› Por Mario Goloboff *
Sería un poco ligero afirmar que sólo por sus vivencias en Francia durante la década del ’50, en tiempos de posguerra, o sólo por los efectos que la Revolución Cubana produjo luego en su conciencia, aunque probablemente por esas circunstancias ensambladas y por muchas más, exteriores e interiores, se suscitaron los cambios en la visión del mundo que alimentó Julio Cortázar a partir de aquellos días y experiencias. Visión que iría configurando resueltamente en torno de conceptos, de valores como el de la solidaridad con pueblos oprimidos, con luchas sociales y políticas contra las injusticias, con procesos liberadores triunfantes. Lo expresará en palabras nada ambiguas, en declaraciones y actitudes que no dejan dudas, en notas y artículos claros y muy manifiestos.
A pesar de una exposición tan abierta y nítida, no dejó de exigírsele (quizá con derecho, quizá con exagerada presión o exagerada premura) que, por ser un intelectual y venir del campo de la práctica literaria, esa nueva visión se reflejara en sus textos. A causa de ello, mantuvo polémicas serias: con Oscar Collazos (por entonces joven novelista y ensayista colombiano de 26 años), con nuestro David Viñas, con el crítico marxista chileno Jaime Concha, con el eminente narrador peruano José María Arguedas. Este último le planteó críticas e interrogantes sobre el carácter americano de sendas escrituras que lo tocaron profundamente, y esa polémica los trasciende y me parece un caso paradigmático de discusión sobre el papel de los escritores e intelectuales en América latina.
La primera piedra, hay que decirlo, la lanzó Arguedas en la revista Amaru (Nº6, Lima, abril-junio de 1968), donde publicó el “Primer diario” de lo que iba a ser su libro póstumo El zorro de arriba y el zorro de abajo. Contestó Cortázar en Life (Nueva York, 7 de abril de 1969). La réplica apareció igualmente, todavía en vida de Arguedas, en El Comercio (Lima, 1º de junio de 1969). Verdad es también que la polémica fue en cierto modo intensificada por el propio Cortázar, ya que aludió a Arguedas algo desdeñosamente, y a su literatura como “regionalista” (lo cual estaba dentro de una línea que siempre sostuvo, como puede leerse, entre otros, en el conocido trabajo “Aspectos del cuento”). Pero el hecho de haberlo realizado desde Life agravó sin duda el malentendido. Escribió entonces Arguedas: “Mientras tanto, y desde la grandísima revista norteamericana Life, Julio Cortázar que de veras cabalga en flamígera fama, como sobre un gran centauro rosado, me ha lanzado unos dardos brillosos. Don Julio ha querido atropellarme y ningunearme, irritadísimo, porque digo en el primer diario de este libro, y lo repito ahora, que soy provinciano de este mundo, que he aprendido menos de los libros que en las diferencias que hay, que he sentido y visto, entre un grillo y un alcalde quechua, entre un pescador del mar y un pescador del Titicaca, entre un oboe, un penacho de totora, la picadura de un piojo blanco y el penacho de la caña de azúcar: entre quienes, como Pariacaca, nacieron de cinco huevos de águila y aquellos que aparecieron de una liendre aldeana, de una común liendre, de la que tan súbitamente salta la vida. /.../ Escrita y publicada la nota con que pretendo bajar a don Julio, aunque no sea sino por algunos segundos, de su flamígero caballo, he vuelto a sentirme sin chispa, sin candelita para continuar escribiendo” (“Tercer diario”). Otros ataques hay en el libro, aquí y allá, y algunas fuertes ironías (también sobre Alejo Carpentier y Carlos Fuentes), tales como decir: “Me asustaron las instrucciones que pone para leer Rayuela. Quedé, pues, merecidamente eliminado, por el momento, de entrar en ese palacio”.
