› Por Juan Forn
John Huston creía que no tenía inconsciente y Sartre creía que los locos eran básicamente mentirosos que se dejaban cautivar por sus mentiras. Sin embargo, en 1958, Huston viajó a París a ofrecerle veinticinco mil dólares de entonces para que le escribiera un guión sobre Sigmund Freud. Huston ya había dirigido en Nueva York una obra de Sartre (A puerta cerrada) y mostrado fugaz interés en otra (El diablo y Dios) y lo consideraba el candidato ideal para escribir ese guión porque lo que quería filmar era la historia de cómo Freud se había convertido en Freud (es decir, esos siete años de fracasos sistemáticos desde que empezó con la hipnosis hasta que se internó en la interpretación de los sueños propios y ajenos). Al principio Sartre descartó el proyecto por típicamente norteamericano (Freud como detective de la psique, superando mil obstáculos hasta la triunfal develación del enigma), pero Huston lo convenció de que pocas personas encarnaban mejor la máxima sartreana “El infierno son los otros” que Freud tratando a sus primeros pacientes ante la mirada hostil de la parentela de esos pacientes, de sus colegas médicos y de toda la sociedad de su tiempo. Sartre se dejó convencer por dos motivos: primero porque tenía un problemita de impuestos (“Ya no le debo nada al fisco, pero tampoco me quedó nada de lo que me dio mi madre”, le escribió por esos días a Simone de Beauvoir) y segundo porque lo tentaba la idea de hacer un Freud que viera en los secretos de la psique las hipocresías y miserias de la burguesía vienesa.
Cada vez más fascinado con su personaje (“¡Era un neurótico hasta la médula!”), se despachó con una “sinopsis” de 95 páginas y, sin esperar la respuesta de Huston, terminó en un mes la primera versión del guión. “El mamotreto era más grueso que mi muslo. ¡Quería hacer una película de siete horas!”, cuenta Huston en su autobiografía. Así que invitó a Sartre a su castillo en Irlanda para trabajar juntos, y así empieza la comedia negra que deberían haber escrito y filmado en lugar de la vida de Freud. No más llegar, Sartre le escribe a Beauvoir: “No he salido todavía porque el pueblo más cercano está a medio día de viaje. Miro los kilómetros de praderas que nos rodean y siento horror vacui. H dice que vive aquí por la naturaleza, pero lo hace para evadir impuestos. Cada rincón del castillo rebasa de objetos incongruentes: Cristos mexicanos, lámparas japonesas, el Monet más feo que he visto en mi vida... H sale a andar a caballo, baja a la cocina a decidir el menú, vuelve disfrazado... Cualquier excusa le sirve, es imposible hacerlo trabajar”.
Huston, por su parte, escribió en su autobiografía: “Al principio admiré su habilidad para tomar notas mientras hablaba, pero después entendí que era imposible interrumpirlo. No paraba ni siquiera para tomar aire. Sus estrábicos ojos de sapo me sofocaban tanto a veces que tenía que salir de la habitación. El murmullo gangoso de su voz me seguía por los pasillos y, cuando volvía a entrar, él ni se había dado cuenta de mi ausencia”. Todo el equipo reunido por Huston entendía francés, pero las jornadas de trabajo dejaban a los participantes con los ojos vidriosos y la mente en blanco. En determinado momento Huston trató de hipnotizar a Sartre (técnica que había aprendido en el psiquiátrico donde filmó en 1946 el documental Let There Be Light, sobre el intento de curar mediante hipnotismo las secuelas de la guerra en soldados que volvían del frente). Le fue imposible: “Es impermeable, hipnóticamente hablando. O quizá sean las anfetaminas que toma todo el tiempo”. Sartre, por su parte, trató de llegar al inconsciente de Huston pidiéndole que le relatara sueños, en una épica trasnoche alcohólica. Fue inútil: “Ayer H confesó que en su inconsciente no hay nada ni siquiera viejos deseos inconfesables. No logro entenderlo. No me habla. No me mira. Huye del pensamiento, dice que le entristece”. Un día Sartre amaneció con un terrible dolor de muelas. Huston ofreció trasladarlo a la civilización. Sartre dijo que le bastaba un dentista de pueblo. Encontró uno por las suyas y volvió aliviado al castillo. Huston comentó a su equipo: “Un diente de más o de menos es cuestión intrascendente en el universo de un existencialista”.
Una gran frase del guión resume la relación entre ambos: “Percibimos entre ellos una extraña complicidad: están tratando de engañarse uno al otro”. Finalmente, Sartre volvió a París bajo promesa de enviar una nueva versión, que resultó más larga aún (está publicada, es una gloria, se llama Freud, el guión). Huston optó por encerrarse con Wolfgang Reinhardt y Charles Kaufman, sus colaboradores de confianza, y le mandó a Sartre el resultado, convenientemente reducido. Este contestó una carta más larga que todo el guión, pormenorizando sus diferencias y exigiendo que retiraran su nombre de los créditos, aunque buena parte del material siguiera siendo suyo, entre otras cosas el personaje de Cecily, una combinación del caso Dora y el de Anna O, que Sartre quería que interpretase Marilyn Monroe. La idea era brillante, porque el papel de Freud lo haría Montgomery Clift. Pero Anna Freud, que por entonces estaba en Nueva York supervisando el tratamiento de Marilyn, le prohibió aceptar (meses después, cuando murió Marilyn, Huston declaró: “No la mató Hollywood: la mataron sus psiquiatras”).
El papel de Cecily fue para la intrascendente Susannah York. Para empeorar las cosas, Montgomery Clift llegó al rodaje después de un accidente que lo había dejado con algunas limitaciones corporales y faciales. En su guión, Sartre hacía obsesivo hincapié en la mirada penetrante del creador del psicoanálisis (“El secreto está en sus ojos. Cuando sale del consultorio, su mirada debe dar miedo”). Monty le aseguró a Huston que podía hacer a Freud casi enteramente con los ojos. Huston pidió a su director de fotografía que trabajara la mayor cantidad posible de primeros planos, cosa que permitió disimular no sólo la torpeza motriz de Clift sino también los cartelitos con textos auxiliares que sembraban por todos lados, ya que los cócteles de tranquilizantes y alcohol que tomaba para paliar los dolores le impedían memorizar sus líneas.
El rodaje fue un calvario. La mitad del equipo culpaba a la York, la otra mitad decía que el propio Huston boicoteaba la película por no contar con Marilyn y por no entender el guión. En lo único en que coincidían todos era en el extraordinario efecto que tenían aquellos primeros planos de Monty, y allí depositaron sus últimas esperanzas, que se derrumbaron el día mismo del estreno en Los Angeles, cuando la chimentera Louella Parsons, antes de entrar a la sala, echó a rodar entre los concurrentes el rumor de que había pescado a Clift el día anterior entrando de incógnito en una clínica para someterse a una pequeña operación en los ojos. Al día siguiente, no hubo crítica que se privara de decir que la película quizá fuese Sartre puro, pero la mirada alucinada que Montgomery Clift le había dado a su Freud se debía en realidad a que padecía cataratas durante el rodaje.
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