Mié 24.12.2014

CONTRATAPA  › UN CUENTO DE NAVIDAD

Pepita y Gaspar

› Por Mempo Giardinelli

Pepita y Gaspar fueron más que amantes clandestinos durante cincuenta y tantos años y en mi casa se llegó a decir que, por eso mismo, esa relación era de liso y llano amor, y del bueno.

Todo el pueblo lo sabía, nadie decía una palabra y las cosas parecían estallar sólo una vez por año: al llegar la Navidad.

Las circunstancias pueblerinas, las represiones provincianas y quizá la inexistencia de ley de divorcio en aquella época delinearon esa relación que era una especie de escándalo pero contenido.

Lo cierto es que la vida les dio a ambos la oportunidad de amarse con la diáfana limpieza del amor impoluto, para decirlo de manera cursi pero cierta. Porque fue eso, un amor impoluto, lo que unió a Pepita y Gaspar durante más de medio siglo a lo largo del cual se amaron en secreto, aunque secreto relativo porque en un pueblo chico, como era Resistencia en aquellos años, no hay secreto que no se conozca y más aún si es de índole afectiva.

Ambos debieron sobrellevar, ante todo, la silente y rencorosa aceptación de sus respectivos cónyuges, que era presumible que supieran lo que en todo caso preferían hacer como que ignoraban. Quizá por eso mismo, y como para retribuir implícitas tolerancias, los amantes se veían muy de vez en cuando y lejos de Resistencia: en Santa Fe o en Buenos Aires, en Formosa o en Córdoba, generalmente en hoteles de segunda o de paso, sitios incómodos y desangelados como suelen corresponder a las clandestinidades dolorosas.

Pepita y Gaspar, además, nunca pudieron comunicarse por teléfono porque en esa época, y al menos en Resistencia, la central telefónica exigía decirles el número deseado a las telefonistas. Las que terminaban siendo testigos mudas, espías de los hablantes, y eso todos lo sabían a punto tal que ni hacía falta dictar los números. “Dame con lo de Moncada” o “Familia Flores de la calle Vedia, por favor”, eran frases suficientes para que la ligazón se produjese.

En aquel tiempo en que el mundo parecía ya imperfecto aunque era sólo eso, apenas apariencia porque las imperfecciones verdaderas, lacerantes, vendrían muchos años después, la historia de estos amantes subrepticios resultaba para muchos, como mis padres, una especie de gloria contra natura, felicidad heterodoxa, alegría inexplicable o como quieran llamarlo porque el de Pepita y Gaspar era un amor ejemplar y envidiable. Y eso era una maravilla para un mundo en el que la violencia, la rabia y el horror empezaban a ser ya palpables fantasmas malignos que más adelante dejarían chiquito a cualquier otro tiempo pasado.

Condenados a ese amor tan irrefrenable como prohibido, Pepita y Gaspar debían recurrir siempre a furtividades ominosas. Una reunión en el Club Social, o en el Regatas, eran fugaces ocasiones para cruzar miradas intensas o deslizar algún papelito que se leía y destruía de inmediato en los baños, hechos cruvica, como se dice en el Nordeste. Un cruce en un pasillo, o la buscada coincidencia en el jardín del club o en la rampa de las canoas, implicaba el nervioso intercambio de miradas ardorosas, acaso una promesa o un beso furtivo. Era la de ellos una pasión limitada y desesperante, que todos los fines de año se tornaba dramática porque para cada Navidad las respectivas obligaciones familiares imponían presencias y rituales ineludibles.

Lo que se sabía y las lenguas del pueblo reproducían como hormigas era que esa relación amorosa, que con los años trascendía largamente el doble adulterio, en cada Navidad les implicaba un sufrimiento adicional, desgarrador.

Con el paso de los años y de cada generación toda la ciudad supo de ese amor imposible pero resguardado, y sin embargo nadie hubiese sabido explicar cómo lo que fue primero comidilla, después, con los años, devino admiración colectiva. Al menos en mi casa, donde a mis padres jamás les escuchamos un juicio de disvalor ni una ironía, en vísperas de las Navidades se pronunciaban discretos comentarios sobre el dolor de los amantes condenados y sus cónyuges. Y es que tanto el marido de Pepita como la esposa de Germán eran personas queridas y socialmente aceptadas, y hasta respetadas por todos a excepción de los típicos chismorreos que todo núcleo urbano de provincia tiene.

Cuando crecí, ya en la Universidad, un día la Chiqui, hija de Pepita y tan linda como ella, con los mismos ojazos de color violeta que sólo tenían su madre y la actriz más popular del mundo en aquella época, Elizabeth Taylor, me conmovió cuando se largó a llorar ante el comentario insidioso de un estudiante estúpido. Y otra vez, al final de una asamblea, fue Gustavo, el mayor de los hijos de Gaspar, el que se agarró a trompadas con uno de Veterinaria en defensa del honor de su madre acusada de cornuda y sumisa. En aquellos tiempos eran así las cosas, y sobre todo en provincias, donde la gente sabe todo y si no lo sabe lo inventa y, lo que es peor, lo cree.

Con los años todo el pueblo –Resistencia nunca dejó de serlo– se acostumbró a envidiar, yo diría, ese amor. Y lo que es más importante, entendió que esos dos seres, ya viejos, no habían sido solamente amantes sino una sólida pareja asentada en un amor total y profundo, sólo que en condiciones inhabitualmente adversas.

Pepita y Gaspar enviudaron más o menos al mismo tiempo: ella justo después de cumplir los setenta años; él a los setenta y nueve. Enseguida se radicaron en Buenos Aires y empezaron a mostrarse juntos, y no sé si lo anunciaron a hijos y nietos pero unos años después supe que se casaron.

Y si evoco ahora todo esto es porque hay un final, del que acabo de ser testigo: los volví a ver la semana pasada, entrando a un cine de la porteña Avenida Santa Fe. Gaspar ya pisa los 90 y ella andará en sus 80, y fue un gusto verlos, radiantes y hermosos como lo que son: dos seres enamorados para siempre. Pensé saludarlos, pero preferí esta discreción literaria que a veces nos permite sublimar los hechos. Sólo diré que me encantó ver que en una bolsa típicamente navideña, roja y con campanas y absurdos renos estampados, llevaban un arbolito navideño plegado. Imaginé que era el primero que compraban y que, más allá de religiosidades que no vienen al caso, para ellos tenía un precioso valor simbólico: el de celebrar juntos una revancha de la vida.

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