Mar 19.08.2014

CONTRATAPA

Homo Paraíso

› Por Rodrigo Fresán

Desde Barcelona

UNO ¿Estuvo alguna vez en lo que hoy es Irán, junto al río Karún, que en la Biblia se llama Gihon? ¿O donde ahora se alza la celestial Tabriz? ¿O tal vez, para inmigrantes de rodillas, al otro lado de esa valla a saltar y de ese estrecho a cruzar que separa a Africa de Europa? ¿Y cuándo fue que el Paraíso –muera primero, entre después– decidió emigrar de la Tierra para posarse entre nubes blanquísimas? ¿Flotará ya allí Robin Williams quien, seguro, no ha respetado ni el minuto de silencio por sí mismo o quizá –por suicida– habrá sido despachado al infierno de una eterna stand-up tragedy sin público, ni risas, ni chistes ajenos para robar? ¿Es el Paraíso luz blanca al final del túnel negro o diáfanas escaleras de cristal y puerta dorada? ¿O será el Paraíso –ese sitio del que se irradia ese Amor con mayúsculas que mueve al Sol y las demás estrellas y a la Súper-Luna y a las Perseidas– este par de metros cuadrados de arena mallorquina que Rodríguez defiende como si se tratara de playa de Normandía en Día D? ¿Quién sabe? ¿Importa? De pronto, Rodríguez se acuerda de esa canción de Talking Heads que cantaba en su adolescencia, “Heaven”, en la que Heaven es el nombre de un bar al que todos quieren entrar y donde, a la altura del estribillo, se explica a los fieles que “El Paraíso, El Paraíso es un lugar / Un lugar donde nunca / Nunca pasa nada”.

De ser esto verdad, entonces Rodríguez no está en el Paraíso. Porque donde está Rodríguez pasan demasiadas cosas. Todo el tiempo. Y todos cantan aleluyas a sí mismos incluso en la hora del mea culpa. Es lo bueno de la religión católica: todos es perdonable menos el no ser católico.

DOS Y Rodríguez es católico. Fue bautizado y hay fotos de su primera comunión en la que, para su madre, sigue pareciendo “un angelito” y, para él, “un hobbit con traje de domingo”. Y las noticias hablan de que en España hay cada vez menos creyentes pero, eso sí, son más fervorosos. Como la hija de Isabel Preysler, la It Girl ibérica, Tamara Falcó quien, en sus memorias más bien dispersas y tituladas Estamos de vuelta, ha contado que “sentía una melancolía difícil de describir, y fui a una librería y la Biblia fue el único libro que me llamó la atención” y que “si me sintiese llamada me haría monja, pero no he sentido esa vocación”. Mientras tanto y por las dudas Tamara sigue creyendo en ofrecer su vida a ¡Hola! Rodríguez –aunque experto en eso de la “melancolía difícil de describir”– no tiene esa suerte. Y cada vez se le hace más difícil lo de la fe. Hay algo que no le cierra, narrativamente, en un dios que –a diferencia de Lauren Bacall en aquella película– nunca te dice que viene si le silbas. Un dios que crea nuestro planeta hace miles de millones de años y que espera hasta casi ahora mismo en términos cósmicos para hacer evolucionar al hombre. Un dios que se demora hasta hace apenas dos mil años para enviar al muere al salvador de su hijo para dejarlo morir y resucitarlo casi a escondidas (¿por qué no una reaparición triunfal y revolucionaria ante las autoridades romanas y judías?) para, de tanto en tanto, hacerlo bajar por aquí y por allá y, según Pablo Iglesias, tal vez afiliarse a Podemos. Es raro, ¿no? Casi tan raro como las iglesias que se derrumban sobre los fieles, los sacerdotes que mueren por Ebola (a propósito: ¿por qué crear enfermedades de contagio indiscriminado siendo un dios justiciero que todo lo ve?), o la “novedad” sin fin de un Papa guay y cool y piola y definido como “un paraíso de comunicación”. De acuerdo: los designios del Señor son inescrutables pero ¿tan inescrutables? En cualquier caso, Rodríguez tiene dudas e inquietudes más urgentes. Y puesto a dar las gracias, Rodríguez agradece a los mellizos Fagliacce-Stein –sus sumos sacerdotes– que le tiraron por unos días las llaves de su departamentito en Palma de Mallorca a cuenta de futuras genuflexiones frente al altar sacrificial de Tangoz Publicidad. Y ahí está ahora: veraneando como un gentilhombre en las mismas orillas donde descansan sus flamantes majestades por derecho divino. Letizia parece muy contenta de regresar a un sitio y a recepciones que en más de una ocasión manifestó no soportar pero que ahora “moderniza” como reina hipster. Sofía sonríe (porque no toca llanto) fotografiándose con su increíble familia menguante (¿andará por ahí el nieto-diablillo Froilán?). Juan Carlos está lejos de allí (porque ya no está obligado a figurar en semejante procesión). Y un casi evangélico Felipe comentó que “Mallorca es un trozo del cielo en la tierra”. Y los gastos de todos ellos y el mantenimiento del palacio de Marivent –1.300.000 euros al año, para unos pocos días que pasan allí los Borbones– siguen saliendo de las cada vez más recortadas y recortantes perdidas arcas públicas.

