Mar 27.01.2015

CONTRATAPA

El suicidado por la sociedad

› Por Horacio González

El hilo de Ariadna –la señora del laberinto– fue mencionado en el discurso presidencial como una esperanza efectiva para reconstruir la maraña política nacional, peligrosamente dañada. Un fuerte síntoma de desolación se derramó sobre un país entero al leerse, en la gran prensa y televisión confederadas, el trazo de una cartografía de conspiraciones gubernamentales a cuyo frente estaría la misma Presidenta. Esto causaba la misma impresión que si un espíritu despiadado hubiera confiscado todas las energías sociales de una nación para embotarlas en un plan alegremente autodestructivo. De este modo, se estaban escribiendo los protocolos de los versos supuestamente revelados donde unos sabios inicuos –de ese poder gubernamental que perciben como el Minotauro del que tanto habló la literatura política argentina– hubieran matado al fiscal mientras satánicos escenógrafos ordenaban las tablas de sangre. Perdían tiempo en buscar llaves, no pateaban puertas para evitar develar impetuosamente lo ocurrido, echaban a los médicos de emergencia para ganar tiempo y perseguían a un periodista que al dar la noticia a partir de una “fuente”, debía escapar del país de los asesinos, que le habían enviado personajes de lentes oscuros para hostigarlo en remotas estaciones de tren.

Para perseguir aquel quebradizo hilo griego desandando los cavernosos senderos de los servicios de información, hay que desligarse de la propensión conspirativa con la que exaltamos hechos incomprobables, historias fantásticas y detalles que sólo en manos de un Homero o un Tucídides podrían cobrar relevancia y no ser la pobre papilla diaria frente a la que permanecemos absortos y boquiabiertos. Hoy se enaltecen como noticias a los indicios más provisorios que surgen de peritos en análisis de sangre, cerrajeros nocturnos o pálpitos de lectores de literatura de espionaje. Con razón hay filósofos que se dicen desamparados. Nunca como ahora se citó tanto a Agatha Christie, para la cual cada detalle insignificante, un encuentro casual, el retraso de un reloj, cobraban en el remate final una importancia idolátrica. Este pensamiento del policial de salón y encierro –en cuartos, trenes, islas enigmáticas– contiene refinadas lógicas paranoicas, que en parte son de los servicios de inteligencia, por suerte disueltos ahora en un hecho histórico y bajo el anuncio de trazados nuevos que el Parlamento y la sociedad deberán discutir.

Pero las fórmulas del pensar asfixiante, ahistóricas y compulsivas perduran porque estando equivocadas en el marco del vivir real, representan sin embargo un momento ceñido de la reflexión íntima cuando ella trabaja en la oscuridad de sí misma. Muchas veces, nuestras propias metáforas vengativas las vemos en los títulos de los periódicos. Nuestra inocente intimidad era el tráfico real de los hechos. La realidad ya no se tiñe de autocontinencia, todo es culpable a priori y el gran ojo de los “servicios” se yergue como forma final de la conciencia mundana. Lo saben las grandes religiones, los grandes novelistas y los grandes científicos, que disputan indirectamente con estas ergástulas de las sombras. En este momento de riesgo para el país, ha sucedido que este pensamiento de los “servicios” no sólo se ha trasladado a otras prácticas del ser social -–la vida jurídica, política, el periodismo casi en su totalidad– sino que parece no haber cuestión significativa de la conversación diaria que no se vea traspasada por el acoso de la sospecha y la resolución catastrófica del enigma, como en los Diez indiecitos de la mencionada autora policial inglesa. El fraseo o la maquinaria escritural argentina trabaja para que no quede nadie a salvo, y para que el máximo poder público republicano sea el último en ahorcarse, asistiendo como culpado eminente, como pobre consuelo, a las muertes de todos los autores de la trama que vivieron acusándose entre sí. Pero no ha sido ni va a ser así.

