› Por Juan Forn
En cualquier otro país del mundo está agotado, es una rareza o nunca se tradujo directamente. Acá, en cambio, no hay librería ni biblioteca que no tenga un ejemplar de las Vidas imaginarias de Marcel Schwob. Yo me lo he topado en los estantes más insospechados: en casas de veraneo, con las páginas pegadas de humedad, en la sala de espera de un dentista, en escuelas, en bibliotecas de lectores grosos y de lectores cualunques, y en casi todas las librerías de saldo y puestos callejeros de libros que curioseé en mi vida. La culpa es de Borges, obvio. A tal punto nos lo naturalizó en nuestro ADN de lectores que a veces parece que los ejemplares de Vidas imaginarias que hay en tantas casas argentinas están ahí como si fueran un libro de Borges, no de Schwob. Algo similar pasa con el Bartleby de Melville: en nuestra biblioteca mental lo tenemos más cerca de Kafka que de Moby Dick, pero la diferencia es que Melville es para todos nosotros mucho más autor de Moby Dick que de Bartleby; en cambio, Schwob es Vidas imaginarias por encima de cualquier otro de los libros que escribió. Toda su obra está contenida ahí, tal como todo Borges está en esencia en Historia Universal de la Infamia: la picardía para hacer uso de la erudición, el asombro contenido por el lenguaje preciso, las perlas dejadas caer como al pasar, la idea hermosa de que todo está en los libros y que la literatura “se escribe leyendo”.
Se han escrito infinidad de libros parecidos al de Schwob, antes y especialmente después de que él publicara Vidas imaginarias, pero gracias a Borges, acá en Argentina sabemos que ninguno se le acerca siquiera, y por eso lo tenemos en nuestras casas: porque tener ese libro es como tener en casa toda la literatura, todo lo que hace mágica la literatura. “El verdadero lector hace casi tanto como el autor, sólo que él construye entre líneas. Aquel que no sabe leer en el blanco de la página no será jamás un buen lector”, dijo Schwob. Por su biógrafo y sus amigos sabemos que Schwob no podía leer como leían los demás: “Desconfiaba de lo que entraba por la puerta, fuese el diario de la mañana o la herencia de los siglos. Veía que la literatura albergaba otra literatura y que, debajo de la historia oficial, había otra historia, igualmente fascinante, turbadora y enriquecedora”. Y, cuando escribía, conseguía que sus lectores hicieran lo mismo, que lo leyeran así. La literatura se escribe leyendo. Lo imaginario se aloja entre el libro y la lámpara. Para soñar no hay que cerrar los ojos, hay que leer.
Todos sus amigos iban a visitarlo por eso. Jules Renard resume así lo que le pasaba también a Mallarmé, a Valéry, a Anatole France, a Colette, a Alfred Jarry, cuando caían a cualquier hora en aquel departamentito de la Rue de l’Université que parecía un armario incrustado entre dos pisos, con una mesa y una silla minúsculas desde donde él conversaba mientras sus visitas bajaban al piso los libros sobre la cama para tener dónde sentarse: “Ayer con Schwob hasta las dos de la mañana. Me pareció como si tomara entre sus dedos finos mi cerebro y lo diera vuelta, exponiéndomelo a la luz”. Su esposa, la actriz Marguerite Moreno, dijo: “Tenía una inteligencia como los ojos de los insectos, veía en diversos planos, geométricamente, era espeluznante a veces”. Lo espeluznante era que Schwob parpadeaba muy levemente pero todo el tiempo al hablar, “como labios que rezaran”: sus palabras parecían venir de sus ojos, no de su boca. Según lo retrataron sus amigos, tenía rostro de benedictino, dentadura perfecta, ascendencia semita, odio a los espejos y vergüenza de tener un cuerpo. Tenía, además, menos de veintisiete años cuando recibía estas visitas que decían después: “Leyendo a quienes él ama se puede ser un lector feliz”.
Schwob venía de una familia de rabinos de Nantes. A los tres años aprendió solo alemán, escuchando a los soldados que ocuparon su casa durante la Guerra Franco-Prusiana. A los ocho escribía cartas a Poe y a Julio Verne. A los doce lo mandaron a estudiar a París. Se alojó en la Biblioteca Mazarino, que era un palacio, porque su tío, el orientalista Léon Cahun, era el bibliotecario. El tío Léon le enseñó la Antigüedad y también le enseñó a mirar la calle por las ventanas del palacio. Schwob se enamoró de los libros y de una prostituta adolescente y tuberculosa del Marais a quien le cosía muñecas, le hacía café, le convidaba cigarrillos y le conversaba con voz de niño, y cuando los médicos que llevaba a verla no pudieron salvarla, se encerró a quemar todas esas muñecas, y cuando salió había perdido todo el pelo y también había escrito un libro entero para la difunta, donde la bautizó Monelle y le inventó un puñado de hermanas para abarcar todas las facetas de su perverso encanto, y sentenció al final: “No abraces a los muertos. No lleves en ti el cementerio. Los muertos ahogan a los vivos”.
Colette le presentó a la actriz Marguerite Moreno para rescatarlo. La Moreno hacía la Fedra de Racine en el escenario pero en privado recitaba Baudelaire como nadie. Schwob se enamoró de su voz, se casó con ella e incluso aceptó mudarse a una casa luminosa en la Ile de St-Louis, pero a los tres meses le empezaron “los dolores”. Así llamaba a la enfermedad misteriosa, supuestamente un cáncer de recto, que fue su calvario desde entonces. El matrimonio era blanco: la Moreno se iba de gira y Schwob cerraba todos los postigos y se ponía en brazos de la morfina pero ni así podía escribir, así que decidió partir a Samoa, a ver la tumba de Stevenson, que era su amigo y a quien había traducido al francés. La mitad del viaje lo hizo en camilla y nunca llegó hasta la colina donde estaba la tumba de su amigo, pero en cambio aprendió diligentemente el samoano y en dos días podía hablarlo. Lo llamaban Tulapala, que significa “habla con historias”, y el propio rey Mataafa lo inició en una tisana vegetal más efectiva que la morfina. “Si no tuviese que escribir el libro que tengo que escribir, viviría con ellos”, le escribió a la Moreno en una carta que no despachó sino que guardó en su bolsillo (“para que sepas, mi querida, si me pasa algo, que mi último pensamiento ha sido para ti”).
El libro que quería escribir era sobre los coquillards y su rey, el poeta pillo François Villon. La teoría de Schwob era que no existía una línea que separase lo que está debajo de lo que está arriba: “A la gente de mundo le gusta recoger las formas y términos nuevos que crea la calle. La unificación de Europa como continente, la idea de cultura tal como la conocemos, la iniciaron esos vagabundos que iban de pueblo en pueblo contagiando lenguaje y estilo sin saberlo: clérigos, estudiantes, trovadores, bandidos, desertores, mendigos”. En sus últimos años, Schwob dio en la Sorbonne un seminario sobre el tema que no terminaba nunca y que tenía poquísimos pero fervorosos alumnos. Uno de ellos fue Pierre Champion, su único biógrafo hasta hoy, que en su libro de 1927 escribió que Schwob murió un domingo de febrero a los treinta y siete años, que nadie pudo cerrarle los párpados y por eso lo velaron así, y como sus ojos seguían abiertos al partir al cementerio, cubrieron con velos negros los faroles del coche que lo condujo hasta allá.
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