Verano sangre azul, que le dicen.

TRES Pero, lo de antes, Rodríguez tiene otras preocupaciones: a unos veinte kilómetros de allí, su hija anda dando vueltas por la serpenteante y tentadora Magaluf (población 4363). Ese balneario con nombre de resonancias antiguotestamentarias, hermano mediterráneo de Sodoma y Gomorra. Allí –el infierno para unos es el paraíso para otros– los jóvenes bárbaros e invasores estivales (británicos en su mayoría, un millón cada verano, dejando montañas de libras a los horrorizados pero necesitados locales) se entregan a un edénico e infernal frenesí de pubcrawling (alcohol de bazar chino y oxy-shots), drogas surtidas, shagaluf (sexo non-stop), balconing (arrojarse de balcones), mamading (si me das algo de chupar te la chupo), vomiting, mordiscones (consecuencia de meterse la enloquecedora “droga caníbal”), selfkill (accidentes idiotas mientras se sacan selfies), prostitución, violaciones más o menos consentidas, fire challenge (esa gracia de prenderse fuego y apagarse delante de una cámara para enseguida subirse a YouTube) y automática y mecánica ultraviolencia. “Cuando termine esta semana, en Magaluf sabrán quiénes somos y, si no, deberían saberlo”, dijo un tal Ashley, dieciocho años, a las cámaras de un reality show que desde el 2011 se emite con gran éxito en la flemática U. K. y revela a sus padres cómo sus pulcros retoños se desatan y caen K. O. en Magaluf. Y –¡milagro!– vuelven a levantarse como Lázaros para, a la mañana siguiente, enfrentar a progenitores que los regañan o, en ocasiones, los felicitan con envidia. Y, claro, algunos ya no se levantan: algunos se mueren matándose. “¿Van al paraíso los que mueren en el éxtasis de Magaluf?”, se pregunta Rodríguez. Y su hija... ¿Estará bien? ¿Lista para encarar una nueva vida transfigurada como angelical Tamara o diabólico Froilán? ¿Debe él ir a buscarla o dejarla que salga como pueda? La verdad que Rodríguez está muy cansado, empequeñecido; y su hija ya es grande. Y es entonces cuando Rodríguez entiende lo agotador que tiene que ser el ser el Dios de la Biblia. Y se dice que va a dejar pasar unas horas más antes de ir por ella y que sea lo que Dios quiera; súbitamente consciente de que el Paraíso no es el lugar al que entras sino el sitio del que te expulsan. El sitio del que no eres consciente de que estabas hasta que dejas de estar. Y Rodríguez está tan contento ahí, en el balcón, frente al mar, diciéndose una y otra vez, como rezando, como rogando: “Aquí nunca pasa nada... Aquí nunca pasa nada...”.

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