CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
› Por Juan Sasturain
Me ha tocado, un poco de casualidad, estar en España esta última semana, hablando de literatura policial en el festival Barcelona Negra junto a Claudia Piñeiro, Ernesto Mallo y una punta de colegas del lugar y otros más lejanos confines. Y además de trabajar un poco, disfrutar de los amigos y congelarme como el mejor, no pude sino, entre otras cosas, leer los diarios, ver los noticieros, ponerme medianamente al tanto de otras cosas que no sean los alrededores de nuestro tan maltratado ombligo nacional.
No me voy a meter, por una cuestión de prudente elegancia, con la política de la península, que desconozco en sus pormenores tanto como la formación del Getafe –aunque opino de fútbol y puedo reconocer a Rajoy e incluso a los nuevos líderes de Podemos–, pero sí puedo transmitir el escalofrío que me produjo ver un poco más de cerca las realidades y cuestiones sobre las que Pablo Brieger, Santiago O’Donnell y otros habituales informados analistas confiables suelen explayarse con soltura y ligero temblor de vértigo e indignación impotente: está muy jodida la cosa para los países deudores en la insolidaria Comunidad Europea.
Y el ejemplo de esta semana ha sido –como en los últimos meses y ahora más, después de los resultados de las últimas elecciones generales– el caso griego: la impagable deuda helena y la soberbia de la troika extorsionadora que no piensa aflojar. Una situación repetida ante la cual voy alevosamente a repetirme.
Hace un tiempo, tratando un tema similar a éste, recordábamos que deuda es –además de lo que creemos saber que es– el femenino singular de deudos. Por ejemplo: a la hija se le muere el padre y la/se convierte en deuda. Es que, latinamente hablando, deudos son simplemente parientes. Pero en el uso sólo lo son –digamos– en estado latente: los parientes –en todas sus variantes, de padres e hijos a sobrinos y nietos– sólo se definen como genéricos deudos ante la muerte de otro pariente. Es una relación de reciprocidad en diferido: somos siempre parientes y cuando uno se muere transforma a los demás en deudos. Los deudos son más y menos que posibles o forzosos herederos. O acreedores. Se suele heredar la pena, el vacío también. O la culpa. Como si vivir fuera endeudarse –quedar siempre en deuda– y transferir la deuda culposa a los sobrevivientes.
Se sabe, en metafórico y nunca inocente lenguaje popular: el vivo que se muere, deja el muerto. Y alguien tiene que levantarlo. Ahí está la trampa.
Como decíamos ayer, es curioso (o no) cómo la terminología que nombra y describe la transición (¿transacción?) de la vida a la muerte, y todo lo que afectivamente genera, suele usar significantes extraídos, contaminados, corrompidos por la siempre capciosa economía. En todos los niveles. Las consabidas pérdidas, los deudos y deudas, el pagar con / malgastar una vida, que dejará o no un saldo. La muerte que pasa a cobrar lo que queda de ese capital que te dieron para gastar. Incluso espiritualmente, vivir es acumular (para el Otro Lado), y hay que cuidarse porque al fin de cuentas, si no perdonás tus deudas, el Supremo Acreedor no perdonará las tuyas. Todo mal. La vida toda –que no es una cuenta de resultados, ni una inversión, ni un capital, ni un negocio, como propone este mundo al revés– queda sometida a la semántica del campo monetario. En el ejemplo de la muerte en la familia, las pérdidas afectivas se supone que no son deudas; sin embargo, hay que –en nombre de la equívoca salud– asumirlas. No deja de ser una forma / fórmula equivalente a la de aquel perverso apotegma de honrar la deuda (se ha dicho y repetido), porque la única regla moral que parece digna de aplicación y respeto es la que tiene al sagrado dinero de por medio: el juego y los negocios (amorales por naturaleza) generan compromisos sagrados. ¿Son esos los valores del mercado? No. Lo único que existe es un perverso mercado de valores. En baja, siempre en baja.
Y así, una vez economizado lo humano, para redondear la ecuación sólo falta “humanizar” la economía. Pero sólo desde el lenguaje, porque cada vez que alguien pretende desde un Estado soberano –como intenta el nuevo gobierno griego–, aunque sea tímidamente, que le permitan suspender la sangría cambiando el servicio salvaje de la deuda por la entrega de bonos de inversión productiva, los mismos ladrones que instaron al “salvataje” de las “entidades financieras”, que hoy impúdicamente muestran sus vergonzosos balances multimillonarios de 2014, se ponen “firmes”, son germánicamente inflexibles con el que ahorcaron con sus propias recetas recesivas. Qué tramposos.
Lo jodido es que el sistema está armado de tal manera, con una lógica tan perversa, que pareciera que –al menos en esta comunidad europea insolidaria– no hay otra opción, como venimos diciendo desde hace rato, que navegar en el Titanic y en tercera, primeros para ahogarse y con muy pocos botes, todos para ellos. Tendrían que bajarse, claro. Pero afuera está la ominosa intemperie, un frío de cagarse como el que nos tocó estas semanas. Tendrán que juntarse mucho para darse calorcito.
Claro que, en realidad, lo que nos hace pasar la noche con los ojos así, es pensar en los extraños criollos que alegremente nos quieren volver a meter bajo el ala y las decisiones de esos buitres. En el fondo y con el Fondo a la cabeza dándoles letra, estos tipos son lo peor que nos puede pasar. Por ahí pasa una vez más, pese al ruido y el humo, la pelea fundamental. Guarda.
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