Empero, sería necesario enmarcar esta polémica, del modo más objetivo y ecuánime posible, en el contexto de esos años y en las preocupaciones ideológicas y literarias de ambos escritores. Se trata, más que de un conflicto personal, de un choque de cosmovisiones, de temperamentos populares y hasta del humor serrano, quechua, que no es el de los señores de Lima o Arequipa, por ejemplo. Desde la óptica de Arguedas, hay una literatura, producida por latinoamericanos, a la que él juzga “trasculturada”. Es una literatura de tendencias modernas, dirigida a lectores ya hechos, y producida en países de culturas relativamente homogéneas (el caso de la Argentina, para él). Es un verdadero y gran debate sobre la escritura en las condiciones de un país dependiente. Los zorros representan un esfuerzo por orientar la narrativa según caminos populares; quizás, aunque dudosamente nacionales. Intento acompañado, en los Diarios, por cavilaciones extraliterarias de singular interés, que se revelan en los juicios sobre otros escritores latinoamericanos. Como lo sostiene el investigador suizo Martin Lienhard (Cultura popular andina y forma novelesca. Zorros y danzantes en la última novela de Arguedas), el hecho de que ellos “aparezcan”, como si se tratase de fantasmas o de sombras, y que den el espectáculo de sus propias personas, no representa un juicio contra individuos a quienes el narrador ajustaría cuentas. Sí, de una crítica de cierto modo de hacer literatura, y de la defensa e ilustración de otro método, el de Arguedas y algunos escritores de su lado. La presencia de los personajes quiere tal vez teatralizar, oralizar el debate; el narrador les dirige la palabra, les hace confidencias, los escucha. En tal sentido, la posición en que se pone Arguedas y en la que pone a los “cortázares” lleva a centrar la cuestión en su fundamentación ideológica. Acaso por ello Arguedas confiesa en algún momento que cree estar buscando lo mismo que los “cortázares”. Estamos, pues, frente a un conflicto de escrituras que, se dice, aun por los interlocutores, perseguían lo mismo por diferentes rumbos, y ante dos modos de hacer literatura que suponen dos mundos opuestos, que no vale la pena comparar. Por ello, finalmente, cierta frase paradójica de Arguedas: “Tal vez pretendamos lo mismo”.
En todo caso (y fuera de esta densa e interesante “polémica sobre escrituras”, que aún está lejos de haber sido laudada), las adhesiones latinoamericanas de Julio Cortázar ofrecen numerosas otras pruebas, otros testimonios. Conocidos son sus apoyos a Chile en épocas de Salvador Allende, sus aportes y trabajos con la resistencia chilena después del golpe de septiembre de 1973, sus denuncias a las dictaduras militares del Cono Sur, su participación y actividades en el Tribunal Russell II y luego en las del Tribunal de los Pueblos que lo reemplazó, en las del Comité de Intelectuales por la Soberanía de Nuestros Pueblos y la Paz, del que fue asimismo fundador, y en las de los exiliados y perseguidos chilenos, uruguayos, argentinos, en Francia y en Europa, a todo lo cual se suma la relación estrecha con la Revolución Cubana desde el primer momento. Hasta sellar ese camino con sus acciones por la Revolución Sandinista, recompensadas con todo su reconocimiento y con la Orden Rubén Darío, otorgada por el gobierno de Nicaragua en febrero de 1983, un año antes de morir, en cuyo discurso de recepción dijo, entre otras cosas: “La cultura revolucionaria se me aparece como una bandada de pájaros volando a cielo abierto; la bandada es siempre la misma, pero a cada instante su dibujo, el orden de sus componentes, el ritmo del vuelo van cambiando, la bandada asciende y desciende, traza sus curvas en el espacio, inventa de continuo un maravilloso dibujo, lo borra y empieza otro nuevo, y es siempre la misma bandada y en esa bandada están los mismos pájaros, y eso a su manera es la cultura de los pájaros, su júbilo de libertad en la creación, su fiesta continua”.
* Escritor, docente universitario.
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