› Por Rodrigo Fresán
UNO Después de tantos años, Rodríguez vuelve a jugar (y a perder) al Monopoly. Ese juego clásico de 1903 diseñado por una mujer con el nombre más arcaico de The Landlord’s Game para explicar la aplicación de ciertos impuestos para, en 1930, ser perfeccionado por un hombre que lo había perdido todo en el crash de la Bolsa de 1929. Ese juego de mesa que en sus múltiples modelos ofrece el efecto terapéutico de sentirte como su ya icónico y regordete millonario/símbolo por el tiempo que dura la ilusión y el espejismo. Y de paso implantar subliminal y ferozmente, denuncian, la doctrina del capitalismo feroz. Ah, el placer de comprar propiedades, de manejar billetes, de exprimir y aplastar a tus rivales, de inflar tu propia burbuja inmobiliaria con casas y hoteles, y de saltarte esa esquina peligrosa que te envía directamente a la otra esquina de la cárcel. Pero a no preocuparte demasiado porque enseguida se sale de allí con la ayuda de alguna tarjetita. Y así poder seguir haciendo de las tuyas que, se entienden, en algún momento fueron las de otros. Pero se las quitaste. Y te las quedaste. Y a seguir jugando.
DOS En cualquier caso, ahora en España toda toca Go to jail / In jail. Operación Púnica y marche preso. Rodríguez querría conocer a quien decide el nombre de estas razzias (qué bonito y creativo trabajo) y no hay día sin escándalo o imputado en el paisaje de la política local. Y mientras los idealistas nada ingenuos de Podemos se frotan las manitos y suben por pura inercia indignada en las encuestas de intención de voto con su tan simple como simplista discurso contra “La Casta”, son muchos ya los que hablan de que se viene una versión ibérica de aquella Tangentópolis (buen nombre para otro juego de mesa) que arrasó a principios de los ’90 con el sistema bipartidista italiano. O se predice un desesperado y monopólico pacto PP-PSOE ante el temor que les inspira la novatada por una vez en manos de los novatos listos para patear el tablero de los tramposos. Mariano Rajoy, el día anterior a que todo estallara, restó importancia a “unas pocas cosas”, ensuciando la perfección moral de su partido, y advirtió que “no son 46 millones de personas” los implicados, abarcando así a la totalidad de los españoles en lugar de mirar fijo a los altos mandos del Partido Popular que van cayendo, de a uno, como en una de Agatha Christie. Y Rodríguez no puede evitar pensar si no será todo esto consecuencia de que Luis “Conde de Montecristo” Bárcenas haya empezado a cantar desde su calabozo. Dos días después, Rajoy pidió disculpas leyendo de un papel y no admitiendo preguntas para las que, se sabe y lo sabe él, nunca tiene respuestas. Y, sí, se ha abierto la postergada y demasiado tardía temporada de ver y oír quién pide disculpas con más énfasis y se rasga las vestiduras con mayor dramatismo. En todas partes y bajo todas las siglas. Mientras tanto, en las calles, la gente se concentra bajo pancartas ingeniosas (“Dimitir no es un nombre ruso”); las tertulias televisivas no dejan de repasar videos de los imputados presentándose a sí mismos como ejemplos de limpieza y santidad, se descubren más y más tropelías del Clan Pujol (¿habrá una versión catalana del Monopoly?); las editoriales de los diarios dicen cosas raras como “El oro pequeño burgués se ha convertido en negruzca mierda de horteras”; y se van sabiendo más cosas del “Pequeño Nicolás” que andaba por ahí como intermediario en contratos raros y susurrando que él era marqués e hijo ilegítimo de Juan Carlos I. Y, con todo esto, cabe pensar que la Casa Real está encantada; porque la gente se distrae, busca nuevos blancos oscuros, y se olvida un poco de aquellas trampitas de la infanta y su marido jugando al solitario en Suiza.
TRES Más allá de todo este agujero negro de mierda, parece que España vuelve a estar en lo más alto. O, al menos, así se lo ve desde la cima. Las noticias no pueden ser mejores para los que juegan al Monopoly con billetes de verdad ajenos que enseguida hacen suyos: los bancos y cajas de ahorro rescatados hace unos años cortesía de “crédito en condiciones muy ventajosas” que pagarán todos los españoles hasta el fin de sus partidas. ¿Importa que la letra pequeña en el boletín de calificaciones advierta de que “todos los bancos españoles entrarían en pérdidas en el escenario adverso de una tercera recesión”? No. Porque –aunque no haya dos sin tres– ése es otro juego. Y en el mundo según Monopoly lo único que importa y vale es el presente absoluto. Por otra parte, cada vez hay más magnates españoles. Ya son 465 mil y sumando. Un 24 por ciento más que antes de que todo se viniese abajo. “Con la crisis cada vez hay más ricos: 1776 españoles son ya supermillonarios”, tituló días atrás El País. Paren las rotativas: “España es el país europeo con más desigualdades y se sitúa sólo por detrás de Letonia”. Y el que para la construcción de un nuevo magnate se necesite de cientos de miles de flamantes pobres es, apenas, un detalle gracioso de las retorcidas reglas del juego, ¿no?
CUATRO Ahora Rodríguez –quien hace tiempo fue desahuciado, fue el primero en tener que devolver sus pocas propiedades a un banco que no perdona– escucha a los cada vez más ajenos suyos jugar e insultarse entre sí y reírse unos de otros y negarse préstamos. Rodríguez los oye desde muy lejos, perdido en el aire melancólico de un domingo en el que él continúa hechizado por el espectro vivísimo de Francis Scott Fitzgerald. Primero –ya saben– fue ver la nueva versión de Erase una vez en América, de ahí saltó a El gran Gatsby. Y ahora está con la reciente reedición, en la editorial Navona, de la final e inconclusa El último magnate, donde Fitzgerald quería ofrecer su visión de un millonario como buen hombre y su versión de un Hollywood que –contrario a la mitología– no lo maltrató tanto y lo aguantó mucho. El último magnate fue filmada en 1976 con respeto por Elia Kazan con Robert De Niro como el trágico y romántico ejecutivo de estudio cinematográfico Monroe Stahr, jugando al Monopoly con los viejos capos del sistema. Ahora está próxima a convertirse en serie de la HBO. Lo que significa que pronto muchos tontines dirán que si Fitzgerald viviera hoy, estaría escribiendo para la HBO junto a Dickens y Shakespeare.
Para Rodríguez, lo bueno de leer a Fitzgerald en estos días es que, de acuerdo, en sus páginas el dinero manda; pero todos acaban endeudados con un cierto romanticismo redentor. Eso que acaba separando a la careless people supuestamente legal como los Buchanan del gangsteril pero “mejor que todos ellos juntos” Gatsby.
¿Habrá Fitzgerald –experto en la diferencia de los ricos– alguna vez jugado al Monopoly? ¿Con los Murphy en sus suaves noches de la Costa Azul? ¿Con la áspera Zelda en la sala de visitas de algún manicomio? ¿Con la chismosa Sheila Graham en el purgatorio de un bungalow de Los Angeles? ¿Con Hemingway en todas las grietas de su memoria? Una cosa es segura: Fitzgerald perdió con todos ellos para, tanto tiempo después, salir ganando siempre y por siempre honesto desde ese casillero color luz verde, donde –sobre una flecha roja lanzada al futuro y a la inmortalidad– se lee Go sin ningún to jail.
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