó de una extraña popularidad como lector de sus poemas, y recibió becas, premios y reconocimiento. “Nacido en 1894, se conserva siempre maravillosamente”, contestó a mediados de los ’50, en tercera persona y parafraseando el slogan del querido Johnnie Walker. Duraría un tiempo más y fue de los pocos, junto con Faulkner, que no se prestó a adornar la mesa de Jackie Kennedy cuando la Dama convocaba desde la Casa Blanca.

Cuando murió en 1962, selló una obra de tal originalidad que no ha dejado escuela, ni descendencia. Como sucede con su admirado Krazy Kat –el comic, la obra maestra absoluta de George Herriman a la que dedicó en 1946 un prólogo-ensayo revelador–, la poesía de cummings inventó un universo loco y cerrado con sus propias e inimitables reglas, las que le permitieron hablar por primera y única vez del tamaño de las manos de la lluvia o especular sobre el culo y los políticos.

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