› Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
UNO Así, mejor, en inglés: check-up. Con un sonido que recuerda un poco a las onomatopeyas de los comics. O algo por el estilo. En cualquier caso, suena mucho mejor que el hispano y tanto más traqueteante y espasmódico “chequeo médico anual”.
Y, sí, este año Rodríguez cumple 50 años. Anguloso número redondo si lo hay. Cifra sin atenuantes que ya no ofrece el temblor/respiro de los 40; cuando se decía que se estaba en el ecuador de la vida. Ahora ya no: cumplido el medio siglo, todo indica que el pasado ya es más grande que el futuro; que el horizonte de la línea plana cardio-encefalográfica queda más cerca. Y que, sí, hay que hacerse, obligatoriamente, un chequeo médico cada doce meses.
Y ya no cumplir años sino cumplir con los check-ups.
DOS Y, sí, Rodríguez, más hipócrita que hipocrático, se había prometido empezar –por las dudas, para no llegar a esto– con todo el asunto hace diez años. Pero no. Promesas rotas y propuesta demorada. Rito de paso y de iniciación que ahora asume esperando que ya no sea demasiado tarde y que no le digan algo como “Ah, de haber venido hace unos meses tal vez”.... Y Rodríguez es de los que piensan que los hospitales y clínicas son focos de alto poder de contagio infeccioso. Y que es en el momento exacto en que el doctor contempla una radiografía es cuando –shazam!– se activa el virus y la bacteria y cualquiera de esas enfermedades raras e incurables con doble apellido. Ahora no la ves y ahora la ves. Ahí. En la calavera de muerte dentro de tu cabeza mortal. Y, sí, uno entrando allí impaciente y sano y saliendo enfermo y paciente y parco acompañado por La Parca. Y, para colmo de males, esa foto de esa enfermera con el índice en los labios exigiendo silencio en un sitio donde se gime, se grita, se llora y ese dedo y...
TRES próstata, por supuesto, es la terrible palabra mágica. ¡Abrete Sésamo! ¡Presto! ¡Rentrée! ¡Abracadabra!
CUATRO Así que aquí está. ¿Por qué justo ahora? Fácil: con tanto lío en el exterior, con tanta confusión, Rodríguez, autonómico, ha optado por hacerle un plebiscito a su soberano organismo y enterarse si está por independizarse de él o no. Huir de aquello para no seguir escapándose de esto. Pensando en esa entrevista al rocker noir Warren Zevon en la que –ya condenado y con inapelable fecha de vencimiento– recomendaba a sus fans, desde un sillón junto a su gran valedor David Letterman, que “no hagan como yo y vayan más seguido al médico, ¿sí?” Rodríguez se acuerda también de Philip K. Dick, quien supo ver en su hijo una dolencia de riesgo que se le escapó al instrumental médico más sofisticado de la época. Y cómo olvidar al inexistente tumor terminal que convirtió a Anthony Burgess en una virtual máquina de escribir non-stop. Y también evoca los últimos y en los huesos poemas de John Updike contando sus idas y vueltas por salas de espera en las que ya sabía que lo que le esperaba no era nada nuevo ni bueno. Y al protagonista de Cosmópolis de Don DeLillo y el check-up diario de su “próstata asimétrica”. Y a las páginas crepusculares cerrando los Diarios de John Cheever. Y a tantos capítulos inverosímiles de House (Rodríguez jamás entendió a las personas que disfrutan de las series hospitalarias a no ser que las consuman como en una suerte de cábala supersticiosa: verlas para no vivirlas) porque en Estados Unidos ninguno de sus maltratados casos se hubiese perdido la oportunidad de demandarlo y dejarse a sí mismo y a su familia en inmejorable situación. Y a los malvados y tóxicos héroes de Breaking Bad y Boss, a quienes la enfermedad convierte en seres nuevos y casi invulnerables en su amoralidad porque, total, ya nada importa. Y (acaba de releerlo; porque el medio centenario es esa época donde uno empieza a releer bien todo aquello que leyó más o menos mal) ese gran personaje que es el condenado primo Ralph Touchett en The Portrait of a Lady, de Henry James, sabiéndose terminado desde el principio y, aun así, empeñado en aguantar un poco más, porque no puede dejar de sintonizar a su prima Isabel Archer como si se tratase de su serie de TV favorita, de una sana enfermedad que lo mantiene vivo y coleando por un rato más. Y a Truman Capote quien, más o menos hace treinta años, dijo “basta de hospitales” y “mama, mama” y se dejó ir. ¿Y qué libro llevarse para leer mientras se aguarda a que alguien abra una puerta y pronuncie su nombre y –hay tantos Rodríguez– dos o tres personas se levanten y sólo dos vuelvan a sentarse, aliviadas, de contar con unos minutos más de trance y de pausa y de nervios? ¿Qué libro intenta leer ahora Rodríguez sin conseguir pasar más allá de un párrafo? Un libro en el que alguien afirma que “el cuerpo nunca miente”. Pero Rodríguez está más que dispuesto a que, por lo menos, su cuerpo no le cuente la verdad: que ahora su cuerpo sea como un casa en la que alguien comienza a apagar, una a una, todas las luces. Y en el que sólo queda desear que esas luces sean muchas. Y que se demore unos cuantos años en apagarlas y quedar a ciegas para poder ver esa luz que, dicen, te ilumina desde el final de un túnel oscuro y sin retorno.
CINCO Rodríguez piensa en todo esto casi a modo de cábala para neutralizar posible conjuro. Y una cosa lleva a la otra y Rodríguez –para no pensar en situaciones espantosas dentro suyo– se distrae pensando en espantos externos, en tumores fuera de su organismo pero que, aun así, lo enferman lo mismo con su fortaleza a la hora de resistirse a todo cuestionamiento. Los políticos, sin ir más lejos, que siempre dicen sentirse perfectamente porque hacen todas sus maldades (no por hacer el mal sino por mal hacer) a la perfección. Para empezar y de entrada, sin salida y terminales... ¿No sería de justicia que todos ellos debieran someter su gestión a chequeos anuales? ¿No sería oportuno y gratificante para los electores verlos una vez cada doce meses –para votarlos o rebotarlos– frente a las cámaras y los rayos x, con el culo al aire y sosteniendo una muestra de su materia fecal y de sus cagadas para ser analizadas a fondo? ¿No dormiríamos todos más tranquilos si se informara con pelos y señales y sangre y orina que esa persona está capacitada para seguir o que se la obliga a un reposo absoluto y definitivo? ¿No correspondería contemplarlos allí, en la sala de espera junto a la urna, temblando de verdad luego de sonreír tantas mentiras?
“Si tienes miedo al trueno, déjate aterrar”, instruye la teoría de uno de esos siempre un poco imposibles de poner en práctica proverbios zen. Así, el check-up como algo que nos muestra –a extraños y a ese extraño que somos nosotros mismos– desnudos, temblorosos, frágiles, rotos. Una ceremonia privada pero enseguida pública y socializable. Porque el “profesional” nos informa a los “amateurs” que tiene que decirnos algo que no demoraremos en decirles a tantos otros. Una efeméride íntima de la que –si todo sale bien, sabiendo que, otra vez, como en los comics, continuará...– surgiremos, como liberados prisioneros de un raro y absurdo orgullo, transformados en inmortales.
Por un año.
Hasta el check-up que viene.
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