CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
› Por Juan Sasturain
La última vez que soñó o recordó que había soñado, el viejo general retirado / desterrado de la milicia / de la patria / de la Historia / de la vida en general y de sí mismo, oyó / olió algo y creyó saber y no supo. No supo qué.
No supo –digo que no sabía– qué oía / qué olía a qué esa última noche o madrugada al despertar, el general acostado / acosado por la fiebre, los dolores y el incómodo peso de insólitas frazadas. No supo si era de noche aún o amanecía, y sobre todo no supo que ésa era / sería la última vez que soñaba / soñaría que se despertaba tras soñar / que se despertaría en general.
En general –digo–, el general desde hacía mucho sólo despertaba cuando dejaba de ver lo que veía, lo único que veía, en realidad: lo que soñaba. Se recordaba para casi nadie / casi nada lo esperaba / casi ciego como estaba apenas sin estar / sino apenas donde estaba la luz, en el sueño de haber sido. Lo hecho y deshecho volvía a ser /oler / brillar como sabía o solía en la vigilia del pasado.
El pasado no pisado –digo– ni perdido, volvía con el sueño y partía con la luz, traía los únicos colores que poblaban la sombra alrededor del general: no los apenas entrevistos faisanes empapelados en la pobre pieza de ventanas altas sin cortinas o las flores del jardincito raleado sin olores –digo: no eran ésos– sino otros los (colores / olores / sonidos) del sueño que volvía y volvía y volvía en la casa desolada cada noche / cada vez.
Cada vez era la grupa oscura, charolada de sudor, de los caballos / el olor a bosta fresca y el viento desde el río tan temprano / cada vez las chaquetas azules y las rojas / amigas / enemigas, el morrión encrespado, y de pronto –cada vez– el vestido rosa desgarrado / caído a los pequeños pies casi de nena / de repente el relámpago negro del pelo contra la almohada desbordada / el relámpago blanco: la curva dócil de la cintura adolescente / la curva afilada del sable en el aire y –cada vez y esa vez– los brillos del bronce al sol en la carga de Maipú / los brillitos de la saliva entre sus dientes tendida bajo la íntima parra, y de golpe –cada vez y esa vez y una vez más– el golpe final / el ácido vómito / el oscuro chorro cárdeno por la sangre del sargento sobre la bayeta embarrada / sobre la sábana olorosa / entre patas de caballo derrengado / entre los dedos nudosos del viejo que no sabe / que no puede / que no entiende / que no quiere / no querría / no quisiera despertar.
Despertar –digo, es un decir: que se despierta el general– pero no quiere: esa última vez que soñó / recordó que había soñado, creyó feliz que se moría de una vez por una daga mora en Orán / por una bala francesa en Bailén / que una esquirla lo dejaba tullido en los llenos de Chacabuco / un abrazo lo ahogaba entre los brazos de aquella limeña fatal pero no / pero los ruidos –y no los sordos de corceles y de aceros– lo arrastraron a la enconada vigilia una vez más como quien trae e impone una mala noticia / un pésimo rumor.
Los rumores –digo– los lejanos rumores del último mar y no del primer río / las sirenas de los distantes barcos del Canal y no el canto de los pájaros sobre las chatas aplastadas por la siesta correntina: los sonidos que trepaban las ventanas abiertas de par en par al cálido agosto del último verano en Boulogne lo arrastraron / lo sacaron de sí / del sueño en el que se perdía / se ganaba / la vida / como quien ya se ganó largamente la muerte.
Así, la muerte –digo: la muerte del viejo general– llegó tarde y el viejo ya no estaba. Se había ido una vez más, como solía, al otro lado –antes del mar, de las montañas– según su estilo de sacar el cuerpo tras ponerlo todo. Lo habían traído de últimas a los calores y al aire de la costa desde un París entorpecido por las incomprensibles barricadas del ‘48 y en los últimos meses de escasez y mala sangre el general soñaba y soñaba rico y mucho a contrapelo de una vigilia sin mañana.
Y esa mañana justo, la última vez que soñó y recordó que había soñado / supo que algo había ahí, pero no supo qué. Hasta que al fin reconoció, en la penumbra, con agradecido estupor de despedida, el olor antiguo y escondido que le subía por la sangre y la memoria con el rumor del mar / del río que volvía a correr allí nomás, como solía: de la cocina apenas distante, el humo sutil le trajo a la ventana como un último regalo, la memoria jubilosa de una escena que encerraba el sentido de su vida: el costillar entero, tendido a las brasas a la vera del convento, y los hombres reunidos alrededor, tras las fatigas del combate con la luna argentina por único testigo.
La última vez que soñó y recordó que había soñado, el viejo general retirado / no renegado de la vida, creyó saber –digo: queremos creer que supo– por fin, de qué se trata.
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