Sáb 13.12.2014

CONTRATAPA

Democracia o corporaciones

› Por Sandra Russo

Es difícil a esta altura, después de venir desenredando su sentido desde hace años, recordar cuándo surgió por primera vez la vereda antagónica de democracia o corporaciones. Pero lo cierto es que hace mucho tiempo ya que ese concepto, esa visualización de la escena, ese diagnóstico político, ese puesto de mira, esa herramienta de comprensión, excede con creces lo que se puede decir desde la Argentina, y de hecho tenemos pruebas diarias de que no estamos hablando solamente de la Argentina cuando visualizamos lo que podría simplificarse como una puja de poder entre las grandes mayorías en su instancia de mayorías electorales contra los sectores que aún –y en buena parte del mundo, cada vez más– toman decisiones que influyen sobre los pueblos en virtud de sus propios intereses económicos o su propio statu quo.

Aunque esta semana el Poder Judicial, a través del juez Alfonso, dio una vez más pruebas fehacientes de que todas las corporaciones se mueven en sintonía entre sí; a pesar de que Clarín goza así de una nueva cautelar, y eso lo único que indica es que la apuesta de las corporaciones es ubicarse en un punto de fuga de la democracia, eximirse entre ellas de las reglas básicas de la democracia, que es cumplir con la ley, a pesar de eso, hoy el concepto de “democracia o corporaciones” se achicaría demasiado si equívocamente se creyera que expresa algo puntual de un gobierno puntual contra una corporación puntual como puede ser Clarín. Clarín, con todo su probado poder de acción y manipulación es, no una anécdota, pero sí solamente un capítulo del significado completo que expresa la idea de que o se defiende a la democracia, o se capitula frente a las corporaciones, y ésta deja de ser una democracia representativa para ser una democracia de fachada, que es lo que abunda en el lado democrático del mundo, cuyo centro de poder busca exportar a otras regiones más democracias de fachada.

Esa idea lleva colgando muchas escenas en muchas latitudes, y en rigor es el hueso del problema global de la democracia en Occidente. También esta semana, el informe del Senado norteamericano sobre la tortura a prisioneros “sospechados de terroristas” por parte de la CIA en prisiones de otros continentes –ese informe dado a conocer por un presidente tan extraño como Barack Obama, que en un mismo movimiento por un lado pone sobre la mesa los métodos aberrantes de la CIA y por el otro se desdice de lo que dijo muchas veces y manda a soldados norteamericanos a combatir en territorio iraquí–, hace que uno se pregunte quién gobierna el mundo, quién gobierna cada país, de quiénes son las decisiones que involucran a pueblos enteros, quién dirime y hace valer su autoridad, de dónde surge la autoridad hoy en el mundo, qué relación existe, si es que existe, entre esa autoridad y los respectivos electorados mundiales, qué idea de sí mismos tienen esos electorados que en muchos casos son exiguos, como si algunas mayorías, en algunos países, hubiesen sido inducidas a renunciar, merced a gigantescos dispositivos culturales, al poder democrático que según lo entendemos por aquí, sólo emana, para ser legítimo, del voto popular. Si en un país los que van a votar son apenas el 30 por ciento de los ciudadanos empadronados, no puede dejarse de ver en ese porcentaje una primera defección, un defecto de fábrica, la causa primera y central de tantos de los “Estados fallidos” que hoy podemos observar. Para eso sirve la antipolítica: para que los “independientes” y los “indiferentes” dejen hacer.

Como si desde debajo de la alfombra la mugre del capitalismo se desbordara, en esta última fase global siguen surgiendo nombres –fue Assange, fue Snowden, fue Falciani, ahora es Girbaud– que expresan una grieta, y no precisamente la grieta de la que aquí se habla todo el tiempo por televisión, esa que más o menos lo que quiere decir es que “éramos muy unidos y todo era muy lindo hasta que llegaron los K”. En cierto sentido bastante literal, toda esa masa de información, que no llegó desde el periodismo sino desde esa grieta que permitió la fuga de datos, de lo que hablan es de esto: de cómo funciona nuestro mundo, exactamente como la información de Falciani permitió colegir que funciona buena parte del sistema bancario y financiero: con una fachada de pantalla, y con una trastienda de delitos. No sólo delitos fiscales. En Estados Unidos, el HSBC pagó 1900 millones de dólares para detener la investigación sobre las operaciones de lavado de dinero proveniente del narcotráfico y el terrorismo.

Entonces, ¿qué tenemos ahí? Un país cuya Agencia Central de Inteligencia tortura a sospechosos para obtener información sobre el terrorismo, pero detiene la investigación judicial que podría llevar a obtener información sobre quiénes manejan el dinero que financia al terrorismo. Lo mismo se puede decir del narcotráfico: ¿lo combaten o hacen que lo combaten? Y si lo combaten, ¿cómo pueden ser comprados los fueros de un banco que mantiene activas las cuentas de los narcotraficantes en la parte opaca de sus operaciones?

Fachada, pura fachada. Coberturas. Castas. Sistemas internacionales de espionaje y de protección a los grandes delincuentes de nuestro tiempo, los que se cobran vidas a gran escala, los que practican desde hace décadas el deporte de encumbrar políticamente a testaferros empresarios de esos que jamás tocarán sus intereses, esos candidatos que aquí, allá y en todas partes surgen a su vez de esa pantomima que llaman política y es antipolítica, como todos los presidentes de los ’90: “Si decía lo que iba a hacer no me votaban”, puede haber dicho un ex presidente argentino refiriéndose a la destrucción del aparato productivo, pero también lo dijo Bush cuando mintió sobre las armas químicas que nunca existieron en Irak. La fachada, el permiso descarado para prometer en campaña lo contrario de lo que se hará después, es el modo de funcionamiento de algunos bancos multinacionales, pero también el de una idiosincrasia política que no tiene fronteras y se reduce a la fórmula “lo vendemos en los medios”. Ahí tienen a Peña Nieto, el presidente de Televisa, pidiendo “superar” el dolor de Ayotzinapa. El periodismo, en los grandes medios de comunicación, también es una fachada. Hay quienes hacen periodismo en ellos, pero el interés de esos grupos hace rato que no es periodístico, sino económico.

Democracia o corporaciones hoy es la línea que marca la verdadera grieta abierta en sociedades que advierten o no esa disyuntiva. Las corporaciones globales disputan el gobierno del mundo con los electorados, y es obvio que su apuesta de máxima es neutralizar cualquier cosa que devenga del poder popular. La sola expresión “poder popular” es repelida por un sentido común todavía formateado por un sentido común antipolítico que hace poner a pueblos enteros la cabeza allí donde las corporaciones cuelgan su guillotina. Hay épocas en las que la guillotina cae sobre los cuerpos, y otras en las que cae sobre los puestos de trabajo, sobre los programas sociales, sobre los recursos del Estado para atender las necesidades de los que en este mundo de castas opacas, no son personas sino apenas helechos de decorado en un programa de televisión global en el que alguien siempre miente y otro siempre sonríe.

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