Se han equivocado los augures de una tercera guerra mundial que se iniciaría con este “disparo de Sarajevo” ocurrido al borde del Río de la Plata. El sentido común es aburrido (menos para Gramsci), pero es mejor que el estado permanente de sospecha de los agentes secretos improvisados en que se convirtió a una parte importante de los habitantes del país y desde luego, de sus periodistas. Los indicios son importantes, pero no cualquier tuit es un indicio. Es cierto que un pequeño fragmento puede ser la “carta robada” que resuelva el crimen, pero a veces es mejor inspirarse en los procedimientos de Shakespeare para entender cómo ocurren las tragedias de sangre, que en las soluciones químicas que se emplean en una morgue. Macedonio Fernández escribió un lamento por el suicidio del capitán Langsdorf, del Graf Spee, en un hotel del centro de Buenos Aires. Nada sabemos sobre lo realmente ocurrido en la casa del fiscal Nisman en Puerto Madero. El lamento por su muerte, pues el hilo de Ariadna no está siempre disponible y revela la fragilidad de nuestras vidas, no nos permite imaginar otra cosa que a un hombre que parecía tomado por fuerzas que superaban su voluntad de comprensión.

El respeto apenado que nos merece podemos decirlo, porque no fuimos precisamente de los que figuramos en el número de los entusiastas del acuerdo con Irán pero al que vimos como un trago amargo que significaría un avance en una mole de demoras sobre la tragedia nacional que amenazaba con cristalizarse para siempre. Pero el escrito denuncista de Nisman, que hemos leído por completo, nos parecía pertenecer a un género inclasificable, mixto de periodismo de investigación rápidamente configurado, escuchas insustanciales de conversaciones como suelen serlo muchas de las que tienen los ciudadanos entre sí, relatos influidos por un intuicionismo judicial donde el pálpito superaba a la prueba, con reiterativos rebordes de inciertas aseveraciones en las que el espíritu denuncista asemejaba ser el de un vertiginoso ensayista estudiantil preocupado por producir un estruendo en el mundo global, antes que en dar razones precisas para fundar una acusación. Me baso en la naturaleza de este escrito, que vale como parte de una historia de virulentas mutaciones de la escritura jurídica y que permanecerá en la historia judicial del país no por su envergadura argumental, sino porque ahora sabemos que el fiscal lo escribió con una fantasía postrera que no hacía sino reflejar un denso tejido –y Ariadna pudo ser considerada la diosa del tejer– que habitaba en las zonas más negras y calcinadas de la sociedad argentina, en sus vehículos comunicacionales, sus formas de expresión coloquial o sus documentos canónicos, en sus temores y frustraciones, en nuestros hábitos de interpelación o desdén, en las sucesivas degradaciones del orden jurídico, intelectual, político, en nuestras vanas horas televisadas y nuestros despeñaderos en la difusa “sociedad del conocimiento”.

En cierta forma, y sin obligarnos a elegir entre suicidio u otra clase de muerte –lo que dirá, y debe hacerlo rápido, el aparato legal de investigación judicial– pensamos que fue el suicidado por la sociedad. No como el artista incomprendido al que la sociedad, invadiéndolo, lo anula. Sino como el joven abogado que en cuya conciencia, en estos difíciles años, se fueron espesando los oscuros brebajes que producen los sótanos y pasadizos de la sociedad argentina, y dio cuenta de ellos al precio más alto que pueda concebirse. Él, como los muertos en los crueles atentados de hace veintiún años, merece la justicia de la verdad. Su mano sin indicios aparentes de deflagración quizá pueda simbolizar, entre tantas otras cosas, lo que puede aún retener un trozo del hilado que hay que recorrer en sentido inverso, esto que es lo que hoy deflagra. La guarida del Minotauro ha sido disuelta. La discusión adquiere ahora otro sentido. Será preciso entonces escribir otros textos.

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