Vie 13.02.2015

CONTRATAPA

Visitando las ruinas

› Por Juan Forn

Elias Canetti llega a Londres huyendo de los nazis. Ha publicado en Viena un solo libro, que no está traducido al inglés y que sólo cinco personas han leído en toda Inglaterra, pero una de ellas lo invita como comparsa a uno de sus cócteles (a la manera inglesa: sin presentarlo a nadie, dejándolo a la deriva con una copa en la mano). En el cóctel hay un joven rubio como un vikingo, pero inglés hasta la médula, que tiene un tartamudeo desesperante. Canetti es la única persona en el cóctel capaz de escucharlo sin perder la paciencia. Cuando quedan a solas, el inglesito le confiesa que simula el tartamudeo para sacarse de encima la gente que no le interesa. Y Canetti le ha caído espectacularmente bien. Lo lleva en su Bentley hasta la rasposa pensión, dos días después pasa por la biblioteca del Museo Británico, donde sabe que Canetti pasa los días quemándose las pestañas, los judíos centroeuropeos son así, y Aymer Maxwell, el jovencito del Bentley, ha elegido a Canetti como su confidente perfecto por eso: “El buen Elias es, en una sola persona, lo que habría sido Freud de no ser psicólogo y lo que habría sido Einstein de no ser físico”, le gusta decir. Un noble inglés habla con una sola persona en la vida de lo que de verdad le pasa. Nunca con un íntimo: a veces es su sastre, a veces su mayordomo o el barman de su club, y a veces el amigo judío que devora bibliotecas libro a libro. Eso fue Canetti para Aymer Maxwell. ¿Pero qué fue Maxwell para Canetti? “La soberbia está tan enraizada en los ingleses que a menudo ni se les nota. Son verdaderos artistas de la soberbia. Mi complacencia auditiva con Aymer era tan mórbida y absoluta porque al escucharlo yo veía Inglaterra, y veía lo que Inglaterra veía en mí”, escribió Canetti mucho después, en Fiesta bajo las bombas, sus memorias sobre los años que pasó en suelo inglés.

Aymer tartamudeaba y andaba como un bólido con su Bentley y se le aparecía de visita a Canetti a cualquier hora porque lo roía la impaciencia: no veía el momento en que su abuelo muriera de una vez y él heredara el título y el castillo y las tierras que tenían en Escocia. Cuando el abuelo por fin espichó, Aymer subió a Canetti al Bentley y lo llevó a conocer sus dominios. Todo nuevo lord debe presentarse a sus pares vecinos, y las tierras de Aymer tenían un solo vecino, al norte, que era el epítome del escocés huraño y excéntrico. Aymer avisó que llevaría a Canetti. Lord Stewart era ornitólogo aficionado y su castillo era más antiguo e imponente que el de Aymer, tenía hasta lago propio con una isla en el medio donde se alzaban las ruinas de un monasterio celta. Cuando Aymer y Canetti llegaron los recibió la señora de la casa, que les dijo que su marido estaba en cama con lumbago por culpa de sus benditas excursiones de avistaje y que la mandaba a ella para hacerles una recorrida del castillo antes de recibirlos.

Mientras la seguían por los lóbregos pasillos y salones, Lady Ursula le contó animadamente a Aymer que estaban sin mayordomo. Lady Ursula se hacía traer todos sus vestidos de París. Como no visitaban ni recibían a nadie, sólo lucía sus vestidos cuando se juntaba con su marido a cenar. En los buenos tiempos tenían un matrimonio polaco a su servicio: él había sido comandante de regimiento, ella de buena cuna, eran perfectos como mayordomo y ama de llaves, pero tenían un solo defecto que Lord Stewart no pudo soportar: se reían como caballos. Podían estar en la otra punta del castillo pero se los oía igual, así que el lord los echó, y se fue de avistaje de pésimo humor. Llegó hasta los confines de sus tierras, vio un faro solitario en donde las últimas rocas se hundían en el mar. Entró a ver al farero y se encontró con un muchacho que “se sentía divinamente en soledad sin hacer alarde de ello”. El mayordomo perfecto, decretó Lord Stewart y se lo llevó al castillo, y el farero resultó capaz de cubrir al matrimonio polaco a la perfección, sin proferir un sonido ni hacerse notar de ningún modo.

Lady Ursula jamás repetía vestido, pero sabía perfectamente cuántos tenía y un día descubre que le faltan tres. Comienza su silenciosa investigación, se aventura hasta la remota habitación del farero mayordomo, abre la puerta sin golpear y ve dos de sus vestidos primorosamente acomodados en la estrecha camita y al mayordomo con el tercer vestido puesto, haciendo extasiados pasos de ballet frente al espejo. El joven saluda con absoluta corrección, le dice que se ha probado cada uno de sus vestidos y que los ha devuelto con el mayor de los cuidados, pero que esos tres lo han transfigurado. Es tal admiración con que habla de ellos que Lady Ursula se siente halagada en su buen gusto. El joven le confiesa que aceptó el puesto en el castillo porque lo ponía a mitad de camino del Royal Ballet en Londres, que era su meta, y le ruega que le dé unos minutos de intimidad para despedirse de los vestidos. Lady Ursula sale al jardín. Cuando vuelve a sus aposentos, los tres vestidos están impecablemente guardados en sus cajas, envueltos en papel de seda. Baja a almorzar y el marido le anuncia que el mayordomo los ha abandonado. ¿Dio alguna explicación?, pregunta ella. Sólo tuvo la decencia de no pedir los sueldos atrasados, contesta su marido con un humor de perros.

Mientras tanto, la recorrida por el castillo desemboca en la recámara de Lord Stewart. Aymer trata de levantarle el ánimo al enfermo contándole que en el camino se detuvieron a contemplar desde la orilla del lago las excelentes ruinas que se alzaban en la isla y que su amigo, siempre interesado en el pasado, se preguntaba a quiénes pertenecían. “¡A mí! ¡Son mías!”, ruge Lord Stewart, y sin mirar siquiera a Canetti dice que no le interesa la historia antigua; lo único que le interesa de la isla son los cormoranes que van a posarse allí, a cubrir las ruinas con su carga de guano. Nunca se vieron cormoranes tan lejos del mar como allí; el estúpido administrador de sus tierras le ha sugerido vender el guano a buen precio, restaurar las ruinas y abrirlas al público, pero si eso ocurriera se irían los cormoranes, gruñe Lord Stewart, así que las ruinas seguirán cubiertas de mierda de pájaro mientras él sea el amo de esas tierras. Cuando la visita parece estar languideciendo, el anfitrión registra de pronto a Canetti y le ordena a su esposa: “¡Trae la piedra!”. Lady Ursula vuelve luciendo un anillo engarzado con un enorme diamante. El lord ordena a su esposa que tienda la mano a Canetti y le dice a éste: “Sospecho por su origen que sabrá tasar bien. Cuánto dice que vale”.

Canetti hierve de furia, entiende de golpe que Aymer, tal como le relató a él las características del huraño anfitrión, hizo lo mismo con Lord Stewart anunciándole que acudiría con “su buen amigo judío”. Para vengarse a la manera inglesa, con lo que considera una exquisita ironía, menciona la cifra más absurdamente alta que puede imaginar. Lord Stewart carraspea satisfecho y masculla: “Es justo lo que pagué por ella. Veo que conoce bien su trabajo”. Y con un gesto de desdén ordena a su mujer que acompañe a los invitados hasta la salida. Dice Canetti que ése fue el único gesto de antisemitismo que padeció en cuarenta años en suelo inglés. Yo creo que fue otra exquisita ironía dedicada a sus amigos británicos.

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