› Por José Pablo Feinmann
La palabra encrucijada tiene muchos significados. Pero sobre todo uno: una encrucijada es un lugar en que confluyen muchas cosas, se armonizan o disienten, un lugar peligroso, de pelea, de amistad, de manos que se estrechan o puños que golpean. El cine está lleno de encrucijadas. Casi podríamos decir que las encrucijadas lo constituyen. Aquí vamos a saltar de una a otra. Lo que nos permitirá –con gran libertad– saltar de una temática a otra. Empecemos.
Un film dirigido por Paul Haggis siempre merece el riesgo de verse. Más aún si el cast lo forman Tommy Lee Jones, Charlize Theron y Susan Sarandon. El film puede resumirse así: viaje de ida (bandera cabeza abajo-se pone tal como es: cabeza arriba), viaje de vuelta (bandera cabeza arriba-se pone tal como estaba en el viaje de ida: cabeza abajo). ¿Qué significa esto? Podríamos teorizar sobre el poder de los símbolos. Pero no perdamos tiempo. Argumento: le avisan a Tommy Lee Jones que su hijo, soldado en Irak, ha muerto. Jones se despide de su mujer y emprende el viaje. Al pasar por un puesto militar ve la bandera norteamericana cabeza abajo. Veterano de Vietnam, acaso patriota, frena su camioneta y le dice al encargado del puesto que la bandera debe estar correctamente colocada. Porque si la bandera está al revés es un llamado de ayuda: “Estamos mal. Tenemos miedo. Creemos que nadie salvará nuestro culo (our ass, dice secamente Jones)”. Ponen la bandera como debe ser: cabeza arriba. Jones sigue su viaje. Es un viaje al infierno de su conciencia y de su dolor. Se entera de hechos terribles que protagonizó su hijo. Uno de sus compañeros le dice: “Hay que tirar la bomba, señor”. Jones regresa. Pasa otra vez por el puesto. Detiene la camioneta. Retrocede. Llama al encargado del lugar. Y le pide de nuevo que lo ayude a poner la bandera como estaba en el viaje de ida: cabeza abajo. Hay quienes dicen que el gobierno norteamericano –deliberadamente– entrega dinero para que se hagan películas progresistas. Es posible. No creo que Goe-bbels hiciera esto. Ni muchos otros que no voy a nombrar ahora.
Samuel L. Jackson es un torturador profesional al servicio de la CIA. Lo llaman. En un sótano tienen atrapado a un sospechoso de nombre Yusuf, que no parece en nada musulmán, pero, a veces eso es peor. Yusuf confiesa que ha puesto tres bombas de gran poder en la ciudad de Nueva York. Las encuentran. Suficiente, ya no hay por qué torturarlo. Pero Jackson no confía. Para él, hay una cuarta bomba. Entonces sucede lo unthinkable, lo impensable. Jackson, buscando que Yusuf confiese esta verdad, hace traer a sus tres hijos y le dice que los va a torturar en su presencia. Que no bromeen: esto no es lo “impensable”. No lo es para nosotros. Nuestros militares, instruidos por las fuerzas francesas de Argelia, violaban, torturaban y mataban hijos delante de sus padres. Jackson se encuentra a punto de iniciar su tarea cuando informan que no hay más bombas, que lo han confirmado. Antes de eso, y para que no torturen a sus hijos, Yusuf robó una pistola y se suicidó. Ya no tiene información que dar, ya no torturarán a sus hijos. Se cancela todo. Jackson se va de malhumor. Pero, en la copia que yo vi, hay un añadido. Dicen que ese fragmento a veces se da, a veces no. La cámara toma una pequeña fiesta de buenos chicos de la CIA y el FBI. Brindan con champagne: han encontrado todas las bombas. La cámara empieza a desplazarse, entra por algunos laberintos y da con la cuarta bomba. El conteo es escalofríante: 10-9-8-7-6-5-4-3-2-1-0. La pantalla queda en negro. Al rato empiezan a pasar los títulos. Yusuf mentía. Había una cuarta bomba. Jackson tenía razón. Si le hubieran torturado a los hijos habría dicho la verdad y muchas vidas “americanas” se habrían salvado.
Una de las más excepcionales películas de la historia del cine: Conciencias muertas (The Ox-Box Incident), dirigida por William A. Wellman. Una pandilla (mob) de enceguecidos vengadores atrapa a unos hombres y los acusa de cuatrerismo. Sin más, al mando de un coronel de la Confederación, los linchan. Aparece el sheriff –que había perseguido por la ruta atinada a los cuatreros– y les informa que los tiene en la cárcel. Que no son los que acaban de linchar. El hijo del coronel, que huye hacia su casa, lo persigue. El coronel se encierra. Desde fuera, el hijo le arroja las peores acusaciones. El coronel se suicida. En el saloon del pueblo, Henry Fonda (en un plano maravilloso, tapada la cara por el sombrero de Harry H. Morgan) lee la carta a la esposa de uno de los sacrificados, Dana Andrews. Luego, los dos amigos salen a la calle y montan sus caballos. Morgan pregunta: “¿Y ahora? ¿Qué haremos ahora?”. Fonda responde: “Ir a entregarle la carta a la esposa de este hombre, desde luego”. Un film valiente, hecho en medio de la Segunda Guerra Mundial. Había muchos linchamientos en ese momento. Un hito en la lucha por los derechos humanos.
El cuadro en negro. De pronto se abre un gran portón y por ahí se derrama la luz del mexicano Gabriel Figueroa. Un homenaje que le hace John Ford, que sabía muy bien a quién tenía en la luz, junto a su cámara. Otra vez Henry Fonda en un film basado en la novela de Graham Greene, El poder y la gloria. El film es de 1947.
Damos un salto: en 1958, el gran Joseph Lewis dirige Gangsters en fuga (The Big Combo). El guión es de Philiph Yordan. La música de David Raksin (Laura) y la luz de John Alton. Al final, el bad guy Richard Conte es reducido gracias a los focos poderosos de un coche de los ’50. Muchos dicen: “A Conte lo atrapó John Alton”.
Queda mucho: Rocco y sus hermanos, Il Gattopardo, Barry Lyndon, La fuente de la doncella. Volveremos.
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