Vie 30.01.2015

CONTRATAPA

El salvado y el hundido

› Por Juan Forn

El joven Guy de Maupassant, a los dieciséis años, ya era un auténtico torito normando. La descripción se la debemos a su tío materno, el gran Gustave Flaubert, que fue casi un padre para el muchacho, porque el señor Maupassant mostró desde el día mismo de su boda un apasionado interés por todas las mujeres de la región salvo la suya. La señora Maupassant lo echó de casa y convirtió al joven Guy en su confidente. La señora devoraba libros a la par de su famoso primo escritor, pero el joven Guy se le fue de las manos: a los dieciséis lo pescaron en el internado leyendo un libro del Marqués de Sade y lo echaron. Se decidió que ingresara en el férreo Liceo Militar de París pero le concedieron antes unos días en el balneario de Etretat. Cada amanecer, el joven Guy bajaba a la playa a esperar a los pescadores, que aceptaban llevarlo de faena con ellos porque aquel niño bien remaba como nadie, tenía la fuerza de un buey para alzar las redes y no pedía otra paga que sentarse a beber con ellos después, hasta que partía detrás de una pollera.

Un día en que el mar estaba picado, rescataron en las aguas de la bahía a un nadador que había quedado atrapado en un chupón y se estaba ahogando. Resultó ser un inglesito enclenque que, a pesar del susto y de que eran las diez de la mañana, seguía borracho perdido cuando lograron subirlo al bote. Era el poeta Algernon Swinburne, el niño fauno, el perverso polimorfo que encandilaba y escandalizaba por igual a Inglaterra con sus arrebatos. Oscar Wilde diría años después que todo en Swinburne era impostado, que se dedicaba más a predicar los vicios que a practicarlos, y quizás algo de cierto había porque el ebrio y desfalleciente rescatado tuvo ojo suficiente, una vez subido al bote, para notar que el joven Guy era diferente al resto de sus salvadores y al día siguiente el muchacho fue invitado a almorzar a la cabaña del inglés que hospedaba a Swinburne. El anfitrión se llamaba Powell y en Etretat se decía que era noble y que estaba en Francia por culpa de la Justicia: había tenido “repetidos accesos de ternura con menores”. El joven Guy tranquilizó a sus amigos pescadores y les prometió que les traería de vuelta unas botellas de buen licor.

Cuando Powell y Swinburne salieron a recibirlo, el joven Guy se dijo que podía alzar a ambos ingleses con un solo brazo, pero una vez que entró y lo envolvieron en su charla se sintió un joven palurdo de provincia que por primera vez en su vida tenía delante “la exaltación y la intensidad del arte”. La cabaña era tosca y cualunque por fuera, pero su interior era de un lujo macabro. Mucho terciopelo, ramilletes de lilas en todos los rincones, extraños cuadros de lunas con rostro humano y bibelots igualmente extraños desparramados por todas partes, entre ellos una auténtica mano disecada. Swinburne era pelirrojo, vestía levita celeste con el cuello abierto, “como el que está por ser guillotinado”, y su estilo verbal era “el de un visionario que busca sistemáticamente la sensación excesiva”. Powell no se quedaba atrás: tenía un mechón blanco como la nieve en la melena negra, las uñas de los meñiques largas y encerradas en estuches de oro como los chinos y se acariciaba el rostro distraídamente con aquella mano disecada. Había también un mono que chillaba y cagaba por todas partes y no se sirvió vino sino ajenjo con el almuerzo, pero al joven Guy no le importó porque la conversación era de nivel superior.

“Si el genio es, como dicen, un delirio de la más alta inteligencia, Algernon Swinburne era un genio”, escribiría años después Maupassant, en las sucesivas versiones que dio de la historia. En el prólogo a la traducción francesa de las baladas de Swinburne hizo hincapié en el bizarro genio del poeta. En su crónica “El inglés de Etretat”, relata que el verano siguiente volvió a la cabaña pero los ingleses se habían ido y estaban rematando sus pertenencias. Al parecer, uno de los criados terminó matando al mono y sirviéndoselo a sus patrones en la mesa y ellos lo corrieron a tiros hasta el pueblo, cosa que colmó la paciencia local. Maupassant termina el cuento diciendo que compró la mano disecada como recuerdo de tan formidables personajes. Dio más detalles en una conversación con sus amigos Daudet y Goncourt que éste registró en su célebre Diario: “Sí, vivían juntos y se satisfacían entre ellos o con carne de mono regada en ajenjo o con los criados adolescentes que se hacían enviar desde Inglaterra cada tres meses. Decían que el libertinaje francés era frívolo y superficial, que el sexo se trataba de agotar los refinamientos más dolorosos y procedieron a mostrarme un álbum de láminas inenarrables, mientras me preguntaban si prefería la mordaza o el cloroformo, la fusta o las esposas. Yo les confesé que me gustaba ir a la playa a contemplar las bañistas con las ropas mojadas y adheridas, para adivinarles los pechos. Pero los anglosajones no saben qué son los pechos; de ahí proviene, creo, su confusión y ferocidad en la lujuria. No pude resistir demasiado en esa atmósfera alucinatoria, pero el recuerdo nunca me abandonará”.

Como se sabe, Maupassant entró en la literatura francesa como un meteoro (con su cuento “Bola de sebo”, publicado un mes después de la muerte de Flaubert) y salió de escena sólo diez años más tarde, “como la grieta que deja un rayo en el cielo”, según sus propias palabras. Conservó su vigor físico hasta el final y era capaz de remar ocho horas seguidas contracorriente hasta que lo internaron. Algunos adjudican su locura a la sífilis y otros a las cantidades industriales de morfina con que combatía su tedium vitae. “Fornicar es tan monótono como escuchar agudezas de los amigos, y lo mismo me pasa con las noticias de los diarios y con los libros. Todo es trivial y no hay suficientes maneras de componer una buena frase”, le escribió a su célebre tío cuando tenía veinte y seguía pensando lo mismo a los treinta y cinco, cuando se disparó una pistola en la sien. Su fiel mayordomo Tassart había tenido la prudencia de cargar salvas en la pistola pero no atinó a desa-filar lo suficiente el abrecartas con que Maupassant intentó cortarse la garganta poco después. Lo recluyeron en un manicomio, allí andaba en cuatro patas y comía sus propios excrementos. Las últimas palabras que escribió fueron: “Monsieur M se está animalizando”.

Swinburne sobrevivió más de veinte años a Maupassant, viviendo como un niño adoptado en el castillo de un amigo en Inglaterra: se sentaba educadamente a la mesa, no profería palabra y pedía permiso para volver al jardín en cuanto terminaba su plato. Era como una reliquia de otro tiempo: ya no escribía, tampoco leía a sus contemporáneos, nunca supo lo que escribió de él ese joven normando que lo salvó de las aguas. Especialmente la coda final que dio Maupassant a la historia, en su cuento “La mano disecada”, donde un joven bohemio cuelga una mano disecada en la cabecera de su cama y amanece con la habitación hecha trizas, marcas moradas en su garganta y fuera de sus cabales para siempre, cuando la policía alertada por sus gritos logra por fin echar la puerta abajo y entrar.

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