CONTRATAPA
América latina, ahora
› Por José Pablo Feinmann
Trágica paradoja de América latina: su consolidación poscolonial fue posmoderna antes de ser moderna; y hasta la “modernidad” a la que consiguió acceder estuvo condicionada (debilitándola) por ese origen posmoderno, fragmentado, particularizado, multinarrativo, en suma: balcanizado. Este concepto geopolítico (balcanización) explicita la debilidad de un continente que tenía un poderoso elemento para consolidarse en el modo de la modernidad, en el modo de la totalidad. El lenguaje, nada menos. Admito que hay “lenguajes” en América latina, pero cualquiera sabe que un argentino habla “en colombiano” o “en paraguayo” con más inmediatez, facilidad con que un italiano habla “en alemán”. (Y Europa –hoy– está unida nada menos que por esa mercancía hiperfetichizada que es la moneda.) América latina habla el español porque los españoles la conquistaron para el capitalismo. La “descubrieron” para el capitalismo. (Unico sentido en que ese concepto puede ser adecuadamente utilizado.) Este “descubrimiento” incorpora el continente a una totalidad que lo somete: la totalidad capitalista, que existió siempre, ya que el capitalismo es un sistema esencialmente totalizador, globalizado. Ese capitalismo español es desplazado por las potencias de la modernidad. España se llevaba el oro de América para el esplendor de las Cortes. Inglaterra –con sus piratas– saqueaba los galeones y ponía el oro al servicio de la burguesía, del capital comercial primero, del capital industrial después. El pacto neocolonial (por medio de sus llamadas “revoluciones”) América latina lo establece con la moderna Europa capitalista: con Inglaterra, con Francia. Esta Europa advierte que para seguir explotando el continente tiene que debilitarlo. Para debilitarlo, impedir su unidad. Para impedir su unidad, incorporar al proyecto neocolonial a las “burguesías” y oligarquías coloniales. Son éstas, en fin, las que proceden al desmembramiento, a la balcanización-fragmentación (posmodernización temprana y pro colonialista) de América latina. Es en 1830, en la provincia de Pasto, ya muerto el sueño de la “Gran Colombia”, cuando el general Sucre, que se volvía a su casa, se retiraba solo y sin escolta, es asesinado por los pequeños canallas de las “burguesías criollas”. Sucre, el vencedor de Ayacucho, la última batalla contra el viejo imperio español que debió simbolizar el despegue del proyecto político unificador, totalizador y moderno, es asesinado por los mercaderes de la balcanización. Bolívar, al enterarse de esa muerte, descifra en ella la derrota de su causa. Muere poco tiempo después (también en 1830) y Colombia (sólo Colombia) se fragmenta en cinco estados. Es un símbolo conceptual formidable el del asesinato de Antonio José de Sucre. Su genio militar posibilita Ayacucho. Ayacucho es el fin de la totalización (colonización) española y debió ser el inicio de la totalización americana. Pero la violencia (el asesinato político) hace “parir” otra historia que se edifica sobre los cadáveres de Sucre y Bolívar: la historia de la des-unión latinoamericana. La protagonizan sus “burguesías” locales asociadas al Imperio, que es quien verdaderamente “totaliza”. Así, América latina se une por medio de la dominación, en exterioridad, como Parte sometida del Todo colonialista. Se fragmenta, se multiplica, se disemina, se –por qué no– “deconstruye” en beneficio del proyecto imperial, que la totaliza. Que la globaliza. Si alguien alguna vez pensó que la globalización imperial o colonial del capitalismo era un fructífero juego relacional entre el todo y las partes, se equivocó o mentía interesadamente. La globalización, siempre, implicó el arrasamiento, el borramiento de las particularidades nacionales. Desde los incas y los aztecas hasta hoy.
