› Por Daniel Goldman *
Bien decía Sigmund Freud que nuestra cultura se edifica sobre el manto de la sofocación de las pulsiones, o mejor dicho en la coerción de los instintos. Y en esto, desde lo antropológico, la religión, como uno de los modos constitutivos de cimentación social y colectiva, deja su marca y su huella indeleble. Desde ahí, los mitos, que están asociados a toda religión, construyen un mundo invisible que dan sentido a experiencias visibles. Los mitos nos hablan desde las capas más primitivas de nuestro ser y determinan nuestro sistema de valores.
Mientras que la “religiosidad” (al decir de Martin Buber) representa la creatividad, la espontaneidad y la emoción, la “religión” se caracteriza por la estructura, el dogmatismo y el legalismo. En este sentido, la constitución de las instituciones, en muchos momentos de la historia, actúa con la fantasía de un freno, al suponer que puede detener los tiempos de manera caprichosa, cuando ellas no coinciden con las realidades civilizacionales. Esta diferencia, que constituye una auténtica brecha, hace que grupos y sociedades enteras terminen creyendo, pensando y viviendo en una frecuencia distinta de la institucional. Y no es invocar doctrinariamente a un Dios sobrenatural el modo de interrumpir o de paralizar los devenires y los acontecimientos futuros. Eso es recurrir a un recurso que produce un efecto contrario a lo que consecuentemente se espera. Vale la pena recordar el adagio talmúdico que sostiene: “¿Quién es sabio? El que ve al recién nacido”, simbolizando la idea de sapiencia como el atributo de aquel que imagina cómo supuestamente será el futuro.
La institucionalidad por lo general llega tarde. Posiblemente este fenómeno sea constitutivo de la propia institucionalidad. Su grave problema es el sometimiento a los pasados y al peso que ejerce el anclaje de los mitos, que por otro lado suponen darle un cierto modo de seguridad y poder. Pero el costo es hacerle perder la capacidad de crear nuevos escenarios y, junto con ello, dilapidar generaciones enteras que abandonan la confianza en las mismas por la falta de respuestas sensatas. Este conflicto atraviesa todas las religiones y deja afuera cuantiosísimas almas sensibles e infinidad de mentes brillantes.
En estos momentos, de conflictos variados que se batallan en los distintos campos, ya sean políticos, académicos o de otras áreas del conocimiento y el saber, cada tradición religiosa tiene la imperiosa obligación de ampliar los horizontes y confrontarse de manera profunda con los necesarios debates vinculados con la concepción, la diversidad sexual y otros tópicos de carácter social y cultural. Son tiempos en los que la velocidad comunicacional globaliza y requieren de paradigmas distintos que nos interpelen y nos exigen reinterpretar los clásicos textos en nuevos contextos, sin tapujos y sin miedo a “herejías”. Sin dudas que estos debates permitirán ampliar el horizonte de la ética y los valores, produciendo un inmenso aporte al ser humano, tan perdido y confundido como en el mítico paraíso del Génesis. El hombre pide a gritos sentirse acompañado y no intimidado por las grandes estructuras que supuestamente lo representan.
* Rabino de la Comunidad Bet El.
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