› Por Enrique Medina
Como no tengo casa donde invitar, para ver pasar la vida uso de oficina algún bar del barrio. En Pizza Donna el baño está arriba; en Tolón, abajo; en el Ristretto del Charly, abajo; sólo en el Acqua Nuova está a nivel. Esto del baño lo aclaro porque infinidad de veces, cuando voy a echar un meo en el Tolón, me lo cruzo a Don Sábat. La comunicación es fantasmal. Yo bajo y él sube, o al revés. Las primeras veces he intentado saludarlo con la admiración que le profeso, pero él ha seguido de largo como si yo no existiera, a pesar de que soy de los pocos que ha respetado, siempre, el acento de su apellido en falsa escuadra; así que desde entonces hago como que no lo veo. Una vez soñé la escena y sí me saludó y me preguntó la diferencia que encontraba en los bares y por qué yo iba más al Acqua Nuova. Le dije: No son mozos sino mozas y en lugar de esas masitas envueltas en plástico con que en los otros bares acompañan el café, ellos dan un alfajorcito de locura. Me apuntó que él tenía prohibido el azúcar. Le dije que yo también y que por eso el alfajorcito me resultaba tan sabroso y atractivo como Rita Hayworth bailando “Put the blame on Mame, boys”, en Gilda. Repito, el asunto de los baños viene a cuento porque me pasó lo mismo que en Charada, esa película con Audrey Hepburn, donde los personajes tratan de descubrir un montón de dinero escondido en alguna parte, y al final todos se dan cuenta de que les han pasado por la nariz el sobre con la estampilla valuada en millones de dólares. Es decir, yo salía del baño y al ir a pisar el primer escalón de la escalera me detuve a ver el cuadro que un sinnúmero de veces había visto al cumplir con esas básicas necesidades de vejiga. Es un espléndido dibujo de Sábat en el que Gardel, Poe y Modigliani confraternizan en el papel Ingres del mismo modo angelical que la Santísima Trinidad llena el corazón del católico. Dije: ¡Eureka! Ahí entendí por qué Sábat no me daba la hora: ¡el pobre estaba totalmente traumatizado al ver su realización abandonada indecorosamente! Mesas y sillas amontonadas en un rincón me informaron que en otro tiempo allí hubo gente bebiendo, riendo; y lo mismo el cuadro. Pero en la actualidad ese lugar está ciego, sordo y mudo, y Gardel, Poe y Modigliani estallan en ganas de romper el vidrio y escapar a otros ámbitos más respetuosos. Un lunes fui con una cinta métrica y la camarita. 70 por 50 el marco, y 50 por 30 el dibujo. Saqué fotos. No fue fácil, costó hallar el momento justo. Tuve que tratar de promediar factores imprevisibles. Hube de controlar que nadie estuviera en el baño ni bajara de sorpresa algún cliente o, ¡mucho peor!, uno de los mozos. Incluso usé ropa parecida a la de ellos, y me puse un repasador al hombro para simular que estaba limpiando el cuadro y no me confundieran con un ladrón de obras de arte. Yo estaba orgulloso de lo que hacía, estaba convencido de ejecutar una expropiación moral aceptada por las doctrinas del honor y la nobleza. Al otro día pude, dentro del baño, con sumo cuidado, quitar el dibujo original y colocar una fotocopia. Enrollé el original con el mismo cuidado que Charles Bronson y Alain Delon tuvieron al echar las monedas en el vaso con agua; faltó música de suspenso. Sentí que le había ganado a la banca. Volví a colgar el cuadro. No había manera de que alguien, a la ligera, advirtiera el cambio. La fotocopia es tan buena que hay que observar con mucha atención el gato encerrado. Me sequé el sudor. Metido el original en la caja de tubos fluorescentes, la paz y la alegría se derramaron sobre mí. Iba a subir cuando escuché pasos descendiendo. Rápido y sin hacer ruido me encerré en el baño. Dejé de escuchar los pasos. Esperé un rato. Nada. Otro ratito más, por si acaso. Calmo, salí con la mejor cara de obelisco, y topé con una mujer de pelo fuerte y recogido contemplando el cuadro. Nos miramos, ¿cómo decir?, ¿sorprendidos?..., incómodos, sí, como sabiendo que algo caliginoso nos unía, pero desconociendo si era para bien o para mal. No recuerdo quién habló primero. Ella dijo que le gustaba el dibujo, que amaba ese dibujo y que amaba a los tres personajes dibujados. Era pintora y actriz. Había hecho un recital con la poesía de Poe. La madre había muerto enamorada de Gardel, y de Gerard Philipe que había interpretado en cine a Modigliani. Dijo que tenía necesidad, de tanto en tanto, de ver el cuadro, porque la alimentaba, le transmitía cosas, llenaba su espíritu; no tanto los otros. ¿Qué otros?, le pregunté. “Aquellos detrás de las sillas, se puede ver a Gershwin, Berni, Klimt, Oscar Alemán, Brahms, y Korsakov”, me respondió. Ah, no me había dado cuenta, soy un sota, le afirmé. Ella volvió a mirar la obra y me dijo: “Es que cuando se encuentra lo que acaricia el alma, lo demás, aun pudiendo ser mejor, queda de lado; creo que Gardel hubiera cantado a Poe como la Callas Tosca, pero hoy me siento rara al ver el cuadro, no siento nada, no me vibra el cuerpo como las otras veces, no sé...” Yo lo sabía. Me aturdí porque soy lento de reflejos, ésta fue siempre la desgracia de mi vida: o el impulso desmedido o la discreción exagerada. Cuando quise explicarle su desazón, ella ya había subido las escaleras. Salí de mi congelamiento y fui detrás con la intención de redimirme, de pedirle perdón, de ofrecerle el original a cambio del rodete, pero ya no la vi. Pregunté a los mozos, al quiosquero, al lustrabotas. Nadie la había visto. En fin... Esto que he contado sucedió hace unos meses. Desde entonces vengo diariamente al bar con la esperanza de encontrarla. Y ahora me doy cuenta de que algunos mozos me atienden raro. Los comprendo, me ven siempre con la misma caja de tubos fluorescentes y bajando a cada rato al baño y sentado mirando pasar a las mujeres sudando aunque haga frío. Los comprendo. Para no descontrolarme he pensado cosas. Alternativas. Subastar el original en Internet para comprarme una casa con jardín, aunque es riesgoso. O si no, conectarme con Sábat y vendérselo o, quedármelo, no sé, pero como no tengo casa ni siquiera tengo pared donde colgarlo. Creo que lo mejor es seguir esperándola, aunque estos cretinos se rían y comenten burlones a mis espaldas y me miren como a un bicho canasto. Sé que esa mujer existe. Aparecerá. ¡Tiene que aparecer!... Ella emergerá, me recordará, le entregaré el original y dejará que yo suelte su pelo. Todo terminará bien, como en las viejas películas de Hollywood..., pero... Si no me equivoco, y veo bien, ese tipo, con el clarinete bajo el brazo, me mira fijo, y me mira mal... ¡Es Sábat!... ¡Dios!, me mira como sabiendo... ¡Y se me acerca ceñudo con el clarinete-bate-de-béisbol!.. ¡No!... ¡Ah!, por suerte detrás surge la mujer de pelo recogido corriendo para salvarme, ¡lo sabía!, sí, es ella... Yo, por las dudas, levanto el original como escudo. Es todo lo que tengo para defenderme...
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