› Por Juan Forn
Cuando el joven Gustaw Herling salió de Varsovia en 1940, para unirse a la naciente resistencia polaca contra los nazis ni se le cruzaba por la cabeza que ese camino lo llevaría hasta Venecia. Pero antes debió padecer dos años en un gulag siberiano y otros dos peleando junto a las tropas aliadas, primero en Medio Oriente, después en el norte africano y después remontando la península itálica hasta que, en la feroz batalla de Montecassino, fue herido, condecorado por su valor y premiado, al salir del hospital, con un puesto inofensivo como correo, que le permitió llegar a Venecia en los días finales de la guerra, con unos papeles banales para entregar y un permiso para quedarse una semana vagando por la ciudad.
Fue por culpa de unas botas altas que le había dado su hermana antes de partir que Herling fue enviado a Siberia: a los rusos que lo atraparon cruzando la frontera les parecieron botas de espía, no de un perejil cualquiera. El perejil quería escribir hasta que empezó la guerra, y después de la guerra escribiría dos libros formidables: uno cortito y concentrado como una piña en el estómago (Un mundo aparte, el primer testimonio literario sobre la vida en los gulag que se conoció en Europa, publicado en Inglaterra en 1952) y otro larguísimo y disperso, Diario escrito de noche, que fue publicando a lo largo de cuarenta años, en entregas mensuales, enviadas desde Nápoles a Kultura, la gran revista polaca que se hacía a pulmón en París. Herling se fue a vivir a Nápoles después de la guerra porque no concebía otra manera de vivir que a la sombra de un volcán y un milagro (el Vesubio y la sangre de San Genaro), cosa que le recordara todo el tiempo la precariedad de la vida, el estado en que vivía desde que salió del gulag y llegó caminando, junto a otros cincuenta desharrapados como él, al puerto de Bakú, mil kilómetros al sur, donde exigieron con el último resuello sumarse a las Fuerzas Libres Polacas del general Anders.
Imaginen ahora a ese jovencito en el verano de 1945 en Venecia: sus primeros momentos de dicha después de dos años de gulag y dos años de guerra y cuatro meses en un hospital militar. No le importa que no haya alojamiento en la ciudad, que no tenga una moneda en su bolsillo, que el comando lo haya mandado a vivir al piso de abajo de una casa semiabandonada en un callejón que da a San Barnaba. La dueña, que vive en el piso de arriba, le avisa que no hay agua corriente, que ella no limpia y que el desayuno se sirve en el café de la esquina. El dueño del café le dice que la señora es restauradora, que era una estudiante de arte cuando fue seducida por el viejo conde Terzan, quien la embarazó y aceptó darle su apellido al hijo con la condición de no verlos nunca más. La casita fue la única dote, madre e hijo malvivían con lo que ella ganaba como restauradora en la Academia (una miseria, pero la dejaban vender copias de cuadros famosos a turistas), le debía a cada santo una vela, especialmente desde que el hijo se fue a la guerra. En el barrio le dicen La Condesa, aunque sepan que es hija de una portera, por el porte y la dignidad con que sobrelleva su suerte: el hijo fue reclutado en 1943, dejó de escribir al año, con el fin de las hostilidades en Italia han empezado a volver a casa los soldados venecianos, pero del hijo de la condesa ni noticias. Ella chequea dos veces por día el correo: sólo eso y los encargos de la Academia la mantienen viva, se queda despierta trabajando toda la noche, lo poco que gana lo gasta en electricidad.
El joven Herling, en cambio, tiene electricidad de sobra para gastar. En los días siguientes se sumerge en Venecia: su uniforme le permite pasar gratis por todos los museos. Un día entra en la Academia y, en la sala de maestros venecianos, ve a la condesa, sentada con su atril, copiando un retrato de Lorenzo Lotto. A sus pies, ya terminada, tiene una copia de un Coreggio en venta. Herling la espera afuera, como si fuera casualidad, y camina a su lado de regreso. Ella se ablanda un poco en el camino hablándole de Lorenzo Lotto. Al llegar lo invita a subir y le regala un librito sobre los retratistas venecianos, su especialidad, cuando un vecino le grita que tiene una llamada (a ella no le alcanza la plata para tener teléfono propio). La condesa va a atender, el joven Herling cede a la tentación de espiar la tela que hay en el atril, cubierta con un paño. Es un díptico, un retrato doble: el de la izquierda es un niño, el de la derecha es el mismo niño convertido en adulto pero la tela está recién empezada. Herling apenas alcanza a cubrirlo cuando oye volver por las escaleras a la condesa, que le dice que necesita urgente las habitaciones de abajo. Por favor, le pide, desocúpelas lo antes posible.
Herling llena su mochila, la deja en el café de la esquina mientras callejea hasta la hora de tomar su tren a medianoche. Cuando oscurece, descubre que ha olvidado el librito que le regaló la condesa. Todavía tiene la llave de su habitación en el bolsillo así que se cuela sin hacer ruido. Cuando localiza el libro y está por salir oye que suena la campana de afuera y que la condesa baja atropelladamente las escaleras. El que tocó es un soldado que se deja abrazar pasivamente. La luz de la luna deja ver su cara. Herling queda helado por los crueles rasgos y los ojos como dos carbones relampagueantes: desde el gulag no veía una mirada así.
En las semanas siguientes el batallón de Herling es trasladado a Inglaterra. En el viaje en barco él manotea un diario italiano, no tiene otra cosa que leer, hay una noticia sobre un asesinato en Venecia: el joven conde Terzan paseaba por San Barnaba con su madre cuando un desconocido salió de las sombras y lo mató a balazos, la policía no podía separar a la madre del cadáver, se dice que formaba parte de un escuadrón fascista de la República de Saló, era famoso como torturador, le decían La Bestia Humana. Herling pasa cinco años en Inglaterra, en una habitación oscura como un pozo en Gloucester Road, escribiendo su libro sobre el gulag. Con el poco dinero obtenido se muda a Nápoles, pasan otros cinco años y, en 1956, tiene lugar el rescate de Lorenzo Lotto: una gran muestra en el Palacio Ducal, cuya pieza central es un díptico rescatado del anonimato, un hallazgo autenticado por dos autoridades en Lotto, una de ellas es la condesa Terzan, que en la foto del diario posa en una silla de ruedas junto al doble retrato: la figura en la tela de la izquierda es un niño querubínico, la de la derecha es el mismo niño de adulto, con la misma angélica mirada. Una semana después estalla el escándalo. Se cuestiona la autenticidad del díptico, se convoca a un tribunal de seis expertos, las opiniones están tres contra tres, la policía ha requisado el cuadro y no sabe qué hacer con él hasta que, inesperadamente, la condesa se quiebra y confiesa: sólo pide que le devuelvan el cuadro, que la dejen purgar su pena con él. El pedido es rechazado. La condesa pasa sus últimos años en una institución penal para lisiados cerca de Como. Nunca vuelve a ver el doble retrato de su hijo.
No son las perlas las que hacen el collar, dijo Flaubert: es el hilo.
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