› Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
UNO Ahí al lado pero tan lejos, en la cocina, la hija de Rodríguez canta “Todo cambia”. Más que cantar la canción, la aúlla. La canción grita. Como si la hija de Rodríguez la estrangulase con sus cuerdas vocales. La hija de Rodríguez –adolescente próxima a los treinta años, ya se dijo– nunca cantó esa canción ni tantos otros himnos protestones durante su infancia veinteañera porque entonces no se usaba. Entonces –en la era del “España va bien”, en tiempos de abundancia y despreocupación, cuando el país era una potencia económica al que todos querían venir o algo así– la hija de Rodríguez susurraba por los pasillos las letras herméticas y depresivas de Radiohead. Ahora no. Ahora –Rodríguez lo leyó en El País– vuelven a estar de moda los viejos himnos de batalla de esa Transición donde se cantaba a un mañana mejor que resultó ser este presente peor. Un pasado alguna vez esperanzado cuyo recuerdo los chicos y chicas de Podemos (formación a la que el empresariado español ya ha rebautizado como “Jodemos”) prometen borrar o corregir o desmitificar o pasar en limpio o regrabar. Regeneración democrática y muerte a los “partidos de la casta” al ritmo de “El pueblo unido jamás será vencido”, “Puente de los franceses”, “A galopar”, “L’estaca”. ¿Tontas canciones de ardor? ¿Adiós al soneto canallita y bon vivant del Sabina de los buenos tiempos? Y es que Rodríguez no sabe si estar triste o contento. Porque hasta hace poco, la hija de Rodríguez era una de esas jóvenes españolas desplegando mapas sobre la cama y estudiando sites migratorios. Ahora, en cambio, su hija ha decidido no darle una oportunidad a la paz sino a la revolución y a Podemos. Y de paso, por supuesto, seguir viviendo con papi y mami y su hermanito quien, por ahora, cuando sea grande, quiere unirse a los muy movidos y viajeros agentes de S.H.I.E.L.D. Y conocer mundo. Y ver cómo ese mundo –y no él– vuela por los aires.
DOS La hija de Rodríguez –quien hasta hace poco trabajaba de no conseguir trabajo– ahora canta que va a galopar y a galopar hasta enterrarlos en el mar. Rodríguez, por su parte, revisa y reordena los recortes en una nueva carpeta que contiene, bajo el rótulo de Futuros, todo aquello relativo a lo que vendrá, a lo que se ha retrasado, a lo que ya no llegará nunca. Es su carpeta anticipatoria y, por supuesto, las informaciones allí reunidas tiene un tinte más bien oscuro. Es la carpeta que Rodríguez sólo hojea cuando utiliza su miedo como anestésico y tapón de oídos para no oír los berridos de su hija entonando aquello de “Que la tortilla se vuelva” mientras abre y cierra el refrigerador en busca de algo que masticar para cantar con la boca llena y abierta. Y, sí, a esta altura y por estas fechas, Rodríguez se imaginaba a su hija como protagonista de clásica propaganda de turrones El Almendro, volviendo a casa por Navidad. Pero no: su hija no se ha ido nunca. Y hasta ahora buena parte de su estrategia de posible ida ha pasado por comentarle “lo chula que es esa nueva maleta inteligente que han diseñado unos argentinos, pa. Se llama Bluesmart y las puedes seguir vía Bluetooth y te recarga el iPhone y te informa de cuánto pesa y...” Rodríguez se pregunta si la maleta también canta “Para la libertad”. Y si incluye el accesorio de un viajero inteligente. Y relee, tan nervioso, acerca de los cada vez más casos en los que padres divorciados y cansados y exprimidos se ven obligados –vía legal y previo juicio y demanda– a seguir pasando “pensión alimentaria” a hijos muy mayores de edad y con estudios porque no consiguen trabajo. Antes, la cosa podía prolongarse hasta los 26 años de edad del “pequeño” como máximo. Ahora, ya hay XL que siguen demandando a sus progenitores con 31 años de edad, con diploma o sin diploma. Padres que se van yendo e hijos que se dejan llevar. Y, ah, esas encuestas que comienzan a salir a las abismales superficies y que cuentan y recuentan que, a la hora del pesimismo en cuanto a su lo que vendrá (o su lo que nunca llegará), los jóvenes españoles son superados a nivel europeo tan solo por los italianos. Y que seis de cada diez españoles frescos (de entre 18 y 30 años) planean emigrar en busca de empleo porque están seguros de que, de quedarse, tendrán una vida peor de la que tuvieron y están teniendo sus padres. Así lo advierte un reciente estudio elaborado por algo llamado Instituto para la Sociedad y las Comunicaciones de Vodafone. En Alemania, en cambio, sólo el 21 por ciento piensa en hacer las maletas más o menos inteligentes. Lo curioso, lo preocupante, lo triste, es que –lo aclara la estadística– tan solo uno de cada cuatro jóvenes españoles manifiesta alguna vez haber vivido en el extranjero. En el otro lado del fantasmagórico espectro están los cada vez más abundantes “nini”. Los que –25 por ciento de los jóvenes entre 15 y 29 años– ni trabajan ni estudian o eternizan sus carreras para seguir habitando en la zona crepuscular de un peterpanismo profesional. Los que –aunque Vodafone afirme que España está a la cabeza de los que sueñan con negocio propio– lo hacen siguiendo un reflejo casi ancestral y pueblerino aplicado a las no tan nuevas tecnologías. Si ya existe la maleta inteligente, inventemos la ración de tortilla inteligente o algo así, ¿no? Y todos al Bar Antonio y a ver si nos ganamos El Gordo. Rodríguez sigue revisando sus recortes y se encuentra con aquel otro que –también en El País– retrataba la abulia atípica de un meganini cuya principal actividad es la de ir de la cama al salón y no sentir el encierro. Porque es ir de la PlayStation a la tele. Y soñar con que se viaja a otro país o se demanda a los padres o se mata en Assasin’s Creed o se corre en Grand Auto Theft. Allí, un nini entrevistado dice:
“No me sale ir buscando trabajo por ahí. Por vergüenza, por flojera, por una mezcla rara. Veo mi futuro muy negro. Sin trabajo ni estudios, imagínate. Pero no lo quiero pensar demasiado”. Y se aclara que bebe Pepsi en vez de Coca-Cola. “Botellita a botellita, ahorras”, asegura el nini. Y bosteza: “Políticamente, paso. Yo ahora votaría a Podemos”.
Rodríguez mira a su hijo frente a la pantalla. Ahí, Walter White dispara a quemarropa sobre un dealer de la competencia. Rodríguez piensa en que su hijo no debería estar viendo Breaking Bad pero lo deja. Tal vez, quién sabe, se le pegue algo del espíritu emprendedor del protagonista. Rodríguez piensa que, después de todo, El Heisenberg es mejor ejemplo que el cada vez más alucinado y alucinante Pequeño Nicolás, el nuevo ídolo mediático, posible inmediato fundador de Inventemos y futuro jefe de gobierno.
En la cocina, su hija abre una lata de Coca-Cola y entra en la sala gritando que “Para la libertad, sangro, lucho, pervivo” y sigue de largo y sale a encontrarse con unas amigas que conocen a unos chicos que conocen a un primo de Pablo Iglesias.
Rodríguez cierra su carpeta y se dice que ya es muy tarde para irse porque desde demasiado temprano es que está ido. Rodríguez sigue, pero ya fue aunque continúe en el próximo episodio.
“Aún tengo la vida”, piensa; pero lo piensa cada vez menos como Miguel Hernández y cada vez más como Walter White.
Cambia, nada cambia.
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