Hubo quienes propusieron la “combinación” de las partes y el todo. Combinación que –conjeturaron– podía ser benéfica para ambas partes. (Ya el sencillo hecho de que una parte sea la totalidad y la “otra” parte la particularidad impide hablar de “dos” partes, impide no ver que toda relación así establecida será desigual, asimétrica, favorecerá a la totalidad neocolonial.) Alberdi, entre nosotros, fue quien mejor propuso –en un plano teórico-filosófico y hasta jurídico– esa relación entre el todo y lo particular. Incluso un filósofo tan entrañable y meritorio como Coriolano Alberini celebra la empresa alberdiana, inspirada por el historicismo romántico. Alberdi parte de algo fascinante: no hay comunidad nacional sin filosofía nacional. Una “comunidad” requiere una totalización reflexiva, propia. Pero esta “propiedad” consiste en la “aplicación nacional de la razón universal”. Alberini lo explica bien: Alberdi se propone “dar a la nueva ley del progreso universal, entendida al modo romántico, una forma esencialmente argentina” (Problemas de la historia de las ideas filosóficas en la Argentina, 1966). Propone, sí, “conquistar una filosofía para llegar a una nacionalidad” (“Fragmento Preliminar al Estudio del Derecho”). ¿Qué exige esa filosofía? Alberdi lo dice con infinita claridad: “La combinación de las leyes generales del espíritu humano con las individuales de nuestra condición nacional”. Tomemos el concepto de “combinación”. Marx lo utiliza para definir el tipo especial de desarrollo que tiene el capitalismo: “desigual y combinado”. Pongámonos cautelosamente creativos: ¿cómo se expresó en América latina la dialéctica entre “desigualdad” y “combinación”? La “combinación” que nuestro continente establece con el Imperio instaura la “desigualdad”. Porque el “pacto neocolonial” (una expresión que Halperín Donghi utiliza con justeza en su Historia contemporánea de América Latina) es, por definición, desigual. Al expresar el Imperio “las leyes generales del espíritu humano” (es decir, la centralidad) y nosotros, “nuestra condición nacional”, las “leyes individuales”, la dialéctica que se establece entre lo general y lo individual, entre la centralidad y la periferia o entre la totalidad y la particularidad se resuelve en beneficio de la totalidad, que “totaliza” a lo particular, lo sofoca, lo uniformiza y, desde luego, lo domina. América latina (y éste fue el error de Alberdi) no puede pensarse como “momento” particular de la totalización imperial. Tiene que crear su propia totalización. De este modo (y éste es un tema que estamos trabajando y, claro, no sólo nosotros), América latina debe construir una ontología de la periferia, cuya constitución, no bien se logra, elimina a la periferia como periferia y establece un centro autónomo, una totalización continental autónoma desde la cual entrará en relación con la totalidad imperial y con cualquiera que sea, pero sin sometérsele. Podríamos decirlo con el lenguaje del Martín Fierro: o nos totalizamos nosotros o nos totalizan los de afuera. Así, y sólo así, desde nuestra propia y ontológica globalización podremos integrar otras “globalizaciones”, pero no la del Imperio, ya que ésta globaliza sometiendo, borrando lo particular, ni siquiera “integrándolo”.
Hoy, América latina tiene una totalización negativa que puede generar un proyecto político positivo. Nuestro continente está “unido” por la “deuda”. Estamos unidos en tanto deudores del Imperio acreedor. Esa “unidad negativa” se transforma en positiva cuando América latina decide rechazar la “unidad deudora” que le otorga el Imperio e instaurar una unidad política, económica y cultural. Que todos negociemos de “uno en uno” frente al Todo es la derrota. El Todo siempre vence a las partes. La fuerza negociadora de América latina está en su unidad, nunca en su fragmentación. Si Kirchner y Lula están hoy y aquí reunidos (y no es otro el disparador coyuntural de esta nota) es porque así parecen estar entendiéndolo.
Es posible. No es “ahora o nunca”. Porque jamás va a ser “nunca”, ni siquiera si no es “ahora”. Porque el proyecto de nuestra unidad continental, de nuestra des-balcanización, de nuestra des-fragmentación, nuestro proyecto no-deconstructivo siempre va a estar vigente, ya que en él radica ni más ni menos que nuestra posibilidad de “ser”. Hoy, el horizonte está en la relación Argentina-Brasil. En impedir el manotazo antidemocrático y autoritario en Bolivia. En pedirle a Lagos que se anime a ir “más allá de sí mismo”. En defender la autonomía de Colombia, impedir su vietnamización, el desembarco bélico del Imperio-colonialista en su tierra. Y también en pedirle a Castro que realice la alquimia imprescindible de su propia sucesión, que se suceda a sí mismo, que se democratice de cara a América latina. Porque si se muere sin hacerlo, no lo va a suceder siquiera Violeta Chamorro, sino una invasión incontenible del poder y la cultura del Imperio, la macdonalización feroz de esa isla que la queremos y necesitamos nuestra, democrática y latinoamericana.